En Estados Unidos, para no citar a otros países de este crispado planeta, las comunidades de homosexuales y lesbianas viven una intensa y sangrienta revolución para que les reconozcan sus libertades y plenos derechos. Desde los años sesenta han avanzado muchísimo porque lucharon y ganaron, pero aun no han triunfado, porque en incontables pueblos y ciudades pequeñas aún los matan sin piedad o los discriminan hasta obligarlos a refugiarse en las grandes urbes y crear ahí unos singulares ghetos para vivir y hasta dar importantes aportes al desarrollo cultural de su nación. ¡Esto irrita a unos cuantos…pero ellos están ahí… dejando huellas!
Buena parte de esos avances en Norteamérica y también en Europa se obtuvieron porque la industria cultural -con criterios comerciales para buscar nuevos mercados y unos cuantos buenos sentimientos- los defendió, especialmente el cine y el teatro, al transformar sus conflictos sociales e íntimos en entretenidas películas o en placenteros espectáculos para todos los públicos. Y eso influyó para que desde entonces estén cambiando los criterios y juicios de valor por parte de los que cuestionan las conductas gays.
Un especial avance se logró con la pieza teatral Los chicos de la banda, de Mart Crowley, la cual ascendió desde los suburbios neoyorquinos, en 1968, hasta el consagratorio Broadway en 1969; pero al año siguiente saltó al cine y su mensaje se esparció por el planeta. Aquí a Caracas llegó en mayo de 1978, al Teatro Las Palmas, dirigida por Jaime Azpilicueta y con la producción de Conchita Obach. Tenía una espectacular escenografía creada por Ibrahim Guerra y un irrepetible elenco que incluía a Manuel Poblete, Javier Vidal, Luis Abreu, Rodolfo Drago, Luis Rengifo, Ernesto Aura, Aníbal Grunn y al martirizado Yanis Chimaras, quien así debutó en las artes escénicas como "el regalo vivo". Su éxito significó que los tradicionales temas de la escena criolla, como el odio, los celos y la lucha de clases, se incrementaran con los conflictos de las diversidades sexuales, con ese discurso dramático y hasta moralizante, dentro de la tesitura judeocristiana.
Los chicos de la banda plasma a un grupo de homosexuales celebrándole el cumpleaños al amigo del dueño del apartamento donde se realiza la fiesta. Ahí beben, bailan, comen y hasta le pican una torta al agasajado y le entregan, como regalo vivo, “un muchacho de alquiler” o un chulo; pero además practican un juego perverso: cada uno debe confrontar por teléfono al coprotagonista de aquel amor fracasado que todos esconden en sus corazones. El final deja como predica que todos los seres humanos, sin importar el comportamiento sexual, tenemos los mismos miedos, deseos o sentimientos; las mismas falencias, traumas y unas soledades que nadie puede acompañar o resolver.
Durante las temporadas caraqueñas de 2007 y 2009, en la sala Escena 8, con versión y dirección de Cesar Sierra, se ha mostrado Los chicos del 69 que no es otra cosa que la libérrima recreación criolla de la pieza de Crowley. La explicación por parte de los productores es que no tienen los dólares suficientes para abonar los derechos de autor y la rebautizaron como Los chicos del 69 porque la singular y desesperada fiesta gay se realiza en un apartamento caraqueño, identificado con ese número, aunque así también se busca la indispensable promoción publicitaria...fundamental para cuando ese género de espectáculos no recibe subsidios de ninguna índole y sobrevive por la respuesta del público, más nada.
Este montaje, con léxico y personajes venezolanos, ambientado en los años 70, repite la misma anécdota del dramaturgo gringo y lo único notable es que las actuaciones resultan sobresalientes, gracias a que los actores abandonaron los miedos o el manido pretexto “qué dirán mis amistades o mis familiares si ven esta mariquera”, y asumieron sus personajes con estremecedora verdad. Exaltamos, pues, a Guillermo García, Carlos Arráiz, Orlando Paredes, Pastor Oviedo, Juan Carlos Lares, Agustín Segnini, José Roberto Díaz y “el regalito” Anthony Lo Ruso.
