El escritor venezolano José Balza escribió el prólogo de "Memorias de un semibárbaro", un libro de Rafael Bolívar Coronado, publicado por el Fondo Editorial del Caribe.Todo un legendario personaje que hace dias reapareció en el teatro Principal y desde entonces su historia reclama que se le haga justicia, una tarea en la cual también trabaja el meritorio intelectual y editor Rafael Ramón Castellanos.
Bolívar Coronado:Soy todos,soy nadie
Nació en Villa de Cura,
Aragua, el 6 de junio de 1884 y murió en Barcelona, España, el 31 de enero de
1924. Su padre, autor costumbrista, lo lleva a Caracas; la separación de la
madre le deja una herida honda, aunque tal vez lo que más lamentó en aquellos
momentos fue, según parece confesarnos,
perder al caballo moro en que había viajado.
Entre Caracas y su lugar
natal estudia la primaria; a los dieciséis (“Un año antes de morir mi padre,
me marché a la guerra. Ya yo era un hombre, todo un hombre”) inicia su
desconcertado periplo por regiones que lo conducen hacia Colombia. Ya ubicará
algún inesperado biógrafo sus andanzas por los lugares y dentro de las
facciones que implican esa “guerra”.
A los veintiocho años
está en Caracas e inicia su actividad intelectual, colaborando con todas las
publicaciones activas para entonces. En 1914, se estrena la zarzuela Alma
llanera con música de Pedro Elías Gutiérrez; campesinos, humor y romance
nutren la acción, que se expresa en un criollismo tan exagerado que casi
resulta incomprensible. Nada raro si pensamos en las proezas estilísticas que
Bolívar Coronado hará poco tiempo después. Si bien el texto de la zarzuela
puede no interesar mucho hoy, la letra del joropo que la consagra es de una
limpieza verbal impecable. Él mismo dirá a dos años del estreno: “De todos
mis adefesios es la letra de Alma llanera del que más me
arrepiento”.
En 1916 viaja a España,
de donde ya no regresará. Muerto casi a los cuarenta años, en la plenitud de
sus poderes creadores, sólo parece haber publicado con su nombre (de manera
involuntaria) la autobiografía Memorias de un semibárbaro, tal vez en
1919. Pero colaboró asiduamente con Rufino Blanco Bombona y su Editorial
América, para los cuales inventó antologías de poetas latinoamericanos,
biografías y crónicas. Practicó el misterioso placer de utilizar seudónimos o
nombres de escritores reconocidos, y de ocultarse tras ellos. Su estilo es
cambiante y elegante, su escritura un verdadero ejercicio de
despersonalización. No hay duda de que dominaba estructuras, tics, modalidades
expresivas, junto a un inmenso cuerpo de informaciones, de cultura histórica y
literaria, que adaptaba a su imaginación lógicamente febril.
Debemos a Rafael Ramón
Castellanos el haber realizado valiosas consultas a la viuda de Bolívar
Coronado y el seguimiento a sus innumerables seudónimos, así como la edición de
Memorias de un semibárbaro en 1993.
“Instintivamente, ya
se había adiestrado en el hábito de simular que era alguien, para que no se
descubriera su condición de nadie”, dice el poeta acerca de un genio; sin
que tengamos un testimonio directo, suyo,
sobre esta convicción, es posible que Rafael Bolívar Coronado la haya
vivido con profundidad.
“Yo pasaba las horas
muertas leyendo. (…) Aquello engendró el vicio de leer que con los años ha
cobrado tanta intensidad en mí”, confiesa en su brevísima autobiografía. Vicio que absorbió su vida con
fulminante intensidad, pero de una manera opuesta a como le ocurriría a su
contemporáneo, José Antonio Ramos Sucre. Vicio que quizá haya sido una
resultante o el paralelismo de su otra obsesión: la escritura.
No tenemos en la cultura
venezolana otra personalidad como ésta, dotada de una sensibilidad salvaje,
hacia lo visual (cuando es separado, muy niño, de su madre y lo colocan una
madrugada sobre un caballo moro, pinta: “-” Sé bueno, hijo mío –me dijo, y
se encaminó a sus habitaciones. Al pasar cerca de uno de los rosales que
poblaban el patio, un rizo de sus cabellos negros se enredó en las espinas, y
ella, al sacudirlo, provocó una lluvia de pétalos”), hacia el hogar
interrumpido, hacia los más diversos acordes de la feminidad.
Personalidad que cumple una inmersión en la
política desde lo humillante, desde la viveza, la picaresca, la burla;
que despliega su entrega a los universos de la creación escrita con fe casi
bíblica, absoluta; entrega que, mientras le permite elaborar su prosa ceñida,
vibrante y rítmica, lo hace desarrollar una capacidad imitativa digna del
camaleón; entrega que desemboca en su facilidad para la más variada
versificación, para atender al habla popular, a la hipocresía contenida en la
prensa, en los discursos públicos, en los documentos oficiales: entrega, en
fin, que convierte a la literatura –leída o escrita por él- en el sentido único
para su existencia.
Siempre que el texto
leído o escrito por él, no estén refrendados por su nombre: ya que el
insistente escritor que es Bolívar Coronado ha renunciado previamente a ser el
autor de sus obras. Toda su vitalidad viril, toda su potencia imaginativa deben
pagar el precio que él mismo se ha impuesto: borrarse en la condición de Nadie.
