Aquí en Venezuela se escenificaron algunas de sus piezas para el público infantil. Y el teatrero argentino-venezolano Aníbal Grunn tiene dos espectáculos construidos a partir de sus poemas y canciones. Ella era y será siempre María Elena Walsh aunque se haya marchado. El 1 de febrero habría cumplido 81 años. Dejó amplio y valioso legado para la cultura argentina y latinoamericana como poetisa, escritora, música, cantautora, dramaturga y compositora. Pero además vivió como quiso y como se lo dictó su corazón. Nunca ocultó amores y para que nadie dudara quien era su amada, lo dejó escrito en una de sus novelas.
Gracias a los reporteros y columnistas de los diarios Clarín y Página 12 hemos elaborado esta crónica que rescata un poco de su historia como aguerrida intelectual y también su valentía para asumir ante la sociedad su conducta íntima y quitarle así peso o verdad difamante al maldito chisme o al que dirán.
Se ha dicho que la galería de personajes creados por Walsh acompañó a varias generaciones de argentinos desde hace más de 60 años. Publicó su primer libro cuando apenas tenía 17 años y le faltaba poco para terminar sus estudios en la Escuela Nacional de Bellas Artes. Ese Otoño imperdonable fue el primero de muchos hitos. En los 50 lanzó Baladas con Ángel y se autoexilió en París. Por esa época comenzó a escribir versos para niños.
Ella se autodefinía como cupletista, en referencia a "las mujeres con hermosos vestidos fruncidos y con volados que cantaban canciones populares y también picarescas". Podía pasar sin problemas del folclore al jazz o el tango. Y le aportó lo suyo a la canción de protesta: desde su gran clásico "La Cigarra", convertido en un himno de resistencia contra la dictadura hasta 1983, hasta una mirada hacia la inmigración como "Zamba de Pepe".
En el catálogo de obras imperecederas para el público infantil están Doña Disparate y Bambuco. Y los libros El reino del revés, Cuentopos de Gulubú, Hecho a mano y Juguemos en el mundo, Tutú Maramba, Zoo Loco, Dailan Kifki y Novios de Antaño.
Su obra no se limitó al universo de los niños. En la década del 60, por ejemplo, estrenó en el Teatro San Martín, nada menos, Canciones para mirar, que luego fue grabada en disco. Y en 1979, en plena dictadura militar, la edición de Desventuras en el País-Jardín de Infantes puso en palabras lo que muchos otros no se atrevían siquiera a pensar.
Entrevista final
Era mujer con sus cinco letras bien repletas de amor y carácter. Y por eso nunca dudo en asumir que había vivido con la fotógrafa Sara Facio una historia de un amor, como no hubo otro igual. Una vida compartida. Una elección que jamás ameritó que nadie explicara nada. Se mostraban juntas cuando querían, como querían. Se querían. Sesenta años de conocidas, más de 30 de convivencia.
Y fue María Elena quien, hace poco más de dos años, decidió correrle el velo a la relación, más en un gesto de compartir que de develar, casi un agradecimiento a voces por la lealtad y el cuidado de los últimos años. O simplemente por tanto amor. Y entonces escribió en su novela autobiográfica, Fantasmas en el parque -su último libro, publicado en 2008-, que la fotógrafa era “ese amor que no se desgasta, sino que se transforma en perfecta compañía”.
La confirmación, de puño y letra, provocó un movimiento en el medio cultural argentino, generado sin embargo lejos de la provocación. Y la llevó a tener que hablar sobre el tema en entrevistas previas y posteriores al lanzamiento del libro, con el peso de cuánto ella detestaba dar entrevistas. Y hacer pública su vida privada.
No solía hacerlo ni una ni la otra. Se sabía que vivían juntas en un precioso departamento de Barrio Norte, en el que oficiaban de grandes anfitrionas, rodeadas de los libros de una, de las imágenes de la otra. Y casi como una amalgama perfecta de las dos cosas, ahí estaba, está, Retrato(s) de una artista libre, el libro que editó Facio sobre su compañera, ésa a la que sólo ella sabía -o podía, en una especie de condición aceptada- retratar. Un síntoma del cuidado del otro, sin más palabras que el silencio de una foto. O lo mucho que dice una foto.
