sábado, julio 26, 2014

Amor y libertad en un crimen con castigo

Juan Souki sube la  dura cuesta de la dirección teatral en Venezuela.
El más importante director de teatro de Venezuela, Carlos Giménez (1946-1993), escribe que ve con tristeza  como los espectáculos huyen de la poesía y los actores vagan por las escenas, falsamente engañados por directores que no lo son. “Hay que dudar de quien que no se enamora  del escenario, que no te convence del profundo significado de una puerta que se abre, una luz que se enciende, un trozo de cielo que se inventa con que solo mirar para arriba…del que dice centrarse en el actor y el texto pero abandona ambos y los somete a la más espantosa soledad: la ausencia de poesía. Y los espectáculos se suceden unos a otros en un proceso que los devora sin piedad. No hay una sola puesta a discutir, una propuesta que emocione, una idea que deslumbre. Se vuelve rutina el teatro y este nunca debe ser eso. No hay arte”. (Carlos Giménez, Antes y Después, E.A.Moreno-Uribe, 2003).
Pero Juan Souki (Caracas, 1980), quien  nunca vio un montaje gimeniano original, aunque a finales de los años 90 sí presenció una reposición de El coronel no tiene quien le escriba, aprendió el abecé teatral en la Universidad de Columbia de Nueva York y desde el año 2007 sube la cuesta para convertirse en auténtico creador escénico, capaz de destruir el orden establecido y reinventar un mundo teatral, con más aciertos que errores, como lo hizo Giménez. Y lo demuestra actualmente, en el Teatro de Chacao, gracias a su audaz, inteligentemente concebido y bien actuado espectáculo Crimen y castigo, apuntalado en los genuinos actores Sócrates Serano, Pakriti Maduro y Carlos Sánchez Torrealba y un brillante y multisápido ensamble de músicos y bailarines del más genuino folclore afrovenezolano. Todo un aleccionador sincretismo estético, capaz de estremecer las entretelas del espíritu.
Pocas veces una novela rusa como Crimen y castigo (Fyodor Dostoievski) ha sido transformada en auténtico melodrama venezolano, con escenas y personajes sacados del mejor mundo teatral, muy a lo Román Chalbaud, suficientes para reiterar que el amor y la libertad, eternos paradigmas del romanticismo, son fundamentales para vivir y soñar, aún en las peores circunstancias sociales.
El guion de Souki se ciñe en gran parte a la novela y es la peripecia de un joven venezolano, expulsado de la universidad, que al vivir en  estado de pobreza extrema sucumbe “ante ciertas ideas que están en el aire” y decide romper rotundamente con su situación desafortunada. Mata a una anciana, prestamista usurera, y elimina a una testigo. Todo eso durante un  momento de debacle económica y de profunda crisis de identidad, donde además hay un apasionado factor amoroso.
Para este crimen y su expiación se imbrican certeramente la  brutal realidad con la ensoñación  y los matices de la música folclórica al borde del delirio místico, hasta crear una atmosfera criolla, muy humana  y explicativa a favor del asesino acorralado por la ley y llevado a la cárcel.

El espectáculo se ejecuta en atmósferas de sombras y violentos colores que aplastan las humanidades actorales, mientras los rituales  recuerdan que la única justicia es  la divina y que todos los hombres deben expiar sus culpas en esta tierra, al mismo tiempo que conceptos y/o valores como el amor y la libertad quedan flotando en los sueños de los espectadores atrapados por el melodrama de los protagonistas.

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