sábado, noviembre 21, 2009

Todos somos emigrantes

No estamos en este mundo por nuestra propia voluntad. Somos todos emigrantes y mucho más ahora con el alucinante desarrollo de la tecnología digital. Desde que nacemos y tenemos que adecuarnos a esa familia y ese país que no elegimos, hasta que podemos tomar la decisión de cambiar de suelo y de cielo y adentrarnos así en ese túnel que es la emigración, una acción existencial de humanos que puede ser voluntaria, obligada o forzada, y la cual consiste en abandonar nuestro país con ánimo de establecernos en otro lejano o cercano. También es ausentarse temporalmente del propio terruño para hacer en otro, desconocido, determinadas faenas; o abandonar la residencia habitual dentro de la misma nación, en busca de mejoras materiales o espirituales para la existencia. Los emigrantes que sobreviven usan poetas o artistas para revelar como les fue en aquellas aventuras y propalar sus conclusiones o consejos para los que decidan tomar similares caminos. La literatura, el teatro, el cine y la televisión, además de la poesía, enseñan múltiples sagas de emigrados o emigrantes que en el mundo han sido. !Nunca olvidemos que emigrantes y exiliados son las dos caras de una moneda infernal creada en el Paraiso bíblico!
Y para que los venezolanos pensemos al tomar decisiones sobre ese acto como es emigrar, en un escenario del Celarg está la pieza teatral Emigrantes, de Slawomir Mrozek (Polonia, 1930), dirigida por la venezolana Elia Schneider, artista dotada de sensibilidad, como lo ha demostrado con sus variados trabajos creativos en la escena, para lo cual creó la agrupación Teatro Dramma.
Apuntalada en la entrega profesional y visceral de los comediantes Paúl Gámez y José Manuel Peña, versionó el texto de Mrozek, que escenificado puede durar 180 minutos, por lo menos, hasta llevarlo a una hora y 20 minutos en esta bolivariana república, donde precisamente cunde la moda de emigrar hacia el norte de America o a España, entre otros destinos.
Emigrantes, que se desarrolla en el sórdido sótano de un building, probablemente de Nueva York, es la saga de dos hombres de edad mediana (un intelectual y un obrero), quienes emigraron por diversos motivos. Tratan de romper el tedio de una noche de fin de año con estrujantes diálogos que revelan sus características existenciales. Uno es un pretencioso idealista, empeñado en cambiar a su compañero, quien solo piensa en la mañana en que regresará a trabajar, porque su meta es reunir muchos dólares para construir en su pueblo una mejor vivienda para su familia. Son las dos caras de una misma moneda humana, las facetas de emigrantes sin fortuna que tratan de fortalecer sus espíritus para no ser devorados por una sociedad donde se han insertado en desventaja.
Emigrantes es una desalentadora pieza sobre el infortunio de hombres que salieron o huyeron de sus núcleos familiares e incursionan en un contexto social que solo quiere de ellos su barata fuerza de trabajo. Tienen un enemigo común, pero se agreden con sus mezquindades. No hay asomos de amistad y no exhiben la natural necesidad humana.
Hay que insistir, pensando en los nuevos espectadores, que allá del desarraigo de los personajes (resueltos desde muy adentro por Peña y Gámez, o sea que se tomaron bien en serio sus roles tan puntuales y significativos), que tienen unos roles fundamentales para entenderlos, el espectáculo se caracteriza por la oposición de dos clases sociales, de dos visiones del mundo radicalmente opuestas. Los protagonistas sólo tienen en común la nacionalidad y un cuarto insalubre; más allá de eso, un abismo ideológico los separa. Esta es por supuesto una lectura política, que como la existencial, están o deben estar presentes en cuanto obra de teatro se muestre, porque no hay teatro sin compromiso, nunca lo hubo… y menos en estos tiempos crispados y de cambios necesarios.
La versión que materializa Schneider los muestra en camino hacia una ruptura violenta, donde el obrero tiene más razones para luchar y salir hacia adelante. Nada de finales telenovelescos, si no la cruda realidad. Todo eso gracias a una puesta inteligente -ahí los sonidos, la música y la sobresaturación con las gamas del color gris son fundamentales- para una ácida adaptación y unas actuaciones que estremecen, especialmente “el obrero” Paúl Gámez, un intérprete desconocido hasta ahora en los escenarios venezolanos.


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