“Ella es más que una parte de mi vida. Todo en ella es poesía, hasta cuando habla es poesía, es de una ocurrencia sin parangón. Como artista creo que es un ser único”, escribió Facio el año pasado, a pedido de Clarín (publicado el 31 de enero), a cuento de los 80 años que estaba por cumplir María Elena. Y compartió, a modo de testigo de su cotidianidad, que “tiene momentos melancólicos, que son parte una personalidad sensible, pero vive leyendo y escuchando música, desde que se levanta hasta que se acuesta (...) Siempre fue muy ajena al autobombo. Es la única persona que conozco de todas las esferas del arte a la que no le gusta promocionarse. Me costó mucho trabajo convencerla para hacer su biografía fotográfica”.
Honda conocedora del juego de las palabras, María Elena se ufanaba, como en una sutil carta de presentación, de que “el secreto es un estilo”. Y se definía como “inglesa y pudorosa”, secretos y pudores que uno sólo comparte con alguien que es mucho más que un cónyuge.
El excelente periódico Pagina 12 republicó una entrevista que le habían hecho año atrás. He aquí lo que hemos editado
-¿Y por qué creés que quienes han escrito sobre tu vida han sido tan pudorosos a la hora de hablar de tus amores?
–Porque es una actitud mía que se contagia. A mí no me gusta hablar no sólo de mis amores sino de cualquier otro tema personal o íntimo. Soy una persona pudorosa, muy inglesa, y por eso hay cosas de las que no se habla.
–Pero en “Fantasmas en el parque” confesás que Sara Facio es tu gran amor y lo hacés en el marco de una conversación en la que alguien habla de ustedes como si fueran hermanas. ¿Por qué pensás que sigue siendo tan común confundir con otra cosa el amor entre mujeres?
–Porque es un gran tabú que todavía existe. El amor entre hombres está más liberado, porque ellos son piolas y liberan todo en su favor, pero a las mujeres nos cuesta más, y cuando nos sancionan nos dan con todo. Con la desaparición pública, por ejemplo. Aunque yo no veo mal mantener allí una cuota de secreto. No creo que haya que andar ventilando las cuestiones íntimas o hacer de la sexualidad una pancarta. Me gusta lo secreto, la cosa ambigua, porque también es una forma estética de mantener un estilo de vida y un estilo de escritura.
–Si pensamos en escritoras como Silvina Ocampo o Alejandra Pizarnik, cuyos diarios fueron prácticamente expurgados de todo contenido homosexual cuando salieron a la luz, está claro que ese tabú aún impera...
–Sí, por supuesto. Y más si se trata de una obra de características tan particulares como son los diarios de una escritora, que en el caso de Pizarnik cayeron en manos de un pariente que no quiso saber nada con que su sexualidad quedara expuesta. Era obvio que los iban a censurar. ¡Si hasta tienen terror de mencionar el tema! Pero una cosa es el pánico homosexual y esa forma terrible de discriminación que es la censura, y otra muy distinta el silencio y la reserva asumidos voluntariamente. En este sentido, creo que las mujeres seguimos siendo poco perdonadas. Si no decime cuántos no verían con malos ojos que una mujer se niegue a la maternidad y diga: “Me revienta ser madre y tener hijos”. La verdad, muy pocos. Y ahí es donde se nota que en nuestro país no ha habido feminismo. O que si lo ha habido, ha sido una versión tímida, blandengue, autoencerrada por miedo, por pudor, por lo que sea. En países donde existió y existe el feminismo, se habla de estos temas con mucha más franqueza. Y en la Argentina, mal que nos pese, aún estamos lejos de arriar la bandera del machismo.
Cuando en el país le llegó el turno al general Perón, María Elena ya era una poeta de renombre y sus textos aparecían en las páginas del suplemento cultural de La Nación y en la revista El Hogar. A los 17 años había ganado el Segundo Premio Municipal de Poesía (le dijeron que era demasiado joven para darle el primero), y en 1947 había publicado su primer poemario, Otoño imperdonable, autofinanciado con lo que ella extrajo de “una alcancía en forma de libro donde mis padres me habían ahorrado monedas y billetitos”. Ese primer libro fue celebrado nada menos que por Pablo Neruda y Juan Ramón Jiménez, que de paso por Buenos Aires la invitó a quedarse en su casa de Maryland, en los Estados Unidos, donde le oficiaría de maestro. De vuelta de ese viaje, en donde alcanzó a visitar a Ezra Pound en el hospicio y tuvo que padecer el mal genio de Juan Ramón, a pesar de lo que éste la ayudó a mejorar su poesía, María Elena aterrizó en plena efervescencia peronista, con las caras de Evita y Perón hasta en la sopa. Y ese clima, que ella juzgó dictatorial, poco a poco se le hizo irrespirable.
