Juan Souki sube la dura cuesta de la dirección teatral en Venezuela. |
El más importante
director de teatro de Venezuela, Carlos Giménez (1946-1993), escribe que ve con
tristeza como los espectáculos huyen de la
poesía y los actores vagan por las escenas, falsamente engañados por directores
que no lo son. “Hay que dudar de quien que no se enamora del escenario, que no te convence del profundo
significado de una puerta que se abre, una luz que se enciende, un trozo de
cielo que se inventa con que solo mirar para arriba…del que dice centrarse en
el actor y el texto pero abandona ambos y los somete a la más espantosa
soledad: la ausencia de poesía. Y los espectáculos se suceden unos a otros en
un proceso que los devora sin piedad. No hay una sola puesta a discutir, una propuesta
que emocione, una idea que deslumbre. Se vuelve rutina el teatro y este nunca
debe ser eso. No hay arte”. (Carlos
Giménez, Antes y Después, E.A.Moreno-Uribe, 2003).
Pero Juan Souki
(Caracas, 1980), quien nunca vio un montaje gimeniano original, aunque a finales de los
años 90 sí presenció una reposición de El coronel
no tiene quien le escriba, aprendió el abecé teatral en la Universidad de Columbia de Nueva York y desde
el año 2007 sube la cuesta para convertirse en auténtico creador escénico,
capaz de destruir el orden establecido y reinventar un mundo teatral, con más
aciertos que errores, como lo hizo Giménez. Y lo demuestra actualmente, en el
Teatro de Chacao, gracias a su audaz, inteligentemente concebido y bien actuado
espectáculo Crimen y castigo,
apuntalado en los genuinos actores Sócrates Serano, Pakriti Maduro y Carlos
Sánchez Torrealba y un brillante y multisápido ensamble de músicos y bailarines
del más genuino folclore afrovenezolano. Todo un aleccionador sincretismo
estético, capaz de estremecer las entretelas del espíritu.
Pocas veces una novela
rusa como Crimen y castigo (Fyodor
Dostoievski) ha sido transformada en auténtico melodrama venezolano, con
escenas y personajes sacados del mejor mundo teatral, muy a lo Román Chalbaud,
suficientes para reiterar que el amor y la libertad, eternos paradigmas del
romanticismo, son fundamentales para vivir y soñar, aún en las peores circunstancias
sociales.
El guion de Souki
se ciñe en gran parte a la novela y es la peripecia de un joven venezolano,
expulsado de la universidad, que al vivir en estado de pobreza extrema sucumbe “ante
ciertas ideas que están en el aire” y decide romper rotundamente con su
situación desafortunada. Mata a una anciana, prestamista usurera, y elimina a una
testigo. Todo eso durante un momento de debacle
económica y de profunda crisis de identidad, donde además hay un apasionado factor
amoroso.
Para este crimen y
su expiación se imbrican certeramente la
brutal realidad con la ensoñación y los matices de la música folclórica al borde
del delirio místico, hasta crear una atmosfera criolla, muy humana y explicativa a favor del asesino acorralado por
la ley y llevado a la cárcel.
El espectáculo se
ejecuta en atmósferas de sombras y violentos colores que aplastan las
humanidades actorales, mientras los rituales recuerdan que la única justicia es la divina y que todos los hombres deben expiar
sus culpas en esta tierra, al mismo tiempo que conceptos y/o valores como el amor
y la libertad quedan flotando en los sueños de los espectadores atrapados por el
melodrama de los protagonistas.
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