lunes, abril 03, 2006

Otra Hedda Gabler

Los traductores, como los versionistas, son los grandes traidores de los autores o los creadores originales.Y contra esas lacras no hay remedios ni abogados capaces de curar la pandemia, ni sacarle provecho a los desatinos. Lo decimos, porque aunque Henrik Ibsen (Noruega, 1828-1906) no conoció la computación, ni menos aún las laptops, ni sospechó jamás la aparición del Sida, todos esos adelantos tecnológicos o tragedias biológicas de la contemporaneidad sí están presentes o son usadas o nombradas en esta Hedda Gabler (1890) - la tercera de sus piezas más representadas, después de Casa de muñecas (1879) y Los espectros (1881)- con la cual se acaba de inaugurar el XVI Festival Internacional de Teatro de Caracas. Todo esto aparece en el nuevo texto que, bajo la dirección de Thomas Ostermeier, ha sido producido por la agrupación alemana Schaubühne am Lehniner Platz. Y al final, después de esperar a que subiera el telón, entre sendos discursos, lo que nos dejó en la boca fue un sabor a pastel de manzana recalentado y a punto de dañarse por los abusos del microondas. El teatro del siglo XXI debe tener temas más cercanos. Debe crear y copiar menos.
La Hedda Gabler, vista en el Teatro Teresa Carreño, no sólo redujo el número original de personajes que inicialmente pergeñó Ibsen para plasmar a una mujer que pierde el deseo de vivir, ante las dificultades que tenía para imponerse a los demás, sino que ahora los versionistas se inventaron un súper-personaje, una deux machina, una minimalista casa de cristal que sobre el giratorio del escenario toma vida por los vidrios y un espejo en el techo del escenario, y se convierte en una urna o en un siniestro cajón abierto que alberga a unos seres miserables y egoístas que viven en el siglo XXI, pero que se mueven con valores sociales heredados de sus antepasados. Todos, sin excepción, usan a los demás y aceptan el manoseo para medrar. Situaciones que aquí en América Latina no sólo vemos en el cine y la televisión, sino en la vida cotidiana, ya que la podredumbre de las relaciones humanas no es un cuento de ayer.
No es mala, ni buena esta versión germana de Hedda Gabler. Simplemente, retoma la personalidad más extraña que creó Ibsen: una fémina que ha descubierto que sí puede dominar a los hombres con sus encantos, pero que después pasa a ser dominada y utilizada como juguete por ellos, quienes la quieren hacer vivir en una casa de muñecas, cual si no hubiesen existido antes unas millones de cristianas Noras que sí abandonan todo con tal de salvarse y vivir otra existencia antes de caer en una nueva rutina y así sucesivamente hasta la muerte. La original de Ibsen y la versión del siglo XXI terminan de igual manera: la dama del cuento se da un pistoletazo para no vivir un escándalo inadecuado e impropio para sus pretensiones de gran dama, que se ha desposado con un pobre profesor universitario, a quien ella trata de ayudar al sacar del juego al antiguo ex amante, que ahora le compite por una cátedra. ¡El amor y el capitalismo son aliados o rivales de cuidado!
El espectáculo alemán, actuado por orgánicos intérpretes, tiene una frialdad típica de esa zona del planeta, y lleva un ritmo lentísimo, aunque todo sucede entre una tarde y la mañana del día siguiente. Parte de su impacto entre la audiencia radica en el dispositivo escenográfico, creado por Jan Pappelbaum, quien convierte a su casa de cristal en otro actor, el séptimo, el que se gana todos los aplausos por la lluvia que chorrea por los ventanales y porque no deja nada a la imaginación, ya que todo lo muestra desde arriba por un espejo-techo. De llegar a fallar el giratorio, el espectáculo entraría en crisis y los técnicos tendrían que vérselas a gatas para mover todo ese dispositivo, cosa que esperamos aquí no ocurra.
En síntesis, los escritores latinoamericanos de ese gran invento que son las telenovelas -algunos aseguran que fueron los cubanos prefidelistas- han “fusilado” de tantas maneras a Henrik Ibsen, para citar al más manoseado, que ahora nos encontramos que los argumentos centrales de decenas de teleseries producidas para vender jabones, entre otras cosas por las plantas televisoras americanas, asiáticas y europeas, fueron plagiadas sin decoro alguno.

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