Como una paloma blanca que traía en su pico una ramita de olivo, en 1951 una carta de otra poeta, Leda Valladares, por entonces desterrada en Costa Rica, le cayó con una invitación a seguirla en su aventura. Y M. E. W., cansada de lidiar con los celos de sus pares y de no hallar su lugar en el mundo, decidió volver a partir desoyendo los rezongos de su madre. Leda y María Elena se encontraron en Panamá y desde allí se embarcaron rumbo a Europa en el Reina del Pacífico, barco cuyos días y noches fueron testigos de los primeros pasos de M. E. W. como cantante. A bordo, ella probó su voz en zambas de Yupanqui y los Hermanos Abalos, en chacareras, bagualas y vidalitas anónimas, al son de los instrumentos que Leda llevaba consigo a todas partes. (...)
“París era no sólo la universidad de los jóvenes, sino la ruta a la libertad individual, a los amores extraídos del almario (digo bien, almario, con palabra de Lope)”, leemos en Fantasmas en el parque. “París era la libertad; la libertad con todo lo que esa palabra significa”, amplía una María Elena a la que recordar aquellos tiempos le ilumina el rostro. “Además pensá que acá había dos presiones muy grandes para cualquier joven, y más para una chica: una era la familiar, y la otra la de la sociedad en que vivíamos. Estábamos en una dictadura donde la Iglesia tenía como siempre una pata metida, y era lógico que una se sintiera presionada por todos lados. Y en París, que ni idea de estas cosas, una podía hacer eclosión en lo artístico y en lo personal porque la mentalidad era otra. No en vano los artistas siempre fueron a buscar libertad a París. Algo en lo que hubo siempre una cuota no menor de indiferencia, porque si allí te dejan libre es porque no te ven ni les importás. Ese era un pequeño precio que había que pagar, y que a mí no me costó en lo más mínimo.”
–Igualmente ese anonimato total en París no les duró mucho. Y cuando volvieron a la Argentina directamente se esfumó, porque enseguida se convirtieron en protagonistas de esa enorme renovación del folclore argentino que tuvo lugar a comienzos de los ’60. ¿Te produce nostalgia el idealismo de esos años?
–No. En general, no soy dada a la nostalgia. Lo único que me produce nostalgia es no poder vivir en un mundo un poquito menos poblado, donde no todo sea multitudes y empujones. Pero de eso en especial no tengo nostalgia, porque siempre contradije la ocurrencia de que con la poesía o con el arte o las letras de las canciones se podía modificar a las personas, inculcarles algo, ser docentes. Nunca me sentí atraída por ideas como ésa. Y eso se ve en mis trabajos para chicos, en donde alcanza con usar un lenguaje rico y que los versos estén bien medidos para cumplir con la “docencia”. Nunca pensé que hiciera falta agregar moraleja al final de una canción ni decirles a los nenes que se porten bien. Nunca me interesó ponerme en el papel de madre. (...)
– ¿Y por qué dejaste de componer canciones?
–Porque me pareció que era una etapa terminada y me di cuenta de que trabajaba por etapas. Y porque me dio miedo estirar lo de los chicos y terminar estropeándolo. Después me pasó lo mismo con las otras canciones, las canciones para adultos. Eran etapas, series de cosas para hacer y no para dilatar más de la cuenta. De hecho, yo tenía el ejemplo de artistas que iban estirando su obra, que la iban repitiendo con escasas variaciones, y eso me parecía empobrecedor y facilista. Además, se venía una censura tremenda. Fue en julio de 1978, si mal no recuerdo, que decidí no seguir componiendo ni cantar más en público. Y eso fue el fin de una serie de cosas que habían ido limitando mi libertad de expresión y la de tantos otros. Como el día en que iba a venir a verme el general Videla y alguien me hizo llegar una amenazadora sugerencia: “Mire que hoy viene el general, no cante tal canción, ¿estamos?”. Pero a decir verdad no recuerdo haberlo visto, creo que al final no fue, pero sí que habían preparado toda la mise en scène por si llegaba... Todo eso fue antes del golpe. El era comandante de las Fuerzas Armadas, y entonces capaz que ni se le cruzaba por la cabeza llegar a presidente. Aunque, si te digo algo, yo ya lo veía venir nada más que por la pinta.
