Fueron como 40 años de amistad.
Él en su trinchera y yo en la mía, disparando hacia esa realidad venezolana que amenazaba devorarnos.
En ocasiones, venia el dialogo fraterno y las recomendaciones de parte y parte, porque no nos ocultábamos nada, todo lo decíamos. Si su oficio de autor teatral era complejo y comprometido, el mío, de periodista en funciones críticas, era también urticante. Ahora estaré más solo en esta cotidianidad que también tiene su epílogo.
Él en su trinchera y yo en la mía, disparando hacia esa realidad venezolana que amenazaba devorarnos.
En ocasiones, venia el dialogo fraterno y las recomendaciones de parte y parte, porque no nos ocultábamos nada, todo lo decíamos. Si su oficio de autor teatral era complejo y comprometido, el mío, de periodista en funciones críticas, era también urticante. Ahora estaré más solo en esta cotidianidad que también tiene su epílogo.
En ocasiones, cuando le cuestionaba que en tal o cual obra se había repetido, él, mi amigo Rodolfo Santana Salas, decía, o repetía sus conceptos: "Edgard: el obricidio es la obra asesinada, ritual donde quemo la pieza, con toda la investigación y notas referenciales, pues de no hacerlo, ese texto amenaza con aniquilarme a mí”.
Y repetía, casi como una letanía, “ya por poco me ocurre con La tierra de nadie. Ella me había hundido en insomnios, búsquedas sin sentido, rupturas afectivas y manías. Era un drama apocalíptico, con guerra nuclear y rusos en Maracaibo, ya que para ese entonces vivíamos en pleno fragor de la guerra fría. Dos años me tuvo arrastrándome sobre piedras y paranoias e inyectándome minusvalía con esos gritos que no me dejaban dormir: ¿dramaturgo?, que dramaturgo vas a ser tú que eres incapaz de escribirme”.
Y Rodolfo, cuyas conversaciones eran espectaculares por la teatralización que hacía de todo, añadía: “me enredaba, me producía insomnio: cambiaba los personajes de un día para otro, transformaba escenas, situaciones. Nada ligaba. Una noche desesperado, entendí que ella me estaba matando. Me devoraba los sesos y la imaginación, situándome en la órbita de un círculo vicioso que se estrechaba más y más. Entonces, en un gesto frío que habría admirado un asesino múltiple, agarre todo el trabajo sobre la obra: escenas, notas, fichas y lo quemé. Mientras el fuego devoraba todo ese papelero, me sentí limpio, libre. Cuando la quemé, aún me chillaba desde las notas marginales que estaban en las gavetas; también les di visado a la hoguera y recobre el sueño profundo”.
Él asesinó varias obras y nos lo contaba cada que podía, porque “ha sido reconstituyente, no me apego a ellos y sus defectos son propios a los límites de mi talento”.
Y como moraleja nos enseñó que una obra de teatro es un ser vivo, un mundo probable con leyes especificas, que en oportunidades si no sabemos manejarlo como ser vivo es capaz de consumirnos.
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