PABLO GARCÍA GÁMEZ
Francis Rueda, Gerardo Luongo, Adriana
Bustamante, Livia Méndez, Jorge Canelón, Gustavo Rengel, Ariana León, Trino
Rojas, Rubén Joya, Michael Pérez, Yurahy Castro, Dora Castro, Dora
Farías, Kleiber Rodríguez y Yordano Marquina fueron los comediantes a quienes
vimos durante la tarde del domingo1 de diciembre de 2019 en el sala 1 del
Celarg, para cerrar, por ahora, la temporada de Oscuro, de noche,
el premiado texto de Pablo García Gámez, el cual fue versionado y
escenificado por Carlos Arroyo para una producción general de la Compañía
Nacional de Teatro, estrenada en septiembre de 2018.
Y abrimos este reseña con el elenco que
ahí trabajó en reconocimiento al trabajo general de esos comediantes ahí
comprometidos, a quienes en ocasiones se les ignora o desaparecen sus nombres en
las reseñas periodísticas, siendo vitales para el espectáculo en sí,
más allá de las respectivas evaluaciones. Creemos que es justicia,
especialmente por esa nueva generación que ya asumen los riesgos de encarnar a
seres teatrales.
AUTOR COMPROMETIDO
Y, por supuesto, el autor Pablo García
Gámez tiene que explicar o contar que es
lo que ha pasado con su pieza, para permanecer dos años en la programación de
la Compañía Nacional de Teatro.
¿Cómo nació esta pieza? ¿Es cierto
que se basó en un hecho de la vida real? ¿Cuál fue y cómo hizo la
investigación?, le preguntamos al dramaturgo, quien reside desde hace 25 años
en Nueva York, y quien vino a Caracas para el estreno y varias de las funciones
posteriores.
Oscuro, de noche nace de un hecho real. Una tarde de domingo, llamé a mi
madre, aquí en Guarenas. Ella estaba afectada porque un familiar había
sido víctima de un acto violento de noche y en la calle. Me dio
detalles. La situación de esa familia era compleja por las connotaciones
que tiene un hecho de ese tipo: las funerarias se negaban a velarlo en sus
predios, la abuela estaba enferma del corazón, el padre no se movía de la
morgue, en los medios apareció que el muchacho era un delincuente y todo esto
aunado al papeleo que tenían que completar. Esto se convirtió en imágenes
recurrentes, imágenes que me perseguían. Tal vez al año, quizás dos,
llegó el momento de conjurarlas: me puse a escribir. La investigación sobre los
hechos, más que investigación fue la voz de mi madre, Graciela Margarita,
extraordinaria narradora oral que nunca se reconoció como tal, pero cuando
contaba una historia lo hacía con propiedad y convicción. Nunca hablé
directamente con los padres o hermanos del joven Kenny Javier Barrios, el joven
protagonista; a pesar de los años tuve y tengo temor porque ese tipo de dolor
no se cura; sin embargo, cuando terminé la pieza, ellos la leyeron, no les
pregunté qué les parecía y ellos tampoco me dijeron. Después me enteré, de
cosas que decían los personajes, que llegaron a decir los padres; por ejemplo,
supe que la madre una vez gritó: “¡Dios, no existes!” como dice Cristóbal, el
personaje en el texto; claro, son situaciones límite. Los padres irán a
la obra: espero que tenga un efecto positivo para ellos. También pude
cotejar la parte de los medios y encontré la información. En el respetable
periódico caraqueño EL UNIVERSAL hay información real y
concreta sobre ese suceso. El teatro poetiza nuevamente a la más cruda
realidad.
¿Cómo diseñó la obra y
cómo abordó su escritura?
Esta obra arranca con una imagen
recurrente. La imagen está ahí, la ves, piensas en ella, imaginas qué
dice el personaje. Pasa el tiempo y en tu mente escuchas las respuestas
de otros personajes, aparecen otras situaciones. Su escritura apunta a la
médula de la esfera privada de esa familia que ha sido desequilibrada,
herida. El detonante es el hecho que le ocurre a Kenny y lo que me
importaba era ver qué pasaba en el mundo de Zenobia y Cristóbal, y Lucia; sus
padres y la novia. Encontré que necesitaba un narrador, un juglar contemporáneo
para guiar la historia, y me inventé al payaso.
¿Su técnica dramatúrgica no es
convencional y deja al director el trabajo de interpretar la idea general y
además de crear las didascalias?