Además de su costado cascarrabias, en más de una oportunidad María Elena Walsh asumió su temperamento melancólico y cierta inclinación a pensar en la muerte. “Esa tendencia depresiva que tengo va y viene –decía en una entrevista–. A veces la gente no entiende eso. Que una escriba para chicos y sea así. Pero también se espera que los cómicos sean gente divertida. Y yo he conocido a varios de los grandes cómicos y eran amargos y malhumorados y deprimidos.”
Fantasmas en el parque es un libro sobre la vejez y la muerte. Un libro que ella aceptó haber escrito al abrigo de esos pensamientos taciturnos que tantas veces ha tenido. “La muerte sobrevuela sus páginas como un gran pajarraco –dice con el tono que acaso le pondría a la primera frase de un cuento de misterio–. Y eso me hace recordar una película de Leonardo Favio, que no sé si viste o si se vio, porque él un día me la trajo a casa, en la que aparece un pajarraco enorme, feísimo, que da mucho miedo, y que si algo queda claro es que nos va a comer a todos. Bueno, eso es. Eso está en el libro.”
– ¿Cuánto de dicha y cuánto de infortunio ha implicado envejecer, en tu caso?
–La dicha reside en que uno se va desprendiendo de ciertas responsabilidades, de ciertas presiones, de ciertas angustias. Y el infortunio es la semiinmovilidad, en mi caso, que es lo que me tiene más loca, y también el dolor. El dolor físico es terrible. Más allá de que ahora existen muchos paliativos. De hecho, a mí me están dando un calmante que no sé bien qué es pero que hace que no me esté quejando todo el tiempo.
– ¿Qué sentimientos te despierta la palabra póstumo?
–Es como una burla. Creo que lo póstumo, si uno lo piensa en función de su propia posteridad, es una especie de chiste. Pero en otro sentido pienso que es una palabra simpática, porque hay mucha obra póstuma por la que hemos conocido a grandes autores o artistas. No sé... quizás es una palabra que a esta altura debería estudiar un poco.
– ¿Y cómo te gustaría que te recordaran?
–Como alguien que quería dar alegría a los demás, aunque no le saliera siempre.
Gracias a los reporteros y columnistas de los diarios Clarín y Página 12 hemos elaborado esta crónica que rescata un poco de su historia como aguerrida intelectual y también su valentía para asumir ante la sociedad su conducta íntima y quitarle así peso o verdad difamante al maldito chisme o al que dirán.
Se ha dicho que la galería de personajes creados por Walsh acompañó a varias generaciones de argentinos desde hace más de 60 años. Publicó su primer libro cuando apenas tenía 17 años y le faltaba poco para terminar sus estudios en la Escuela Nacional de Bellas Artes. Ese Otoño imperdonable fue el primero de muchos hitos. En los 50 lanzó Baladas con Ángel y se autoexilió en París. Por esa época comenzó a escribir versos para niños.
Ella se autodefinía como cupletista, en referencia a "las mujeres con hermosos vestidos fruncidos y con volados que cantaban canciones populares y también picarescas". Podía pasar sin problemas del folclore al jazz o el tango. Y le aportó lo suyo a la canción de protesta: desde su gran clásico "La Cigarra", convertido en un himno de resistencia contra la dictadura hasta 1983, hasta una mirada hacia la inmigración como "Zamba de Pepe".
En el catálogo de obras imperecederas para el público infantil están Doña Disparate y Bambuco. Y los libros El reino del revés, Cuentopos de Gulubú, Hecho a mano y Juguemos en el mundo, Tutú Maramba, Zoo Loco, Dailan Kifki y Novios de Antaño.
Su obra no se limitó al universo de los niños. En la década del 60, por ejemplo, estrenó en el Teatro San Martín, nada menos, Canciones para mirar, que luego fue grabada en disco. Y en 1979, en plena dictadura militar, la edición de Desventuras en el País-Jardín de Infantes puso en palabras lo que muchos otros no se atrevían siquiera a pensar.
