Cuando supe del
estreno de la obra cubana Chamaco
(2005) del dramaturgo Abel González Melo (La Habana, 1980), recordé todo lo
leído sobre “tan maravilloso texto”, como nos lo reveló, años ha, el artista
Alberto Sarraín. Salí a devorar y
disfrutar, precisamente ese Viernes Santo de 2017, aquel espectáculo ambientado
y realizado en una teatral Caracas, entre el lunes 23 y el
jueves 26 de diciembre de un año de esta década, protagonizado por el joven Kárel Darín que debe venderse a otros hombres para
sobrevivir, pero quien no olvida que deberá superar tan desagradables
circunstancias y trabajar de otra manera para casarse o amar sin obstáculos a
Silvia Dépaz.
Esperaba ver no solo
una montaje sobre unos líos de gays, bisexuales y travestidos (toda la
quincalla LGTBI), con un policía corrupto y un transexual que vende flores y
otras cosas más, una hermosa vieja que filosofa, un muchacho que no sabe como
combinar trabajo, estudio y sus impulsos hormonales, un tío borracho y
abiertamente homosexual y un papá acosado por sus instintos. Confié en que la
temática de las conductas sexuales fuese solo un pretexto para proponer una
reflexión sobre la descomposición moral y ética de la tradicional familia
burguesa, agravada por la crisis económica que agobia a los sectores menos
favorecidos de esa urbe que escénicamente era Caracas con una teatralización de
la conocida guerra económica. Una inteligente descarga sobre la desvalorización
de una sociedad, donde el poder, la autoridad y las relaciones familiares son
los estratos gravemente afectados por un asesinato. Confié en que no me
dormiría ni estaría tranquilo de principio a fin.
Y eso fue lo que
pasó. Chamaco es una bofetada más a
una comunidad que está de espaldas a los problemas más urgentes de sus
habitantes, donde escasea la seguridad y es patética la carencia de comida para
cuerpos y almas (o sea el amor y la amistad). Es otro alerta para estas
naciones americanas donde las conductas sexuales están normadas por anacrónicos
conceptos religiosos, donde se quiere imponer una segunda Edad Media.
Ese texto es tan
compacto, como los 64 escaques –negros y blancos -de un tablero de ajedrez,
donde todo fue calculado y llevado a una síntesis. Nada sobra, todo es preciso.
Hay, pues, depurada calidad idiomática y los mecanismos tradicionales del
teatro están logrados en su plenitud. Tienen razón los otros espectadores y los
críticos al exaltarla y consagrarla como un clásico del buen teatro cubano, o
sea americano
La puesta en escena
austera y sin pretensiones de espectacularidad, ceñida a las acotaciones del
autor. Se inicia en plena celebración de una
Nochebuena, momento en el cual dos muchachos se juegan el destino sobre un
tablero de ajedrez, materializando la prostitución homosexual, con navajas y huellas de sangre hasta desencadenar la rocambolesca trama, cuyo
final dejará sin aliento al público, después de 90 minutos de intenso trabajo
escénico.
Y todo ese espacio escénico, con una
escenografía minimalista y limitado por un foro con la silueta del Guaraira
Repano o monte Ávila y su Cruz de Navidad, para recordarle al público que eso
pasa o puede pasar o está ocurriendo en esa Caracas navideña. Casi se podría
decir que es un panfleto visual, pero ante la calidad de su texto y los
desempeños actorales se le “perdonan” esos excesos al director Mario Crespo, un
artista que hasta ahora era más conocido en el cine y la televisión locales. Un
respetuoso puestista y preciso conductor.
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