sábado, marzo 07, 2009

Edmond en la Caracas del siglo XXI

Mientras la Unión Europea (UE) lanza una nueva campaña contra la diferencia salarial entre mujeres y hombres, tras constatar que existe una brecha del 17,4% en los salarios por la misma actividad, porque insensibles patronos consideran que el trabajo de las féminas es menos valioso que el de los hombres, a pesar que laboran con frecuencia en sectores donde los sueldos son, en promedio, inferiores a aquellos en los que predominan los varones; aquí en Caracas una venezolana insiste, con su prolija tarea como directora teatral, en demostrar que la igualdad de los sexos, no solo es posible sino que incluso ellas sí pueden superar con sus realizaciones a sus colegas masculinos porque utilizan a fondo sus peculiares habilidades intelectuales para crear singulares eventos artísticos.
Ella es Melissa Wolf quien, apoyada por el Grupo Actoral 80 y el Celcit, ha montado Edmond de David Mamet (Chicago, Illinois, 30 de noviembre de 1947), alucinante y realista tragicomedia que exhibe en la Sala de Conciertos del Ateneo de Caracas, con la participación actoral de Juan Vicente Pérez, Mariana Gil, Ailed Silva, Claudio Laya, Jesús Cova, Luis Bisbal y Maikel J. Ortuño.
David Mamet, izquierdista y sucesor, para algunos, del legendario Arthur Miller, predica que el american dream puede matar o ser una fatalidad cuando no se cumple, y por eso propone Edmond, escrita en 1982 y llevada al cine en 2005 por director Stuart Gordon, como una aguda critica contra la sociedad estadounidense en particular y en general a todo el continente americano, donde cunde el aciago machismo, la torpe misoginia, la inmisericorde homofobia, el salvaje racismo, y un perenne rechazo violento contra todas aquellas manifestaciones de las conductas humanas que violenten en lo más mínimo a las pautas sociales establecidas. Es, pues, un alegado contra el conservadurismo o conservatismo profundo de una nación –nadie debe olvidar la película Secreto en la montaña de Ang Lee- y los hemisferios americanos, que en algunos aspectos puede ser muy liberal, pero en su todo es una falacia.
Y esa diatriba de Edmond contra el american dream y sus derivados se materializa en escena con la saga de un ejecutivo medio que, tras una crisis con su esposa, se lanza a la calle para vivir una desenfrenada “noche loca” en una ciudad convulsa. Visita a una quiromántica, que le advierte sobre los peligros que lo asechan, y en efecto en su nada organizado recorrido visita bares, va a un pornoshow para excitarse, sigue su atormentada ruta para que lo asalten y termina por conquistar a una mesonera, que lo lleva a su apartamento, copulan desesperadamente pero él la mata. Prosigue en su infernal peregrinar, cae preso, lo procesan y finaliza en una tétrica cárcel, donde su compañero de celda, un agresivo negro, lo seduce y lo viola…pero Edmond acepta ese tipo de relación que le ofrece tan aciaga circunstancia y su homofobia y racismo se transforman en otra cosa, haciendo realidad, en su propia carne, que “todo miedo oculta un deseo” y aquello que más había despreciado será por ahora su salvación o sobrevivencia.
Por supuesto, que Mamet no conoce otros hechos reales, más salvajes como lo teatralizado, ocurridos en otras urbes americanas, como aquí en Caracas, pero no hace falta. El espectador venezolano está curtido…pero aún no luce preparado para peripecias semejantes.
Solamente una mujer sensible y culta puede diseñar y obtener en escena un espectáculo tan peligroso y tan intenso como este Edmond caraqueño, logrado por Melissa Wolf con respeto hacia los actores y ante su asombrado público. Capta las esencias de cada una de las siniestras y rocambolescas situaciones y las logra materializar gracias al entusiasta elenco y las especiales performances de Juan Vicente Pérez (el protagonista) y de Maikel J. Ortuño, quien borda varios personajes, pero en especial crea al preso que desencadena o inicia otra historia.
Hay que resaltar el trabajo actoral en conjunto, su pasión para componer a sus patéticos personajes, que en ocasiones los devoran o los sobreactúan, pero es explicable por la poca experiencia y la presión del estreno. El ritmo del espectáculo, no apto para cardiópatas, es acelerado y violento pero con una cierta delicadeza que asombra, cual si fuese un guante de seda en un puño de hierro que golpea todo y hace sangrar hasta las almas de esos condenados seres.
Vellocinio de oro
Melissa Wolf debe insistir en su capacitación y experimentación con la dirección escénica. Este es su segundo trabajo de calidad, precedido por un delicioso montaje que logró con El cruce sobre el Niágara (2008), pero antes había mostrado un acertado Momentos (2006). Hay, pues, una directora en avanzado proceso de formación, una íntima tarea de sacrificio y mucho trabajo para alcanzar un elevado nivel artístico, esa especie de Vellocinio de Oro que quizás nunca se conquista. Pero es un aliciente para ella, en una sociedad similar a la de su Edmond teatral.


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