Sus familias, la sanguínea y la elegida, le habrían organizando unas verdaderas fiestas patronales para festejarle, el pasado 11 de enero, sus 73 años y él además, estamos seguros, habría culminado y estrenado, para la fecha, unas cinco comedias más a las que hizo conocer en la década de los 90: Los hombros de América, Todos los hombres son mortales, según Simone de Beauvoir, ¡Y las mujeres también! y ¡Qué me llamen loca!
Pero él se marchó, por su propia voluntad, el 19 de octubre de 1996, dejando el misterio de una quinta pieza, Amor loco, que nadie sabe por dónde anda ni donde está ni que ocurrió con ella, con lo cual su legado dramatúrgico para los venezolanos quedó abierto, a la espera de que algún día aparezca y se puedan ponderar sus consejos sobre ese sentimiento que fue su norte vital hasta que lo pudo controlar.
Evocamos, pues, al actor y comediógrafo Fausto Verdial, de quien precisamente se está representado en la Sala Corp Group, su ópera prima y la más emblemática de precisa producción, Los hombros de América, una plausible producción del grupo Teatral, acertadamente dirigida por Héctor Manrique y con las precisas actuaciones de Alejo Felipe, Juan Manuel Montesinos, Tania Sarabia, Gledys Ibarra, Maritza Román y Héctor Palma.
Los hombros de América, estrenada el 19 de julio de 1991 en el Teatro Las Palmas, era una pieza nostálgica, como la personalidad de su autor, sobre aquellos exiliados republicanos que detuvieron sus vidas a la espera de que el general Francisco Franco perdiera la suya, porque pretendían regresar a España para reiniciar sus periplos existenciales, cosa absurda además, que nunca pudieron hacer, ya que el dictador se marchó y sus rivales tuvieron que aceptar que habían perdido el tiempo y que había sido tonta esa espera.
Inicialmente, a Los hombros de América se le podía tomar como una comedia para tomarle al pelo a los irreductibles antifranquistas, pero un mínimo análisis de sus contenidos la hace crecer y mostrarse en toda su grandeza. De lo anecdótico salta a lo trascendental, de lo particular se crece a lo general. Era y sigue siendo un texto aleccionador, sí, porque ahí se alude a un tema crítico y amenazante para la libertad humana, como es la condena al ostracismo que se dicta contra el exiliado, y es algo más que todo eso: es el eterno interrogante que se hace el hombre consciente sobre el origen y destino de su vida, la razón o la sinrazón de la vida humana como tal. No sabemos si Verdial la escribió en uno de sus tantos días depresivos, o simplemente hizo de amanuense para que por intermedio de él los venezolanos encontraran una y mil metáforas, precisamente en un país donde históricamente los gobernantes autócratas le frustraron la vida a miles de criollos, o los lanzaron al destierro sin fecha de retorno, o los llevaron a la tumba antes de tiempo y de paso desgraciaron a sus familiares. ¡Especie de mito de Sísifo!
Vimos el estreno de Los hombros de América y sus posteriores reposiciones porque nos ha interesado ponderar la conducta de los espectadores venezolanos que se identifican de entrada con la cotidianidad de sus personajes, sus problemas y la omnipresencia del Poder que lo impone o lo frustra todo. El público ríe donde debe y se le llena de mariposas el estómago cuando la parejita joven se la juega para ser felices por encima de las conveniencias y se burla de las necedades de los adultos que no quieren comprender que la vida no termina antes del último out y que por lo tanto no se puede claudicar en el primer inning... que hay que seguir viviendo hasta que todo concluya, luchando para hacer de la vida una larga fiesta o un camino con flores o unas cuantas espinas.
Para esta reposición, el director Manrique se apoyó en las dotes naturales de sus actores, especialmente en Alejo, Juan Manuel y en la gran cómica que es Tania, pero cuidó el trabajo de Gledys, verdadera revelación como actriz de teatro, y la tierna parejita que materializan Héctor y Maritza. La función de estreno nos pareció descontrolada en los cambios de escena, al parecer por el natural nerviosismo, pero en las funciones posteriores deben haber logrado el ajuste indispensable con el tiempo escénico, para no agotar así a los actores ni al público con un espectáculo cercano a las dos horas.
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