Desde el 21 de diciembre 1879, con el estreno de Casa de muñecas de Henrik Ibsen, en Copenhague, el teatro mundial revela el maltrato contra las mujeres dentro del matrimonio y propone reflexionar sobre la necesaria igualdad en las relaciones de la pareja desposada legalmente o arrejuntada. Ante tales peticiones desde la escena, las reacciones de la sociedad son notables y han generado cambios con leyes que garantizan derechos para las féminas que son víctimas o personas sin derechos en las uniones matrimoniales.
Pero aún así y cuando ya son 129 años de esa lucha teatral, los índices de “la violencia domestica” -así se rotula al gesto de que el macho dé puñetazos o pique a la aterrada hembra con el cuchillo de la cocina- les paran los pelos a personas sensibles. Y sólo hablamos de la sociedad occidental, porque en otras latitudes a las hembras se les tiene como “muebles caseros” y cuando las desposan el maltrato es peor. En síntesis, la total igualdad aún no existe, por más exaltación del feminismo que transmita la televisión, la gran Celestina del siglo XX y la que más provecho saca de esa falsa realidad, porque el machismo es conducta familiar y base cultural del sistema occidental, y eso no se cambia con leyes o decretos.
Y para recordar esos 129 años de “la decisión de Nora”, como se califica al gesto de la heroína de Casa de muñecas, cuando sale del hogar y deja a su esposo y sus hijos, se exhibe en la Sala Horacio Peterson del Ateneo la producción de la pieza Te querré infinito de la española Gemma Rodríguez (Barcelona, 1973), la cual sin ser tan violenta, ya que “los golpes son pocos”, reitera los grados de imbecilidad que sobreviven en el matrimonio y las consecuencias sobre los hijos, victimas de tanta brutalidad.
Gemma con su obra fotografía en dos lapsos a una joven familia contemporánea. El primero muestra el romance y la pasión de Clara y Nico, trabajadores en empresas competitivas, y para quienes el amarse es su norte. En el segundo, siete años después, el amor luce seco, hay secuelas y un niño de siete años es pretexto para que la ex pareja se vea y siga torturándose hasta el infinito en pos de la felicidad que ya no existe.
Si los especialistas consideran a Te querré infinito un refrito telenovelesco, porque el amor real está agotado conceptualmente, este montaje es lo más valioso del director Dairo Piñeres (Caracas, 1975). “Rompe” el texto y crea otra pareja que como espejo reproduce a millones de matrimonios similares. Un excelente aporte creativo para reiterar sus dotes de autor escénico. Además, el espectáculo gana en desarrollo, intriga y desenlace. Y hace más dramática la denuncia de la autora sobre la infelicidad de los matrimonios en pos de una entelequia trasmutada en costumbre animal.
Es ejemplar la dirección para lograr la sincronía de las parejas que componen Indira Jiménez y Janet Rojas con Luis Vicente González y Alexander Rivera, y la relación tragicómica con la directora del colegio del niño de Clara y Nico, la buena actriz Simona Chirinos, todo un personaje positivo dentro de la farándula teatral caraqueña por su capacidad de trabajo y por su innegable versatilidad.
Con este montaje, la agrupación Séptimo Piso, que festeja ahora sus 13 años de labores continuas y altamente positivas para las nuevas generaciones teatrales, inicia una búsqueda estética más centrada en el texto , sin descuidar los aportes escénicos. También hay que reconocer que este grupo es el macronúcleo donde trabajan más directores y creadores escénicos jóvenes y talentosos. Casi todos egresados del Iudet.
Sin pretender hacer comparaciones, que por lo general pueden ser odiosas, Séptimo Piso para el siglo XXI viene ser a lo que fue Rajatabla, con Carlos Giménez al frente durante la pasada centuria. Ahí hay gerencia y creación, pero además se sabe de todos los peligros que tiene la profesión y de la eventualidad de todo lo que hay en el plano cultural. Hay un líder y mucha gente que lo secunda, pero todos están en condiciones de trabajar en donde los ubiquen, para impedir que se repitan aquellas historias nefastas para el teatro mismo. Y por si fuera poco: ya tienen un público cautivo. ¡Todo eso vale oro!
