Si Carlos Giménez logró crear un movimiento estético y gerencial que alteró la aburrida historia del teatro venezolano, es posible, tal como están las cosas, que Darío Luis Piñeres (Caracas, 20 de febrero de 1975) consiga dejar otra huella profunda en la saga teatral del aún incipiente siglo XXI. Tiene juventud, ha exhibido talento como director de escena y de actores, y una especial conducta para aglutinar en su entorno a una siempre fresca juventud ambiciosa de trabajar en roles atrevidos. ¡Es como una mamá-gallina que cría y defiende a sus polluelos!
La leyenda artìstica de Giménez (Rosario, 13 de abril de 1946/Caracas, 28 de marzo de 1993) y todo su gran teatro venezolano producido desde Tu paìs está feliz (1971) hasta Oficina Nº 1 (1992), con el tesonero trabajo de su agrupación Rajatabla, es irrepetible, es incopiable, ya que él no dejó un libro con sus apuntes de direcciòn para una posible y honesta reposición sensata de sus casi 60 montajes, salvo unos videos y unas mínimas notas. Nunca espero que iba a vivir tan poco y cuando se dio cuenta de su inminente partida ya era tarde. Se nos fue sin decirnos nada, despacio, callado. Nos dejo solos, con algunas herramientas, con el dolor de la ausencia y del silencio, como lo apunta Aníbal Grunn en mi libro Carlos Giménez/ Antes y después (2003).
Piñeres, desde 1996, cuando fundó e hizo debutar a su agrupación Séptimo Piso, con sus espectáculos Golpes a mi puerta, de Juan Carlos Gené y Credit-Bill, versión de Los intereses creados, de Jacinto Benavente, se convirtió en la solitaria cabeza de un entusiasta movimiento juvenil integrado por estudiantes de los diversos institutos actorales que existen en Caracas. Todos ellos, y los que se agregaron después, se propusieron una meta: llegar a las salas del Ateneo de Caracas, por ser escenarios respetables, gracias a toda la performance creativa de Giménez y otros grandes directores de los años 70, 80 y 90 del siglo XX. Y es ahora, cuando llevan casi 20 producciones y han sorteado insólitos obstáculos o alcabalas creadas por “la verde envidia”, que pueden saborean las mieles del éxito, gracias a una “ligera versión”, por aquello de los mínimos ropajes que utilizan para mostrar la pieza Caricias (1992), del catalán Sergi Belbel (Tarrasa, 1963), autor de Hombres (1994), otra obra que Piñeres y su pandilla montaron exitosamente en temporadas anteriores.
Piñeres, y lo hemos así evaluado a lo largo de todos sus montajes, es fundamentalmente un creador escénico. No es director que utiliza maquinas ni siquiera las parrillas de una sala convencional de teatro. Lo suyo es un actor y el movimiento que él logre asignarle a sus tareas escénicas exteriores e interiores también, porque es de los que dirige actores o ayuda a que estos obtengan los personajes marcados. Logra materializar atmósferas con un mínimo de luces y compone escenas a partir del ritmo interno de textos y personajes. Sí se apuntala en las didascalias originales, pero las altera, las recrea o las mejora. Tiene un toque de gourmet, por así decirlo, para las rupturas de la situaciones, y consigue, siempre, un endemoniado ritmo escénico general, llegando incluso a exagerar con los desplazamientos veloces, cual si fuese un espectáculo eminentemente coreográfico. ¡Así está desarrollando su poética, que lo diferencia de los demás!
Es tal la frecuencia y el éxito de público con sus montajes, que críticos y colegas directores se han molestado públicamente porque exhibe màs de tres producciones al año, “cual si fuese un fabricante de salchichas”. Pero él no rechaza las ofertas que le hacen otras agrupaciones o actores, quienes lo buscan porque les gusta lo que él hace y porque demuestra calidad y, además, no hay otro como él para crear y conseguir un montaje màs que digno. ¡Todavía no le han propuesto escenificar la guía telefónica de Caracas, pero él no desecharía matar ese dinosaurio... si se lo ofrecen!
Ahora con Caricias, sin lugar a dudas es el màs depurado trabajo que le hayamos visto jamás, y dentro de la misma línea de creación que reveló cuando escenificó Hombres, en la temporada del 2000, Piñeres hace equilibro magistrales sobre la cuerda floja de un impactante teatro erótico -que no es teatro pornográfico-, de ese que además está dirigido a las libidos de espectadores y espectadoras, pero sin caer en los preciosismos estéticos de utilizar actores y actrices de fibrosos cuerpos y otros detalles visuales. Se atrevió además a mostrar una versión teatral de un texto que se llevó al cine, con gran factura, gracias al director Ventura Pons.
Este versión que Pîñeres parió del texto original permite ver a seis actores y cinco actrices, vestidos (o desvestidos en sus momentos) con interiores, pantaletas y sostenes blancos (de esos que no dejan nada a la imaginación de la audiencia), entregados a demostrar el valor y el placer de las caricias entre seres humanos, algunas cargadas de sensualidad y otras solamente el mero contacto físico afectuoso que dice mas que mil palabras. Son, como ya se ha dicho, 11 desconsolados y solitarios personajes diversos, habitantes de una urbe; atrapados por rutinas monótonas, anodinas, sin objetivos concretos, pero que no dejan de ser personas, con emociones en el closet o no descubiertas, con urgentes necesidades de amar, aunque sin saber cómo ni dónde ni con quien. “No es amor lo que buscan, necesariamente, el que se expresa a través del sexo, aunque también lo anhelan. Ni tiene por qué darse sólo entre hombres y mujeres. De hecho, puede ser el de madre o padre e hijo o hija, la amistad, el de hombre y hombre o mujer y mujer. Y, en algún caso, mezclar, sin nunca caer en la complacencia ni apuntar al escándalo, varios de los elementos en liza, incluido el incesto sugerido”.
Bien, todo eso, y mucho màs gracias a la calidez de los intérpretes criollos, se materializa en un cajón escénico a la italiana, todo vestido de blanco. Lo que ahí se muestra le revolverá el alma a cualquier espectador por la dureza de las palabras y por la violencia de las situaciones, pero no hay que olvidar que se trata de una representación teatral con jóvenes venezolanos que se han superado a si mismos y ellos también reclaman su derecho a exhibirse, tal como son, por dentro y por fuera.
No es,pues, un montaje artificioso, pero sí es un espectáculo netamente actoral, donde se logra no sólo desnudar la esencia de una realidad muy dura, pero a la vez muy cotidiana y natural, y mostrarla con una metáfora poética sobre la fragilidad de los seres humanos, especialmente cuando están desnudos y ante decenas de pares de ojos.
En este excelente espectáculo destacan: Alexander Rivera, Karen Ruìz, Moisés Berroterán, Javier De Vita, Rafael Marrero, Daniela D´Orazio, Cristina Klatt, Lilybell Trejo, Carlos Díaz, Morris Merentes y Yesenia Camacho.
En Caricias, para que quede claro, se habla sobre los valores familiares y sociales de nuestro tiempo. Es una feroz diatriba que parte desde la violencia doméstica, la pérdida de la juventud y de la inocencia y los sueños, los vuelcos que da el destino, el futuro de una sociedad sin valores, la falta de amor, la sexualidad sin cortapisas, la incomprensión y la desesperanza.
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