miércoles, junio 04, 2014

Bolívar Coronado insiste


 El escritor venezolano José Balza escribió el prólogo de "Memorias de un semibárbaro", un libro de Rafael Bolívar Coronado, publicado por el Fondo Editorial del Caribe.Todo un legendario personaje que hace dias reapareció en el teatro Principal y desde entonces  su historia reclama que se le haga justicia, una tarea en la cual también trabaja el meritorio intelectual y editor Rafael Ramón Castellanos.

Bolívar Coronado:Soy todos,soy nadie
 Tal como contradictoriamente él hubiese preferido, Rafael Bolívar Coronado ha sido un exiliado de la literatura venezolana, de la historia y el periodismo en nuestro siglo XX, y apenas podemos encontrar las huellas de su vida y su obra en algún Diccionario; también en los versos del joropo Alma llanera que salta de boca en boca por el mundo.
Nació en Villa de Cura, Aragua, el 6 de junio de 1884 y murió en Barcelona, España, el 31 de enero de 1924. Su padre, autor costumbrista, lo lleva a Caracas; la separación de la madre le deja una herida honda, aunque tal vez lo que más lamentó en aquellos momentos fue, según parece confesarnos,  perder al caballo moro en que había viajado.
Entre Caracas y su lugar natal estudia la primaria; a los dieciséis (“Un año antes de morir mi padre, me marché a la guerra. Ya yo era un hombre, todo un hombre”) inicia su desconcertado periplo por regiones que lo conducen hacia Colombia. Ya ubicará algún inesperado biógrafo sus andanzas por los lugares y dentro de las facciones que implican esa “guerra”.
A los veintiocho años está en Caracas e inicia su actividad intelectual, colaborando con todas las publicaciones activas para entonces. En 1914, se estrena la zarzuela Alma llanera con música de Pedro Elías Gutiérrez; campesinos, humor y romance nutren la acción, que se expresa en un criollismo tan exagerado que casi resulta incomprensible. Nada raro si pensamos en las proezas estilísticas que Bolívar Coronado hará poco tiempo después. Si bien el texto de la zarzuela puede no interesar mucho hoy, la letra del joropo que la consagra es de una limpieza verbal impecable. Él mismo dirá a dos años del estreno: “De todos mis adefesios es la letra de Alma llanera del que más me arrepiento”.
En 1916 viaja a España, de donde ya no regresará. Muerto casi a los cuarenta años, en la plenitud de sus poderes creadores, sólo parece haber publicado con su nombre (de manera involuntaria) la autobiografía Memorias de un semibárbaro, tal vez en 1919. Pero colaboró asiduamente con Rufino Blanco Bombona y su Editorial América, para los cuales inventó antologías de poetas latinoamericanos, biografías y crónicas. Practicó el misterioso placer de utilizar seudónimos o nombres de escritores reconocidos, y de ocultarse tras ellos. Su estilo es cambiante y elegante, su escritura un verdadero ejercicio de despersonalización. No hay duda de que dominaba estructuras, tics, modalidades expresivas, junto a un inmenso cuerpo de informaciones, de cultura histórica y literaria, que adaptaba a su imaginación lógicamente febril.
Debemos a Rafael Ramón Castellanos el haber realizado valiosas consultas a la viuda de Bolívar Coronado y el seguimiento a sus innumerables seudónimos, así como la edición de Memorias de un semibárbaro en 1993.
 Instintivamente, ya se había adiestrado en el hábito de simular que era alguien, para que no se descubriera su condición de nadie”, dice el poeta acerca de un genio; sin que tengamos un testimonio directo, suyo,  sobre esta convicción, es posible que Rafael Bolívar Coronado la haya vivido con profundidad.
“Yo pasaba las horas muertas leyendo. (…) Aquello engendró el vicio de leer que con los años ha cobrado tanta intensidad en mí”, confiesa en su brevísima  autobiografía. Vicio que absorbió su vida con fulminante intensidad, pero de una manera opuesta a como le ocurriría a su contemporáneo, José Antonio Ramos Sucre. Vicio que quizá haya sido una resultante o el paralelismo de su otra obsesión: la escritura.
No tenemos en la cultura venezolana otra personalidad como ésta, dotada de una sensibilidad salvaje, hacia lo visual (cuando es separado, muy niño, de su madre y lo colocan una madrugada sobre un caballo moro, pinta: “-” Sé bueno, hijo mío –me dijo, y se encaminó a sus habitaciones. Al pasar cerca de uno de los rosales que poblaban el patio, un rizo de sus cabellos negros se enredó en las espinas, y ella, al sacudirlo, provocó una lluvia de pétalos”), hacia el hogar interrumpido, hacia los más diversos acordes de la feminidad.
 Personalidad que cumple una inmersión en la política desde lo humillante, desde la viveza, la picaresca, la burla; que despliega su entrega a los universos de la creación escrita con fe casi bíblica, absoluta; entrega que, mientras le permite elaborar su prosa ceñida, vibrante y rítmica, lo hace desarrollar una capacidad imitativa digna del camaleón; entrega que desemboca en su facilidad para la más variada versificación, para atender al habla popular, a la hipocresía contenida en la prensa, en los discursos públicos, en los documentos oficiales: entrega, en fin, que convierte a la literatura –leída o escrita por él- en el sentido único para su existencia.