Entrevista final
Era mujer con sus cinco letras bien repletas de amor y carácter. Y por eso nunca dudo en asumir que había vivido con la fotógrafa Sara Facio una historia de un amor, como no hubo otro igual. Una vida compartida. Una elección que jamás ameritó que nadie explicara nada. Se mostraban juntas cuando querían, como querían. Se querían. Sesenta años de conocidas, más de 30 de convivencia.
Y fue María Elena quien, hace poco más de dos años, decidió correrle el velo a la relación, más en un gesto de compartir que de develar, casi un agradecimiento a voces por la lealtad y el cuidado de los últimos años. O simplemente por tanto amor. Y entonces escribió en su novela autobiográfica, Fantasmas en el parque -su último libro, publicado en 2008-, que la fotógrafa era “ese amor que no se desgasta, sino que se transforma en perfecta compañía”.
La confirmación, de puño y letra, provocó un movimiento en el medio cultural argentino, generado sin embargo lejos de la provocación. Y la llevó a tener que hablar sobre el tema en entrevistas previas y posteriores al lanzamiento del libro, con el peso de cuánto ella detestaba dar entrevistas. Y hacer pública su vida privada.
No solía hacerlo ni una ni la otra. Se sabía que vivían juntas en un precioso departamento de Barrio Norte, en el que oficiaban de grandes anfitrionas, rodeadas de los libros de una, de las imágenes de la otra. Y casi como una amalgama perfecta de las dos cosas, ahí estaba, está, Retrato(s) de una artista libre, el libro que editó Facio sobre su compañera, ésa a la que sólo ella sabía -o podía, en una especie de condición aceptada- retratar. Un síntoma del cuidado del otro, sin más palabras que el silencio de una foto. O lo mucho que dice una foto.
“Ella es más que una parte de mi vida. Todo en ella es poesía, hasta cuando habla es poesía, es de una ocurrencia sin parangón. Como artista creo que es un ser único”, escribió Facio el año pasado, a pedido de Clarín (publicado el 31 de enero), a cuento de los 80 años que estaba por cumplir María Elena. Y compartió, a modo de testigo de su cotidianidad, que “tiene momentos melancólicos, que son parte una personalidad sensible, pero vive leyendo y escuchando música, desde que se levanta hasta que se acuesta (...) Siempre fue muy ajena al autobombo. Es la única persona que conozco de todas las esferas del arte a la que no le gusta promocionarse. Me costó mucho trabajo convencerla para hacer su biografía fotográfica”.
Honda conocedora del juego de las palabras, María Elena se ufanaba, como en una sutil carta de presentación, de que “el secreto es un estilo”. Y se definía como “inglesa y pudorosa”, secretos y pudores que uno sólo comparte con alguien que es mucho más que un cónyuge.
El excelente periódico Pagina 12 republicó una entrevista que le habían hecho año atrás. He aquí lo que hemos editado
-¿Y por qué creés que quienes han escrito sobre tu vida han sido tan pudorosos a la hora de hablar de tus amores?
–Porque es una actitud mía que se contagia. A mí no me gusta hablar no sólo de mis amores sino de cualquier otro tema personal o íntimo. Soy una persona pudorosa, muy inglesa, y por eso hay cosas de las que no se habla.
–Pero en “Fantasmas en el parque” confesás que Sara Facio es tu gran amor y lo hacés en el marco de una conversación en la que alguien habla de ustedes como si fueran hermanas. ¿Por qué pensás que sigue siendo tan común confundir con otra cosa el amor entre mujeres?
–Porque es un gran tabú que todavía existe. El amor entre hombres está más liberado, porque ellos son piolas y liberan todo en su favor, pero a las mujeres nos cuesta más, y cuando nos sancionan nos dan con todo. Con la desaparición pública, por ejemplo. Aunque yo no veo mal mantener allí una cuota de secreto. No creo que haya que andar ventilando las cuestiones íntimas o hacer de la sexualidad una pancarta. Me gusta lo secreto, la cosa ambigua, porque también es una forma estética de mantener un estilo de vida y un estilo de escritura.
–Si pensamos en escritoras como Silvina Ocampo o Alejandra Pizarnik, cuyos diarios fueron prácticamente expurgados de todo contenido homosexual cuando salieron a la luz, está claro que ese tabú aún impera...