Agradezco que llames a mi técnica “no
convencional”. Creo que lo dices por dos aspectos. El primero es el
manejo del tiempo; pienso que esta pieza puede ser una especie de evocación, de
recuerdo, y no recordamos de forma lineal: con frecuencia recuerdas una imagen
y luego te viene otra del mismo hecho pero anterior cronológicamente y otra que
es posterior, una que no vendrá porque la olvidaste, y así. Interviene en
ese proceso la necesidad de no hacer una línea recta en la narración para
atrapar la atención e incorporar al espectador al mundo de la pieza. El
segundo aspecto, que se refiere a la ausencia de didascalias no es tan
novedosa: los textos del Siglo de Oro, por ejemplo, no tienen mayores
acotaciones. Si disfruto leer acotaciones como las de Valle Inclán que
son poesía. El punto es que hay una dramaturgia del cuerpo; el
entrenamiento y la experiencia del actor van formando una dramaturgia de
movimientos, gestos, tensiones. El actor tiene un repertorio orgánico que
el escritor -salvo casos excepcionales- carece. Quiero que mis textos
aprovechen esas experiencias que tienen los intérpretes de la obra: es otra
posibilidad -y en extremo comunal- de una puesta en escena con una técnica
alternativa: el texto con sus posibilidades más las posibilidades de un elenco,
que éste ponga a disposición su experiencia en las tablas para así tener una
real co-autoría. Eso no quiere decir que sugiera alguna imagen como la
del sepelio de Kenny. Está la labor del director que suma todas esas
experiencias y agrega su visión del trabajo. En este caso, que Carlos
Arroyo haya llegado a la imagen de que la pieza se desarrolla en un circo, que
haya percusión que hasta puede sugerir un estado de trance, son consecuencias
de ese diálogo texto-director-actores; pude ver un ensayo que se convirtió en
una experiencia sensorial de sonido, movimiento, de voces que en realidad
decían algo: un trabajo orgánico y de equipo. Además, está lo que llamo
el punto de fuga: una situación ambigua a resolver por el espectador: en este
caso son las versiones tan disimiles que dan los testigos que presencian el
hecho.
¿Cuál sería
tu propuesta final: contar una aciaga historia o proponer al
espectador una reflexión sobre los orígenes o causas de la tragedia y la
expiación de los vivos que sufren por esa muerte?
En Oscuro, de noche tengo
dos propuestas: que el espectador acuda a una obra de teatro para entretenerse.
La propuesta subyacente es que en ese acto colectivo emerja la reflexión.
La pieza habla del miedo que nos ha hecho construir muros invisibles lo que, si
es verdad que estamos con otros millones de almas, procuramos
encerrarnos. Por eso hay varios monólogos: el de los testigos que
presencian, pero no denuncian porque a veces nos sentimos solos,
desvalidos. Una mirada, un gesto, el ruido de una moto, la caída de la
tarde, un frenazo, un modo particular de caminar, la noche nos pone sobre
aviso. La idea es mostrar cómo ese muro nos ha hecho construir
estereotipos: un motorizado es un malandro. La idea es compartir ese miedo y,
si no se disuelve del todo, por lo menos que permita articular nuestros temores
que si se comparten permitirán asumir la ciudadanía, en el ejercicio ciudadano
que permita al colectivo conjurar ese miedo a partir de la práctica.
¿Tiene un método especial para escribir
o cada obra le exige técnicas y trabajos diferentes?
Mis piezas tienen en común la imagen
recurrente de la que hablé arriba. Pocas, muy pocas, han sido sobre una
decisión consciente “voy a escribir tal cosa”. Eso sí, cada pieza exige
su método. De Oscuro, de noche por ejemplo primero salió
el primero y el último cuadro (yo los llamo fragmentos). La premisa
durante su escritura era que no se convirtiera en un texto lineal; la pieza fue
avanzando. Cuando pensé tenerla lista, la reordené cronológicamente para
revisar si necesitaba algún otro cuadro o fragmento y posteriormente, la volví
a su orden original que es con el cual se representará en la Compañía Nacional
de Teatro. En el caso de otra pieza, Olvidadas, planteaba acciones
performánticas como jugar con arroz, dibujar sobre papeles pegados a las
paredes y el tiempo allí se volvió cíclico.
¿Qué le pide o exige al
director que monte sus textos?
Tengo muy buenas experiencias con la
mayoría de los directores que han dirigido mis piezas. Sí les sugiero que
se aproximen a ellas con ingenuidad. Así como mis textos abren
posibilidades de lecturas, un director arriesgado va conformando su idea a
partir de la dramaturgia del cuerpo del actor. Me provoca suspicacia el
director que sin tener un elenco ya sabe cómo resolverá el montaje. Mi
más reciente trabajo en Nueva York, El Gos, dirigida por Leyma
López, fue un proceso de aprendizaje integral para todo el equipo.
Aprendizaje que se vio en la irreverencia y audacia de la puesta en escena que
se centró en el trabajo y potencial de cada intérprete.
¿Qué espera ahora?
Que en Caracas o en cualquier ciudad
venezolana se muestre ese espectáculo final que ha logrado Carlos Arroyo y su
gente valiosa. Gracias a Dios por hacer posible todo esto. Qué la vean
muchísimos venezolanos y haya la necesaria catarsis que exigían los griegos y
que necesitamos los venezolanos, ahora y siempre.
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