Siempre que el texto leído o escrito por él, no estén refrendados por su nombre: ya que el insistente escritor que es Bolívar Coronado ha renunciado previamente a ser el autor de sus obras. Toda su vitalidad viril, toda su potencia imaginativa deben pagar el precio que él mismo se ha impuesto: borrarse en la condición de Nadie. ¿Ha hecho alguien entre nosotros una apuesta semejante?
Agresivo y tierno, lleno de prejuicios raciales y moreno él mismo  (“esa horda de negrillos”; “ese negraje hediondo que metieron los españoles so pretexto de labrar las tierras vírgenes de América comienza a destacarse en el mulato venido a más o por la abyección pública o por la falsa apreciación de la democracia: el rastacuerismo en arte y el bizantinismo en política son dos productos de esa conspiración del hibridismo de la raza”); gomecista confeso (“Soy un humilde ciudadano; pero adicto a usted como el más altivo”) y antigomecista después de su viaje a España, hasta el punto de vivir cada día bajo amenaza política,  estará para siempre al borde de un ciego apasionamiento, que lo acerca y lo distancia de quienes ama o admira (como le ocurriría con Pedro César Domini, Díaz Rodríguez, Luis Correa, Arvelo Larriva, con Blanco Fombona, con Francisco Villaespesa).
Memorias de un semibárbaro, aunque ha circulado en ediciones llenas de erratas, es libro pleno de vibraciones. No sólo por la prisa habitual con que su autor despachaba artículos y libros completos, sino por la nerviosa sucesión de los episodios, que parecen bosquejos pictóricos. Bolívar Coronado había asimilado bien las prédicas del modernismo y su prosa combina un acelerado movimiento de seres, sitios, casas, episodios, opiniones y datos históricos, que exigían un tratamiento más detenido o denso. Tal vez esa misma aceleración lo obligue a excluir el espesor de su pintura, y eso sea el secreto de su continua vibración. Desde un punto de vista de la imagen nada se  acerca más a su estilo que el breve poema (“Canto absurdo”) de Luis Enrique Mármol sobre el colibrí, escrito casi al mismo tiempo; y nada puede comparársele, en eficacia y sinceridad, a sus pasajes que las Memorias de Pocaterra, (posiblemente esbozadas en esos años).
Nos dice Castellanos en su libro Un hombre con más de seiscientos nombres en relación a las Memorias: “...nunca se iban a publicar con su propio nombre, pues él le vendió los derechos de autor a Rufino Blanco Fombona para que apareciesen con el seudónimo de Oliverio Castro Gómez, mas el fogoso director de la Editorial América, ya enfadado con él, se dejó de compromisos y lo expuso a la ira de muchos de sus viejos amigos, así como quiso demostrar que se trataba de un hombre informal, infiel y mentiroso”.
Seguramente la anonimia con que Bolívar Coronado practicaba  las agresiones personales, le permitió decir cosas en esas Memorias, que nunca hubiera tocado de ese modo si el libro hubiese sido publicado con su nombre. Nunca esperó la terrible reacción del ya harto Blanco Fombona. Pero el desenfado de su escritura adquiere en ellas carácter de síntesis para su dualidad rencorosa: hasta en el paralelismo que el anónimo autor quería establecer entre el afecto hacia su madre y hacia el caballo moro, salta una chispa de inconformidad, de raro odio, tal como leeremos muchas décadas después en algunos poemas de Guillermo Sucre (“La vida, aún”, por ejemplo).
 No hay entre nosotros una personalidad literaria como ésta. Su pasión por lo imaginario y la escritura es absoluta, arrebata al autor en un frenesí que consume su juventud, su talento, su posible vida social. En el libro de Castellanos y en las páginas de su viuda hay imágenes desconsoladoras y desconcertantes. Él es superior a cuanto realizó, pero a la vez la obra (ajena) concebida por él desborda su  realidad. Estamos ante un monstruo del ingenio, del desdoblamiento, de la transfusión entre lo concreto y la ficción, ante una mente sin fronteras éticas ni estéticas, porque todas las rutas le podían pertenecer.
Y a la vez, su práctica de la infidencia, de la amistad falsa, de la percepción despiadada acerca del país y sus políticos, rasgos estos que también lo definen, se convierten en motivo visible o subterráneo para que él sea, asimismo, olvidado, exiliado, despreciado.
Cuenta su mujer que recibía los ejemplares de los libros creados por él y los olvidaba en seguida. Nunca ofreció alguno a sus amigos y prefería dejarlos en cualquier calle, como basura. (“¿Qué cómo pude engañar a los editores? Muy sencillo. La explicación la ha dado el altísimo Emilio Carrera en una frase: en España viven del libro los que no saben leer” (...) “De allí la multitud de fraudes, de refritos, de chinchurrias que como  una lluvia ha caído sobre América...”)

Yo soy Don Nada” dijo; creía que Venezuela vivía en un sistema que había hecho “de los puntos suspensivos una ley moral”. Tal vez con su búsqueda del olvido en vida y con su obsesión por los seudónimos quería evitar “las dolencias incurables de la posteridad”. Pero creo que no lo ha logrado y esta edición de sus Memorias así lo demuestra. Porque también, a pesar de su decisión por el ocultamiento,  se había confesado a sí mismo ocho años antes de su muerte: “¡De ahí que muchas cosas que tratamos de ocultar en vida, surgen después de la muerte para ser el orgullo de las generaciones sucesivas!”.-

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