–Sí, por supuesto. Y más si se trata de una obra de características tan particulares como son los diarios de una escritora, que en el caso de Pizarnik cayeron en manos de un pariente que no quiso saber nada con que su sexualidad quedara expuesta. Era obvio que los iban a censurar. ¡Si hasta tienen terror de mencionar el tema! Pero una cosa es el pánico homosexual y esa forma terrible de discriminación que es la censura, y otra muy distinta el silencio y la reserva asumidos voluntariamente. En este sentido, creo que las mujeres seguimos siendo poco perdonadas. Si no decime cuántos no verían con malos ojos que una mujer se niegue a la maternidad y diga: “Me revienta ser madre y tener hijos”. La verdad, muy pocos. Y ahí es donde se nota que en nuestro país no ha habido feminismo. O que si lo ha habido, ha sido una versión tímida, blandengue, autoencerrada por miedo, por pudor, por lo que sea. En países donde existió y existe el feminismo, se habla de estos temas con mucha más franqueza. Y en la Argentina, mal que nos pese, aún estamos lejos de arriar la bandera del machismo.
Cuando en el país le llegó el turno al general Perón, María Elena ya era una poeta de renombre y sus textos aparecían en las páginas del suplemento cultural de La Nación y en la revista El Hogar. A los 17 años había ganado el Segundo Premio Municipal de Poesía (le dijeron que era demasiado joven para darle el primero), y en 1947 había publicado su primer poemario, Otoño imperdonable, autofinanciado con lo que ella extrajo de “una alcancía en forma de libro donde mis padres me habían ahorrado monedas y billetitos”. Ese primer libro fue celebrado nada menos que por Pablo Neruda y Juan Ramón Jiménez, que de paso por Buenos Aires la invitó a quedarse en su casa de Maryland, en los Estados Unidos, donde le oficiaría de maestro. De vuelta de ese viaje, en donde alcanzó a visitar a Ezra Pound en el hospicio y tuvo que padecer el mal genio de Juan Ramón, a pesar de lo que éste la ayudó a mejorar su poesía, María Elena aterrizó en plena efervescencia peronista, con las caras de Evita y Perón hasta en la sopa. Y ese clima, que ella juzgó dictatorial, poco a poco se le hizo irrespirable.
Como una paloma blanca que traía en su pico una ramita de olivo, en 1951 una carta de otra poeta, Leda Valladares, por entonces desterrada en Costa Rica, le cayó con una invitación a seguirla en su aventura. Y M. E. W., cansada de lidiar con los celos de sus pares y de no hallar su lugar en el mundo, decidió volver a partir desoyendo los rezongos de su madre. Leda y María Elena se encontraron en Panamá y desde allí se embarcaron rumbo a Europa en el Reina del Pacífico, barco cuyos días y noches fueron testigos de los primeros pasos de M. E. W. como cantante. A bordo, ella probó su voz en zambas de Yupanqui y los Hermanos Abalos, en chacareras, bagualas y vidalitas anónimas, al son de los instrumentos que Leda llevaba consigo a todas partes. (...)
“París era no sólo la universidad de los jóvenes, sino la ruta a la libertad individual, a los amores extraídos del almario (digo bien, almario, con palabra de Lope)”, leemos en Fantasmas en el parque. “París era la libertad; la libertad con todo lo que esa palabra significa”, amplía una María Elena a la que recordar aquellos tiempos le ilumina el rostro. “Además pensá que acá había dos presiones muy grandes para cualquier joven, y más para una chica: una era la familiar, y la otra la de la sociedad en que vivíamos. Estábamos en una dictadura donde la Iglesia tenía como siempre una pata metida, y era lógico que una se sintiera presionada por todos lados. Y en París, que ni idea de estas cosas, una podía hacer eclosión en lo artístico y en lo personal porque la mentalidad era otra. No en vano los artistas siempre fueron a buscar libertad a París. Algo en lo que hubo siempre una cuota no menor de indiferencia, porque si allí te dejan libre es porque no te ven ni les importás. Ese era un pequeño precio que había que pagar, y que a mí no me costó en lo más mínimo.”
–Igualmente ese anonimato total en París no les duró mucho. Y cuando volvieron a la Argentina directamente se esfumó, porque enseguida se convirtieron en protagonistas de esa enorme renovación del folclore argentino que tuvo lugar a comienzos de los ’60. ¿Te produce nostalgia el idealismo de esos años?
