Lo
acompañé en su cena familiar del 24 de diciembre de 1992, durante la cual
recordó su viaje a Moscú y a otras ciudades rusas. La última vez que hablamos
fue por teléfono, ese, 6 de enero de 1993, había publicado una crónica donde
exaltaba su labor a lo largo del año anterior, aquel inolvidable 1992, cuando
el teatro había humedecido la pólvora de la guerra civil y silenciado los Golpes
de Estado. Su hermana, Ana, llamó a mi apartamento para decir que Carlos Giménez pasaría a la bocina, pero…ya
estaba afásico y por eso dijo, a pesar
de todo, tras una dura lucha para coordinar pensamiento y palabra: gracias…tío. Nunca más hablamos ni nos
volvimos a ver.
Todo
había comenzado durante la mañana de un luminoso día de pago, 15 o 31, no puedo
precisar el mes, pero seguro estoy que ocurrió antes de mayo de 1970.Él entró
al halla del edificio Santa Rosa –que se erguía diagonal a la actual Casa del
Artista- en la calle Real de Quebrada Honda, donde funcionaba la redacción y
talleres del diario La Verdad, y
preguntó por las columnistas Nené Arenas y Sofía Imber.
-Traigo
unas gacetillas para ellas.
Lo
miré de arriba abajo, mientras me embolsillaba presuroso unas 600 bolívares de esa quincena que había
recibido ahí mismo, frente a una modesta taquilla de “caja”. Él vestía unos raídos
jeans y una manchada franela, estaba montado en unas sandalias algo estropeadas.
Y yo estrena mi primer traje comprado en Caracas, elaborado en una tela gris
que extrañamente me picaba en las piernas.
Vaya-
dije para mí- he aquí una hippie trasnochado buscando a esas periodista
culturales, a quienes precisamente nunca les veía sus caras.
Volvió a preguntar y ante su cortés insistencia opté
por atenderlo y decirle que “no trabajaban en la redacción, son colaboradoras,
envían sus crónicas con el mensajero, pero puedo recibir estas notas de prensa
y se las haré llegar en el momento oportuno”.
Él
se río, y ripostó, con un mareante acento argentino:
¿Tú
eres colombiano?
-Sí,
¿por qué?
-¡Vaya!,
no te molestes, vos tenés un bonito país, el año pasado estuvimos allá y nos
fue muy bien, soy Carlos Giménez, director de teatro, a tus órdenes.
En
verdad que ese argentino me desarmó y hasta me cayó bien. Lo hice seguir a la
oficina de cables internacionales de La
Verdad, donde al llegar le dije: aquí
trabajo desde 1969 y además hago una página, todos los lunes, sobre las
actividades culturales del domingo.
La
conversación giró sobre esa, su segunda visita, a caracas para instalarse a
trabajar en el Ateneo de Caracas, donde, durante el diciembre anterior había
realizado una temporada con su grupo El Juglar de Córdoba, mostrando tres
obras: una de Federico García Lorca, otra de Eugene Ionesco y una de Fernando
Arrabal.
-¿Y
cómo les fue con la crítica?, pregunté.
.Nos
fue bien, ¿sabes?, nos escribieron cositas lindas-¿Y tú por que no escribes
sobre teatro en vez de esa artes plásticas y de todas esas feas exposiciones de
arte popular, de esas pinturas de domingo?
-No sé,
esto es lo que aquí quieren, porque así lo hacen en los otros periódicos, y yo recién
empiezo: todavía no conozco el terreno, aquí las cosas no son tan fáciles para
los colombianos, como me le enseñó mi jefe, un generoso chileno, Rafael Fuentes
Plaza. ¿No te parece a ti?
-No
colombianito, esa es una excusa, tienes que escribir sobre el teatro, eso si hace
falta aquí; se necesitan periodistas de teatro y, por supuesto críticos. Y
perdona que te haga esta propuesta, pero es que aquí no son muy claras las
cosas en la prensa cultural. No lo entiendo.
Quedé
impresionado por la claridad que tenía ese teatrero sobre lo que podía hacer
con la prensa y hasta llegué a darle, internamente, la razón.
Me
entregó una copia de gacetillas que dejaba para Imber y Arenas y se marchó,
tras reiterar que me esperaba ese domingo en la sala Metropolitana del Parque Recreacional
El Conde, ubicado frente los edificios de Parque Central, al cual para ese entonces
le construían su primera etapa con miras a cambiarle la forma de vivir al
caraqueño.
La
invitación del desconocido Carlos Giménez era para ver el espectáculo Hecho y rehecho, un unipersonal de otro
argentino, su amigo Héctor Clotet, quien le acompañó durante varios años en su
aventura venezolana.
Después
de aquí sigo para Europa, vos verás, dijo en el portal de La Verdad. Tenía un ensayo y debía enseñar con el ejemplo, como
siempre fue su lema.
Nadie
podía vislumbrar lo que se fraguaba en aquel lejano 1970. Ambos éramos
inmigrantes. Ni él ni yo podíamos vislumbrar
lo que estábamos construyendo minuto a minuto.
Me
hice periodista cultural y afronté la crítica teatral con mis propios métodos.
E n los años 80 lo salvé del "destierro", de la ruina de Rajatabla, con
una campaña desde El diario de Caracas,
Había caído en desgracia por “El Macondázo”, desagradable incidente verbal, cosa
muy frecuente en él, ante las mujeres de la familia Otero. En otra ocasión, el
mismo Herman Lejter -¿Quién lo puede creer ahora?-hizo de “puente de plata”
para suavizar el encono que yo tenía con ese atropellador argentino.
´Él y
yo siempre vivíamos en aceras paralelas, pero en múltiples ocasiones chocábamos
violentamente para después separarnos de nuevo. Nos respetamos siempre e
incluso me obligó a que respetara a los demás. Nuestras grandes peleas fueron
porque me excedía en el uso de la palabra
escrita y provocaba llegas en el alma de “esos artistas que se equivocaron sin pretender
hacerlo”.
“Moderato…colombiano
insensato…te van a matar…no ves que los estás enterrando en vida…déjalos que se
mueran solitos”, nos decía por teléfono o en persona, tras acompañarlo en una
cena o en la barra de algún bar de Sabana Grande.
Él creció
de gran manera. Adquirió muchísimo poder a consecuencia de su talento artístico
y habilidad gerencial. Se hizo tan venezolano que durante años fue “El Gran
Cacique” o “El ministro del teatro”. Cosechó la consecuencia de sus éxitos, de
su tesonera labor para crear un grupo, llevarlo por el mundo entero y traer
preseas nunca antes vistas para las artes criollas. Al mismo tiempo inicio el experimento
de los festivales internacionales para descubrir el teatro a miles y miles de
ciudadanos. Y por si fuera poco incitó al cambio de las caducas estructuras del
teatro criollo, tanto en lo estético, como en lo educativo y además en su organización
grupal. Creó asociaciones, invento premios, renovó estilos, lanzo proyectos y
dejo que mucha gente se ganara su comida, mientras a otras le enseño a soñar.
Escindió la historia del teatro en un antes y un después de su peregrinar.
Hasta
que un día cualquiera, en medio de la
aterradora soledad de los creadores, un abrazo de amor le puso una pesada y angustiosa
ancla para detener su fulgurante carrera
y obligarlo a luchar por la cura de sus dolencias corporales... y del alma también.
Murió aquel 28 de marzo de 1993.
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