¿Ha hecho alguien entre nosotros una apuesta semejante?
Agresivo y tierno, lleno
de prejuicios raciales y moreno él mismo
(“esa horda de negrillos”; “ese negraje hediondo que metieron
los españoles so pretexto de labrar las tierras vírgenes de América comienza a
destacarse en el mulato venido a más o por la abyección pública o por la falsa
apreciación de la democracia: el rastacuerismo en arte y el bizantinismo en
política son dos productos de esa conspiración del hibridismo de la raza”);
gomecista confeso (“Soy un humilde ciudadano; pero adicto a usted como el
más altivo”) y antigomecista después de su viaje a España, hasta el punto
de vivir cada día bajo amenaza política,
estará para siempre al borde de un ciego apasionamiento, que lo acerca y
lo distancia de quienes ama o admira (como le ocurriría con Pedro César Domini,
Díaz Rodríguez, Luis Correa, Arvelo Larriva, con Blanco Fombona, con Francisco
Villaespesa).
Memorias de un
semibárbaro, aunque ha circulado en
ediciones llenas de erratas, es libro pleno de vibraciones. No sólo por la
prisa habitual con que su autor despachaba artículos y libros completos, sino
por la nerviosa sucesión de los episodios, que parecen bosquejos pictóricos.
Bolívar Coronado había asimilado bien las prédicas del modernismo y su prosa
combina un acelerado movimiento de seres, sitios, casas, episodios, opiniones y
datos históricos, que exigían un tratamiento más detenido o denso. Tal vez esa
misma aceleración lo obligue a excluir el espesor de su pintura, y eso sea el
secreto de su continua vibración. Desde un punto de vista de la imagen nada se acerca más a su estilo que el breve poema
(“Canto absurdo”) de Luis Enrique Mármol sobre el colibrí, escrito casi al
mismo tiempo; y nada puede comparársele, en eficacia y sinceridad, a sus
pasajes que las Memorias de Pocaterra, (posiblemente esbozadas en esos
años).
Nos dice Castellanos en
su libro Un hombre con más de seiscientos nombres en relación a las Memorias:
“...nunca se iban a publicar con su propio nombre, pues él le vendió los
derechos de autor a Rufino Blanco Fombona para que apareciesen con el seudónimo
de Oliverio Castro Gómez, mas el fogoso director de la Editorial América, ya
enfadado con él, se dejó de compromisos y lo expuso a la ira de muchos de sus
viejos amigos, así como quiso demostrar que se trataba de un hombre informal,
infiel y mentiroso”.
Seguramente la anonimia
con que Bolívar Coronado practicaba las
agresiones personales, le permitió decir cosas en esas Memorias, que
nunca hubiera tocado de ese modo si el libro hubiese sido publicado con su
nombre. Nunca esperó la terrible reacción del ya harto Blanco Fombona. Pero el
desenfado de su escritura adquiere en ellas carácter de síntesis para su
dualidad rencorosa: hasta en el paralelismo que el anónimo autor quería
establecer entre el afecto hacia su madre y hacia el caballo moro, salta una
chispa de inconformidad, de raro odio, tal como leeremos muchas décadas después
en algunos poemas de Guillermo Sucre (“La vida, aún”, por ejemplo).
No hay entre nosotros una
personalidad literaria como ésta. Su pasión por lo imaginario y la escritura es
absoluta, arrebata al autor en un frenesí que consume su juventud, su talento,
su posible vida social. En el libro de Castellanos y en las páginas de su viuda
hay imágenes desconsoladoras y desconcertantes. Él es superior a cuanto
realizó, pero a la vez la obra (ajena) concebida por él desborda su realidad. Estamos ante un monstruo del
ingenio, del desdoblamiento, de la transfusión entre lo concreto y la ficción,
ante una mente sin fronteras éticas ni estéticas, porque todas las rutas le
podían pertenecer.
Y a la vez, su práctica
de la infidencia, de la amistad falsa, de la percepción despiadada acerca del
país y sus políticos, rasgos estos que también lo definen, se convierten en
motivo visible o subterráneo para que él sea, asimismo, olvidado, exiliado,
despreciado.
Cuenta su mujer que
recibía los ejemplares de los libros creados por él y los olvidaba en seguida.
Nunca ofreció alguno a sus amigos y prefería dejarlos en cualquier calle, como
basura. (“¿Qué cómo pude engañar a los editores? Muy sencillo. La
explicación la ha dado el altísimo Emilio Carrera en una frase: en España viven
del libro los que no saben leer” (...) “De allí la multitud de fraudes,
de refritos, de chinchurrias que como
una lluvia ha caído sobre América...”)
“Yo soy Don Nada” dijo; creía que Venezuela vivía en
un sistema que había hecho “de los puntos suspensivos una ley moral”.
Tal vez con su búsqueda del olvido en vida y con su obsesión por los seudónimos
quería evitar “las dolencias incurables de la posteridad”. Pero creo que
no lo ha logrado y esta edición de sus Memorias así lo demuestra. Porque
también, a pesar de su decisión por el ocultamiento, se había confesado a sí mismo ocho años antes
de su muerte: “¡De ahí que muchas cosas que tratamos de ocultar en vida,
surgen después de la muerte para ser el orgullo de las generaciones sucesivas!”.-
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