Esta famosa obra gringa, totalmente venezolanizada, aunque está escrita en tono de comedia y llena de momentos hilarantes, algunos ya envejecidos, como el juego final, es un llamado a reflexionar sobre el sin sentido de la vida, precisamente después de reírse un rato con los chistes agridulces de los siete hombres que en esa fiesta aceptaron quitarse las mascaras y ser humanos, más nada. Y debe llegar a todos los públicos, ya que trabaja sobre temas universales, que tocan por igual a todos los humanos y porque la libertad es el bien más preciado para la humanidad.
Buena parte de esos avances en Norteamérica y también en Europa se obtuvieron porque la industria cultural -con criterios comerciales para buscar nuevos mercados y unos cuantos buenos sentimientos- los defendió, especialmente el cine y el teatro, al transformar sus conflictos sociales e íntimos en entretenidas películas o en placenteros espectáculos para todos los públicos. Y eso influyó para que desde entonces estén cambiando los criterios y juicios de valor por parte de los que cuestionan las conductas gays.
Un especial avance se logró con la pieza teatral Los chicos de la banda, de Mart Crowley, la cual ascendió desde los suburbios neoyorquinos, en 1968, hasta el consagratorio Broadway en 1969; pero al año siguiente saltó al cine y su mensaje se esparció por el planeta. Aquí a Caracas llegó en mayo de 1978, al Teatro Las Palmas, dirigida por Jaime Azpilicueta y con la producción de Conchita Obach. Tenía una espectacular escenografía creada por Ibrahim Guerra y un irrepetible elenco que incluía a Manuel Poblete, Javier Vidal, Luis Abreu, Rodolfo Drago, Luis Rengifo, Ernesto Aura, Aníbal Grunn y al martirizado Yanis Chimaras, quien así debutó en las artes escénicas como "el regalo vivo". Su éxito significó que los tradicionales temas de la escena criolla, como el odio, los celos y la lucha de clases, se incrementaran con los conflictos de las diversidades sexuales, con ese discurso dramático y hasta moralizante, dentro de la tesitura judeocristiana.
Los chicos de la banda plasma a un grupo de homosexuales celebrándole el cumpleaños al amigo del dueño del apartamento donde se realiza la fiesta. Ahí beben, bailan, comen y hasta le pican una torta al agasajado y le entregan, como regalo vivo, “un muchacho de alquiler” o un chulo; pero además practican un juego perverso: cada uno debe confrontar por teléfono al coprotagonista de aquel amor fracasado que todos esconden en sus corazones. El final deja como predica que todos los seres humanos, sin importar el comportamiento sexual, tenemos los mismos miedos, deseos o sentimientos; las mismas falencias, traumas y unas soledades que nadie puede acompañar o resolver.
Durante las temporadas caraqueñas de 2007 y 2009, en la sala Escena 8, con versión y dirección de Cesar Sierra, se ha mostrado Los chicos del 69 que no es otra cosa que la libérrima recreación criolla de la pieza de Crowley. La explicación por parte de los productores es que no tienen los dólares suficientes para abonar los derechos de autor y la rebautizaron como Los chicos del 69 porque la singular y desesperada fiesta gay se realiza en un apartamento caraqueño, identificado con ese número, aunque así también se busca la indispensable promoción publicitaria...fundamental para cuando ese género de espectáculos no recibe subsidios de ninguna índole y sobrevive por la respuesta del público, más nada.
Este montaje, con léxico y personajes venezolanos, ambientado en los años 70, repite la misma anécdota del dramaturgo gringo y lo único notable es que las actuaciones resultan sobresalientes, gracias a que los actores abandonaron los miedos o el manido pretexto “qué dirán mis amistades o mis familiares si ven esta mariquera”, y asumieron sus personajes con estremecedora verdad. Exaltamos, pues, a Guillermo García, Carlos Arráiz, Orlando Paredes, Pastor Oviedo, Juan Carlos Lares, Agustín Segnini, José Roberto Díaz y “el regalito” Anthony Lo Ruso.
Esta famosa obra gringa, totalmente venezolanizada, aunque está escrita en tono de comedia y llena de momentos hilarantes, algunos ya envejecidos, como el juego final, es un llamado a reflexionar sobre el sin sentido de la vida, precisamente después de reírse un rato con los chistes agridulces de los siete hombres que en esa fiesta aceptaron quitarse las mascaras y ser humanos, más nada. Y debe llegar a todos los públicos, ya que trabaja sobre temas universales, que tocan por igual a todos los humanos y porque la libertad es el bien más preciado para la humanidad.
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