Cuarenta millones de bolívares para reponer ese espectáculo que estrenaron en la temporada de 1990, más el equivalente a dos mil dólares por los derechos de autor, unos 4 millones 300 mil bolívares cancelados a la viuda (Isabel Palacios), son los gastos iniciales del remontaje de Autorretrato de artista con barba y pumpá, con lo cual el grupo Theja rindió homenaje al dramaturgo José Ignacio Cabrujas (Caracas, 17 de julio de 1937- Porlamar, 21 de octubre de 1995).
¡Qué por qué hemos iniciado nuestra crítica con esos incómodos datos financieros, con una referencia a esos 44.300.000 bolívares, gastados para subir el telón de la Sala Alberto de Paz y Mateos? Porque sin esa inversión, el Theja no hubiese podido cumplir su compromiso con el público y además tampoco habría participado en el décimo aniversario cabrujiano, y habría pasado por debajo de la mesa, aunque ya el Grupo Actoral 80 había hecho lo suyo con el nuevo montaje de El día que me quieras, excelente trabajo además del director argentino Juan Carlos Gené y memorable actuación de Héctor Manrique como el desubicado Pío Miranda. Sin bolívares no hay teatro posible, ya que el financiamiento de un espectáculo teatral es de por si toda una pieza tragicómica que muy pocos conocen. No habría tanto desatino si el Estado honrase a tiempo sus compromisos con las agrupaciones subsidiadas, pero ¿quién le pone el cascabel al gato? ¿Así se justifica el teatro comercial, financiado por artistas y empresarios?También, y esta es la verdad, la referencia al papel moneda es porque tanto Armando Reverón (Caracas,1889-1954), personaje de carne y hueso que inspiró a Cabrujas para convertirse en el protagonista de Autorretrato de artista con barba y pumpá, como el mismo autor teatral vivieron y perecieron bajo la incesante férula de la consecución del sustento para la sobrevivencia, el dinero para el diario yantar. Ambos fueron hombres de talento, pero el colectivo en el cual vivieron los explotó hasta la saciedad, los esquilmó hasta llevarlos a la muerte. Uno fallece, enloquecido en un sanatorio y dejando atrás decenas de obras suyas que enriquecieron a sus mecenas, y el otro fenece, infartado y ahogado en la piscina de un conjunto residencial, donde estaba recluido para escribir una telenovela con la cual pretendía financiarse él y los suyos. ¡Coincidencias no teatrales!
Crueles coincidencias entre Reverón y Cabrujas, pero más terrible porque el escritor se reflejó o se proyectó en ese fantástico pintor de la luz, como antes lo había hecho en sus piezas - Juan Francisco de León, Acto Cultural y El día que me quieras-, ya que él de alguna manera es el gran protagonista de todas ellas, porque él era ese venezolano en pos de la historia y en desafío perenne a sus contradicciones existenciales, lamentando haber nacido unos metros más allá de un lugar donde las cosas le habrían sido diferentes. Reiterando aquello de que los seres humanos no escogemos nacer ni seleccionamos a nuestros progenitores ni el espacio territorial donde iniciamos nuestros caminos; nos toca aceptar tales herencias y hacer un viaje, a veces ventajoso o tortuoso.
En verdad que pocas obras venezolanas nos habían trastornado tanto al verlas escenificadas, como sí nos ocurrió con ese fantástico montaje que José Simón Escalona ha obtenido con el texto cabrujiano. Un reto actoral para Javier Vidal, muy joven y muy grácil, al encarnar a un Armando Reverón poético, un personaje modélico, enloquecido por una sociedad que le exigía más y más obras para el mercado, y recibiendo un premio para seguirlo estimulando o para reconfortarlo mientras se moría.
No guardamos en nuestra memoria nada del montaje de 1990. Algo nos pasó con aquel y no nos dejó huella alguna, pero el de ahora sí. Es una terrible obra, la mejor o la más filosófica; un estrujante y contemporáneo autorretrato de Cabrujas, un amargo espejo para los artistas e intelectuales; un montaje que es una cátedra sobre cómo contar el pasado y llevarlo al presente para mostrar al personaje en todas sus contradicciones. Claro está que han pasado 15 años, que ya la sociedad criolla no es ni será la misma y que los espectadores somos otros. Pero esa desopilante obra sigue ahí, mostrando como un ser humano es vapuleado por un sociedad que no cuida a sus artistas, que los exprime e incluso que los mata, porque son peligrosos
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