sábado, diciembre 11, 2010

Regresó Allende

Los golpes de Estado –desplazar con la fuerza de las armas o cualquier otro método menos violento al rey o al cacique de turno- siempre han existido, desde que el hombre descubrió las ventajas del Poder y no obedecer normas ni pautas políticas. En el siglo XX se generalizaron esas acciones utilizando los ejércitos para romper las leyes constitucionales y sacar así al régimen establecido. Las razones o sin razones de esos coup d´État eran ideológicas, pero ocultaban siniestros manejos de empresas multinacionales interesadas en copar vitales empresas de recursos estratégicos. Eran los tiempos del disimulo, o había que guardar las apariencias.
Durante la segunda de la centuria pasada, la democracia además fue ultrajada numerosas veces por otros “golpes” de desestabilización económica, caos, sociales, huelgas y asesinatos selectivos, además de conatos de guerras civiles, tras lo cual los gobernantes demócratas se “endurecieron” para no caerse. Desde entonces los gobiernos están siempre “amenazados” y basta revisar la historia y analizar cada uno de esas acciones de fuerza que dejaron víctimas y pobreza, pero abundante riqueza para los vencedores, quienes después fueron desplazados por sus compadres y así sucesivamente hasta que se dieron transiciones, democráticas algunas, pero la posibilidad del golpe siempre esta ahí, agazapada y esperando tal o cual excusa.
El teatro, como reflexión pública y didáctica sobre hechos históricos, ha procesado algunas de esas pugnas por el Poder y las ha mostrado en la escena -como lo enseña el inabarcable Shakespeare en Macbeth, Tito Andronicus, Julio César y Hamlet, entre otras piezas-para que los espectadores saquen conclusiones y sepan a que atenerse ante esos “peligros latentes” que pueden hundir muchos proyectos de vida, como aconteció en la patria de Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto.
Arde la Moneda
Como homenaje a su padre y los chilenos que rumiaron en el exilio sus frustraciones sociales y políticas por el golpe de Estado del martes 11 de septiembre de 1973, el periodista y teatrero Humberto Segura produjo y dirigió el montaje del monólogo Allende, La muerte de un presidente. Lo exhibió en Valencia y lo trajo a la Sala Horacio Peterson, de Unearte, con Luis Rivas dando vida al histórico personaje.
A 37 años y varias semanas del bombardeo al Palacio La Moneda y el trágico deceso del inquilino constitucional, hemos visto otro montaje en español del unipersonal Allende, The Death of a President, del periodista argentino Rodolfo Quebleen (Rosario, 1938), estrenado en Nueva York, el 30 de marzo de 2006, actuado por Ramiro Sandoval y con Germán Jaramillo en la dirección. Logramos ponderarlo en Manhattan y después en Caracas, el 7 de septiembre de ese año dentro del festival que organizó el Ministerio de la Cultura en la Sala Juan Bautista Plaza, con letreros en español. Su primera exhibición en Venezuela, en la lengua de Pablo Neruda, otra víctima de la hecatombe que intentó hundir a la nación chilena, la hizo Roberto Moll, comandado por Luis Fernández, durante la temporada 2008 del Celarg.
Allende, La muerte de un presidente desarrolla en escasos 60 minutos las últimas horas de la vida de Salvador Allende. El tiempo cronológico de lo acaecido ese martes en el palacio presidencial está roto. Su muerte se produjo alrededor de la 2:30 PM. Había llegado a La Moneda a la 7:30 AM. El autor incluyó situaciones acontecidas en distintas horas de la mañana de ese día y comentarios del mandatario expresados en otras horas de esa aciaga fecha.
Una pieza de estremecedora poesía hizo Quebleen. Utiliza las técnicas del monólogo para mostrar su versión de lo que pasó por la aguerrida ánima de Allende, durante ese 11 de septiembre, refugiado en su despacho. No hay anacronismos ni invenciones y abundan las reflexiones trágicas de un latinoamericano que asume su sacrificio como la cuota que tiene que pagar los pueblos sedientos de redención. Un personaje de dimensiones gigantes como los héroes del teatro griego. Un hombre que asumió su compromiso ante la historia y pereció en su sitio. ¡Un valiente, cosa rara en estos tiempos de tantas cobardías maquilladas y traiciones disfrazadas!
Es austero y súper minimalista el montaje. En una caja negra se plasma al despacho presidencial y muestra un sillón y una mesa con una radio, dos portarretratos, dos libros y un teléfono, y, fundamentalmente, al gran actor que corporiza al valiente presidente, quien usa casco militar y se defiende con el fusil que le regaló Fidel Castro. Ahí se transforma Luis Rivas de tal manera que las angustiosas horas finales de su Allende se comprimen en escasos 60 minutos. Su realismo interpretativo produce escalofrío porque se asiste a la inmolación de otra víctima de la democracia, acorralada por el Poder económico que manipula todo y compra conciencias y silencios.

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