–No. En general, no soy dada a la nostalgia. Lo único que me produce nostalgia es no poder vivir en un mundo un poquito menos poblado, donde no todo sea multitudes y empujones. Pero de eso en especial no tengo nostalgia, porque siempre contradije la ocurrencia de que con la poesía o con el arte o las letras de las canciones se podía modificar a las personas, inculcarles algo, ser docentes. Nunca me sentí atraída por ideas como ésa. Y eso se ve en mis trabajos para chicos, en donde alcanza con usar un lenguaje rico y que los versos estén bien medidos para cumplir con la “docencia”. Nunca pensé que hiciera falta agregar moraleja al final de una canción ni decirles a los nenes que se porten bien. Nunca me interesó ponerme en el papel de madre. (...)
– ¿Y por qué dejaste de componer canciones?
–Porque me pareció que era una etapa terminada y me di cuenta de que trabajaba por etapas. Y porque me dio miedo estirar lo de los chicos y terminar estropeándolo. Después me pasó lo mismo con las otras canciones, las canciones para adultos. Eran etapas, series de cosas para hacer y no para dilatar más de la cuenta. De hecho, yo tenía el ejemplo de artistas que iban estirando su obra, que la iban repitiendo con escasas variaciones, y eso me parecía empobrecedor y facilista. Además, se venía una censura tremenda. Fue en julio de 1978, si mal no recuerdo, que decidí no seguir componiendo ni cantar más en público. Y eso fue el fin de una serie de cosas que habían ido limitando mi libertad de expresión y la de tantos otros. Como el día en que iba a venir a verme el general Videla y alguien me hizo llegar una amenazadora sugerencia: “Mire que hoy viene el general, no cante tal canción, ¿estamos?”. Pero a decir verdad no recuerdo haberlo visto, creo que al final no fue, pero sí que habían preparado toda la mise en scène por si llegaba... Todo eso fue antes del golpe. El era comandante de las Fuerzas Armadas, y entonces capaz que ni se le cruzaba por la cabeza llegar a presidente. Aunque, si te digo algo, yo ya lo veía venir nada más que por la pinta.
Además de su costado cascarrabias, en más de una oportunidad María Elena Walsh asumió su temperamento melancólico y cierta inclinación a pensar en la muerte. “Esa tendencia depresiva que tengo va y viene –decía en una entrevista–. A veces la gente no entiende eso. Que una escriba para chicos y sea así. Pero también se espera que los cómicos sean gente divertida. Y yo he conocido a varios de los grandes cómicos y eran amargos y malhumorados y deprimidos.”
Fantasmas en el parque es un libro sobre la vejez y la muerte. Un libro que ella aceptó haber escrito al abrigo de esos pensamientos taciturnos que tantas veces ha tenido. “La muerte sobrevuela sus páginas como un gran pajarraco –dice con el tono que acaso le pondría a la primera frase de un cuento de misterio–. Y eso me hace recordar una película de Leonardo Favio, que no sé si viste o si se vio, porque él un día me la trajo a casa, en la que aparece un pajarraco enorme, feísimo, que da mucho miedo, y que si algo queda claro es que nos va a comer a todos. Bueno, eso es. Eso está en el libro.”
– ¿Cuánto de dicha y cuánto de infortunio ha implicado envejecer, en tu caso?
–La dicha reside en que uno se va desprendiendo de ciertas responsabilidades, de ciertas presiones, de ciertas angustias. Y el infortunio es la semiinmovilidad, en mi caso, que es lo que me tiene más loca, y también el dolor. El dolor físico es terrible. Más allá de que ahora existen muchos paliativos. De hecho, a mí me están dando un calmante que no sé bien qué es pero que hace que no me esté quejando todo el tiempo.
– ¿Qué sentimientos te despierta la palabra póstumo?
–Es como una burla. Creo que lo póstumo, si uno lo piensa en función de su propia posteridad, es una especie de chiste. Pero en otro sentido pienso que es una palabra simpática, porque hay mucha obra póstuma por la que hemos conocido a grandes autores o artistas. No sé... quizás es una palabra que a esta altura debería estudiar un poco.
– ¿Y cómo te gustaría que te recordaran?
–Como alguien que quería dar alegría a los demás, aunque no le saliera siempre.
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