Pero aún así y cuando ya son 129 años de esa lucha teatral, los índices de “la violencia domestica” -así se rotula al gesto de que el macho dé puñetazos o pique a la aterrada hembra con el cuchillo de la cocina- les paran los pelos a personas sensibles. Y sólo hablamos de la sociedad occidental, porque en otras latitudes a las hembras se les tiene como “muebles caseros” y cuando las desposan el maltrato es peor. En síntesis, la total igualdad aún no existe, por más exaltación del feminismo que transmita la televisión, la gran Celestina del siglo XX y la que más provecho saca de esa falsa realidad, porque el machismo es conducta familiar y base cultural del sistema occidental, y eso no se cambia con leyes o decretos.
Y para recordar esos 129 años de “la decisión de Nora”, como se califica al gesto de la heroína de Casa de muñecas, cuando sale del hogar y deja a su esposo y sus hijos, se exhibe en la Sala Horacio Peterson del Ateneo la producción de la pieza Te querré infinito de la española Gemma Rodríguez (Barcelona, 1973), la cual sin ser tan violenta, ya que “los golpes son pocos”, reitera los grados de imbecilidad que sobreviven en el matrimonio y las consecuencias sobre los hijos, victimas de tanta brutalidad.
Gemma con su obra fotografía en dos lapsos a una joven familia contemporánea. El primero muestra el romance y la pasión de Clara y Nico, trabajadores en empresas competitivas, y para quienes el amarse es su norte. En el segundo, siete años después, el amor luce seco, hay secuelas y un niño de siete años es pretexto para que la ex pareja se vea y siga torturándose hasta el infinito en pos de la felicidad que ya no existe.
Si los especialistas consideran a Te querré infinito un refrito telenovelesco, porque el amor real está agotado conceptualmente, este montaje es lo más valioso del director Dairo Piñeres (Caracas, 1975). “Rompe” el texto y crea otra pareja que como espejo reproduce a millones de matrimonios similares. Un excelente aporte creativo para reiterar sus dotes de autor escénico. Además, el espectáculo gana en desarrollo, intriga y desenlace. Y hace más dramática la denuncia de la autora sobre la infelicidad de los matrimonios en pos de una entelequia trasmutada en costumbre animal.
Es ejemplar la dirección para lograr la sincronía de las parejas que componen Indira Jiménez y Janet Rojas con Luis Vicente González y Alexander Rivera, y la relación tragicómica con la directora del colegio del niño de Clara y Nico, la buena actriz Simona Chirinos, todo un personaje positivo dentro de la farándula teatral caraqueña por su capacidad de trabajo y por su innegable versatilidad.
Con este montaje, la agrupación Séptimo Piso, que festeja ahora sus 13 años de labores continuas y altamente positivas para las nuevas generaciones teatrales, inicia una búsqueda estética más centrada en el texto , sin descuidar los aportes escénicos. También hay que reconocer que este grupo es el macronúcleo donde trabajan más directores y creadores escénicos jóvenes y talentosos. Casi todos egresados del Iudet.
Sin pretender hacer comparaciones, que por lo general pueden ser odiosas, Séptimo Piso para el siglo XXI viene ser a lo que fue Rajatabla, con Carlos Giménez al frente durante la pasada centuria. Ahí hay gerencia y creación, pero además se sabe de todos los peligros que tiene la profesión y de la eventualidad de todo lo que hay en el plano cultural. Hay un líder y mucha gente que lo secunda, pero todos están en condiciones de trabajar en donde los ubiquen, para impedir que se repitan aquellas historias nefastas para el teatro mismo. Y por si fuera poco: ya tienen un público cautivo. ¡Todo eso vale oro!
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