Hace 33 años, un día como hoy, nos correspondió informar sobre el sangriento golpe de Estado contra el presidente Salvador Allende y la instauración de una dictadura militar presidida por el general Augusto Pinochet, auspiciada por las oligarquías chilenas y con el okey de las transnacionales que gobiernan a la patria de George Washington: Estados Unidos de América, como se comprobó posteriormente. Y ahora para conmemorar esa catástrofe política de un pueblo bueno, el que siempre pone los muertos, nada mejor que reseñar la pieza Allende,The Death of a President (Allende, la muerte de un Presidente), de Rodolfo Quebleen (Argentina, 1938) la cual fue exhibida el pasado jueves 7 de septiembre en la Sala Juan Bautista Plaza, dentro de la programación el II Festival Internacional de Monólogos, organizado por el Ministerio de la Cultura.
Esta obra sobre Allende, en castellano, su idioma original, nos llegó por email desde Nueva York hace un año. Nos estremeció y nos hizo recordar los centenares de exiliados chilenos que vinieron a Caracas para salvar sus vidas y hacer realidad, algún día, aquellas últimas palabras del presidente antes de inmolarse: “el pueblo no quiere violencia; no necesita la violencia. Soñamos con una sociedad distinta y queremos luchar por ella, sin ser imitadores. La revolución chilena la haremos con gusto a vino y sabor de empanada de horno”. Tratamos durante este 2006 de verla representada en Nueva York, a sabiendas que había sido traducida al inglés para exhibirla especialmente antes los auditorios estadounidenses, pero nos fue imposible. Estábamos destinados a degustarla y sufrirla aquí en Caracas, este maravilloso territorio de América donde tantas cosas buenas se sueñan y donde otras tantas se frustran.
Quebleen, que es un periodista y escritor de bajo perfil, sí ha escrito una pieza de estremecedora poesía, donde utiliza las técnicas dramatúrgicas del monólogo para contar su versión de lo que pasó por el aguerrida ánima de Allende entre las 7 y 30 de la mañana y las 2 y 30 de la tarde, de aquel trágico 11 de septiembre de 1973, refugiado en su despacho del Palacio de la Moneda. No hay anacronismos ni invenciones en ese texto dramático, lo que sí abundan son las reflexiones trágicas de un latinoamericano que asume su sacrificio como la cuota que tiene que pagar un pueblo sediento de redención. Todo un personaje de dimensiones gigantes como los míticos héroes del teatro griego. Un hombre que asumió su compromiso ante la historia y pereció en su sitio. Un valiente, cosa rara en estos tiempos de tantas cobardías disfrazadas.
Al ver aquí a ese Allende, corporizado por el actor colombiano Ramiro Sandoval, pero imposible de asir porque hablaba un aplomado inglés, pudimos distanciarnos mucho más y ver en escena a unos cuantos héroes europeos y americanos, de esos que sacrificaron sus vidas antes de traicionar su ideales, de aquellos que fueron traicionados, como Francisco de Miranda, por ejemplo, porque hubo un militar o un falso amigo que los vendió por unos cuantas monedas, como el Judas aquel en la bíblica Jerusalén. Fue aleccionador ese acto teatral de largos 65 minutos, porque nos permitió hacer varias extrapolaciones y darnos cuenta, una vez más, de los obstáculos que tienen los pueblos americanos para avanzar en la búsqueda de una auténtica democracia, porque lo que pasó con ese mandatario chileno, un verdadero intelectual, es un “espejo” para ser consultado en los tiempos difíciles, ya que enseña desde la escena todas las teorías sobre los golpes de Estado ,especialmente como lo predica Curzio Malaparte (Italia, 1898-1957).
El espectáculo, creado por el director Germán Jaramillo es digno, permite una lectura escénica básica pero no es nada agradable. Tenían que haberse utilizado proyecciones de fotografías alusivas al suceso o unos cuantos fragmentos de las películas o videos de la época, para aminorar la tensión del discurso del protagonista. ¡Lo placentero enseña más que el patetismo aburrido!
Ojalá que el alma de Allende permita que en Caracas se obtenga un montaje más amigable para con los espectadores y, por supuesto, con un actor que encarne a un chileno de castellano cantadito. ¡Viva Allende!
Esta obra sobre Allende, en castellano, su idioma original, nos llegó por email desde Nueva York hace un año. Nos estremeció y nos hizo recordar los centenares de exiliados chilenos que vinieron a Caracas para salvar sus vidas y hacer realidad, algún día, aquellas últimas palabras del presidente antes de inmolarse: “el pueblo no quiere violencia; no necesita la violencia. Soñamos con una sociedad distinta y queremos luchar por ella, sin ser imitadores. La revolución chilena la haremos con gusto a vino y sabor de empanada de horno”. Tratamos durante este 2006 de verla representada en Nueva York, a sabiendas que había sido traducida al inglés para exhibirla especialmente antes los auditorios estadounidenses, pero nos fue imposible. Estábamos destinados a degustarla y sufrirla aquí en Caracas, este maravilloso territorio de América donde tantas cosas buenas se sueñan y donde otras tantas se frustran.
Quebleen, que es un periodista y escritor de bajo perfil, sí ha escrito una pieza de estremecedora poesía, donde utiliza las técnicas dramatúrgicas del monólogo para contar su versión de lo que pasó por el aguerrida ánima de Allende entre las 7 y 30 de la mañana y las 2 y 30 de la tarde, de aquel trágico 11 de septiembre de 1973, refugiado en su despacho del Palacio de la Moneda. No hay anacronismos ni invenciones en ese texto dramático, lo que sí abundan son las reflexiones trágicas de un latinoamericano que asume su sacrificio como la cuota que tiene que pagar un pueblo sediento de redención. Todo un personaje de dimensiones gigantes como los míticos héroes del teatro griego. Un hombre que asumió su compromiso ante la historia y pereció en su sitio. Un valiente, cosa rara en estos tiempos de tantas cobardías disfrazadas.
Al ver aquí a ese Allende, corporizado por el actor colombiano Ramiro Sandoval, pero imposible de asir porque hablaba un aplomado inglés, pudimos distanciarnos mucho más y ver en escena a unos cuantos héroes europeos y americanos, de esos que sacrificaron sus vidas antes de traicionar su ideales, de aquellos que fueron traicionados, como Francisco de Miranda, por ejemplo, porque hubo un militar o un falso amigo que los vendió por unos cuantas monedas, como el Judas aquel en la bíblica Jerusalén. Fue aleccionador ese acto teatral de largos 65 minutos, porque nos permitió hacer varias extrapolaciones y darnos cuenta, una vez más, de los obstáculos que tienen los pueblos americanos para avanzar en la búsqueda de una auténtica democracia, porque lo que pasó con ese mandatario chileno, un verdadero intelectual, es un “espejo” para ser consultado en los tiempos difíciles, ya que enseña desde la escena todas las teorías sobre los golpes de Estado ,especialmente como lo predica Curzio Malaparte (Italia, 1898-1957).
El espectáculo, creado por el director Germán Jaramillo es digno, permite una lectura escénica básica pero no es nada agradable. Tenían que haberse utilizado proyecciones de fotografías alusivas al suceso o unos cuantos fragmentos de las películas o videos de la época, para aminorar la tensión del discurso del protagonista. ¡Lo placentero enseña más que el patetismo aburrido!
Ojalá que el alma de Allende permita que en Caracas se obtenga un montaje más amigable para con los espectadores y, por supuesto, con un actor que encarne a un chileno de castellano cantadito. ¡Viva Allende!
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