domingo, julio 24, 2011

César Rengifo participa en Bicentenario

No vive para ver y disfrutar el Bicentenario de Venezuela, pero de él se habla y se exhiben sus obras como ejemplo para nuevas generaciones de dramaturgos auténticamente comprometidos con el devenir de la patria. Lo conocimos. Pequeño de estatura y magro de carnes. Su liderazgo se desbordaba por sus ojos y su incendiario y preciso verbo, casi profético. Dejó un amplio legado literario, una familia y una legión de artistas que formó o encaminó por las vías honestas del teatro.
Nos referimos a César Rengifo, de quien la Alcaldía de Caracas, dentro de la programación histórica del Bicentenario y para la reinauguración de los teatros Principal y Nacional, ha producido y exhibido la cantata Esa espiga sembrada en Carabobo y la tragedia Joaquina Sánchez, respectivamente versionadas y puestas en escena por Gustavo Meléndez e Ibrahim Guerra. Esos montajes, apuntalados con diestros elencos profesionales, plasman lo que pasó con los ejércitos libertadores después del 24 de junio de 1821 y además exaltan la ejemplar valentía de la esposa del revolucionario José María España para no delatarlo y soportar estoicamente las vejaciones del régimen de la Capitanía General de Venezuela.
La espiga
El director Gustavo Mélendez, formado en los cuadros del Teatro Universitario de la UCV, hace una versión escénica respetuosa de la original cantata Esa espiga sembrada en Carabobo (1971), la cual se desarrolla justo cuando culmina la batalla que sella la independencia de Venezuela y un puñado de patriotas deben sepultar a un soldado del pueblo, a uno de los suyos. Todo eso lo escenifica con un fantástico desfile de la mayoría de los personajes iconos de las rebeliones populares venezolanas y americanas contra el régimen despótico de España, quienes sin ser entes teatrales, sino mascaras, con cantos o versos despiden al guerrero fallecido en combate, al tiempo que reiteran como la lucha no ha concluido y es ahora que deberán seguir luchando.
No le fue nada fácil a Meléndez lograr una coherente escena lúdica en lo plástico y con la estremecedora grandilocuencia del texto de la cantata, pero privó la veteranía de los actores profesionales (Dilia Waikarán, José Luis Silva, Frank Maneiro, Israél Moreno y Amado Sambrano, entre otros) y el apoyo atinado de los nuevos comediantes (Wahari Meléndez, Eliécer Paredes, Rafael Salcedo y Eider Ebitar) ahí presentes hasta darle una coherencia global al espectáculo, ayudado también por un diestro quinteto musical.
Es evidente o demasiado obvio que el dramaturgo subraya la necesaria solidaridad de los pueblos latinoamericanos y además reitera como las mujeres también sacrificaron sus vidas y sus familias, así como sus parejas, por la causa de la libertad, lo cual es una constante a lo largo de su dramaturgia. Más mensajes redundarían y César Rengifo era parco y amigo de definiciones sin almibaramientos.
La heroína
Ibrahim Guerra, con una cincuentena de vida activa y creativa en las artes escénicas, no tuvo miedo al revisitar el texto Joaquina Sánchez (1952) para adecuarlo a su monumental propuesta escénica. Él no quería un espectáculo minimalista y carente de trascendencia visual e ideológica. Lo pensó y lo materializó: un montaje, con ritmo de ritual operático, que resaltara a una mujer enfrentada a su destino, que cree en el amor por su marido y por lo que significa para su país, la rebeldizada Capitanía General de Venezuela de finales del siglo XVIII. Eso lo logró con esa historia de amor con final trágica de una hembra que no se rindió jamás y se mantuvo firme hasta el final, cuando ya la Independencia había entrado en su derrotero definitivo.
No fue cómodo lograr esa histórica puesta en escena que el director Guerra ha dado a las peripecias de las mujeres de las Guaira empeñadas en sacar a la tiranía y salvar a sus hijos, aunque tuviesen que sacrificarse ellas.
El final del espectáculo –realizado con una escenografía básica y atemporal-es una apoteosis nada frecuente en un escenario venezolano, pues con elementos de las estéticas del absurdo y del expresionismo ubica al héroe José María España en la cúspide de un pórtico para que desde ahí lance, de una vez y para siempre, su arenga revolucionaria por la cual lo matan, mientras abajo su Joaquina Sánchez se desgarra relatando, cual heroína griega, todas las incidencias de la ejecución y el desmembramiento de su esposo. Una escena estremecedora por lo que dicen, hacen y además está acompañada con coros y música “funeraria”.Mención especial merece el contrapunteo escénico, sin el cual no se habría logrado la catarsis de este alucinante montaje, obtenido por los trabajos actorales de Jennifer Flores, Carlos Márquez, Vito Lonardo, Alejandro Corona, Walter de Andrade y todo el comprometido elenco que los respaldó.
Legado valioso
Solo se puede escribir bien de lo que bien se conoce, aseguran los maestros. Y es el caso del dramaturgo y destacado pintor César Rengifo (Caracas, 14 de mayo de 1915/2 de noviembre de 1980), quien dejó 40 piezas teatrales. En 1989, sus obras completas fueron recogidas y editadas en ocho tomos por la Universidad de Los Andes, con la anuencia de su viuda Adela de Rengifo. Como reconocimiento a su talento en este ámbito artístico, recibió en 1980 el Premio Nacional de Teatro. Es considerado, con razón, “El padre de la dramaturgia moderna venezolana” y lo demuestra no sólo su crecida producción, sino la forma como abordó, con crudeza y haciendo gala de un estilo no exento de poesía, la realidad de su país, haciendo énfasis en lo social, porque para él la estética que no reivindique al pueblo, carece de función y contenido. Preocupado por la explotación petrolera y el daño que dejaba la maligna conducta de las empresas transnacionales, realizó a lo largo de su vida una trilogía sobre el petróleo: El vendaval amarillo (1954), El raudal de los muertos cansados (1949) y Las torres y el viento (1970); ahí advierte las frustraciones de un amplio sector de la sociedad venezolana por el sinuoso destino de la renta petrolera, además de la muerte lenta de la agricultura y el éxodo de los campesinos a las grandes ciudades para buscar un destino incierto o esquivo, al tiempo que señala la incesante sustitución de la cultura nacional por una foránea. Otra de sus temáticas fue la Guerra Federal (1859-1863) y el sacrificio del general Ezequiel Zamora y para eso escribió Lo que dejó la tempestad (1957), Un tal Ezequiel Zamora (1956) y Los hombres de los cantos amargos (1957). Sin embargo, no se le hecho justicia escenificando con más frecuencia su vasta y didáctica obra dramatúrgica, salvo la labor solitaria del profesor Humberto Orsini, desde los claustros de Unearte con foros y lecturas dramatizas, además de las ediciones populares de Fundarte.


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