Enrique Buenaventura, patriarca del teatro colombiano |
Durante muchos años la dramaturgia colombiana se
desarrolló en dos sentidos opuestos, que corresponden a dos tradiciones culturales
de nuestro país, escribe Enrique Buenaventura en el Número 59 de la revista cubana Conjunto.
Por un lado, y hundiendo sus raíces en la
Conquista, la Colonia y la trata de esclavos, hay una tradición de teatro
marginal, campesino, que en Antioquia da origen al sainete o mojiganga y en las
dos costas a representaciones carnavalescas o de otro tipo. Por otro lado, en
las aldeas, que lentamente --y en los últimos treinta años con un ritmo cada
vez más vertiginoso y caótico-- se van convirtiendo en ciudades, va surgiendo
una tradición sin mucha continuidad que no es más que una imitación de lo que
se hacía primero en España, después en Francia y más tarde en los Estados
Unidos.
Mientras los campesinos mestizos o mulatos, en su
mundo cada vez más aislado, ignorado y deformado, siguen trasmitiendo formas de
representación de padres a hijos durante siglos --muchas de estas formas están
desapareciendo-- en Bogotá, en Medellín, en Popayán y en Cartagena se hacen
representaciones; familiares o públicas que imitan el sainete urbano español o
la comedia madrileña o la zarzuela y más tarde la comedia francesa o italiana.
A las ciudades, especialmente a Bogotá, llegaban
las compañías españolas con los melodramas del romanticismo o los dramones del
naturalismo, y los autores criollos hacían versiones nacionales de esas obras
con la esperanza de que esas compañías los estrenaran. Cuando lo lograban
sentían que habían sido colmadas sus aspiraciones. Los aficionados criollos a
la condición de actor aspiraban, por su parte, a convertirse en
"partiquinos" de esas compañías, ya que las mismas solo podían traer
figuras principales, a la "actriz de carácter", al "actor de
carácter", a "la dama joven" y al "galán joven".
LUIS ENRIQUE OSORIO
Hubo en el siglo pasado y en la primera mitad de
este, muchos intentos de formar compañías estables, a la manera de las que nos
visitaban, y los proyectos de crear una compañía oficial tampoco faltaron.
Nunca lograron estos intentos convertirse en realidad. Entre los años cuarenta
y cincuenta el intento más duradero y exitoso fue el de Luis Enrique Osorio,
valioso en muchos aspectos, especialmente porque se trataba de un hombre de
teatro, director, actor, cantante, coreógrafo y empresario, amén de crítico
teatral y columnista de El Tiempo.
Dentro de la tradición citadina se concebía la
dramaturgia como el texto literario y el texto literario como la base del
espectáculo teatral. Yo mismo me formé en esta tradición. Las primeras
compañías con las cuales anduve, que eran medio teatro, medio circo, giraban
alrededor del texto literario. A decir verdad, utilizaban dos textos verbales:
el que decía el apuntador y las "morcillas", o sea, el que
intercalaban los actores a fin de lograr una relación directa con los
espectadores por encima o por debajo del texto propiamente dicho, el texto del
apuntador. Los apuntadores desarrollaban una extraordinaria habilidad para
callarse a tiempo, permitiendo la "morcilla".
TRADICION ARGENTINA
Después, cuando trabajé en Buenos Aires en el
Teatro Independiente, me encontré con una tradición sólida en la cual se habían
formado "grupos", la mayor parte a manera de cooperativas, es decir,
que no dependían de una empresa y en la cual se formaban autores, directores y
escenógrafos. Para mí esto era una revelación y una revolución. Se discutía, se
estudiaba a Stanislavski, se hablaba de Brecht, se montaba a los clásicos de
manera audaz y se llevaba a escena nuevos textos de autores extranjeros y
nacionales, aquellos que no interesaban a las compañías tradicionales
comerciales ni al teatro oficial. Estas audacias, que a mí me parecían
–repito-- radicales, atrajeron un nuevo público.
Entre tanto, en Colombia "la violencia"
había cambiado profundamente el país, había acelerado la emigración del campo a
las ciudades y había convertido a miles de campesinos en proletarios y en
guerrilleros. Con el país más o menos aldeano, se había esfumado ese teatro que
mezclaba la estructura de la comedia y el sainete españoles con la temática de
nuestros viejos partidos y sus querellas tan ingenua e ingeniosamente
escenificada en El doctor manzanillo y
en Ay sos, camisón rosado, o en las charadas, imitaciones y
astracanadas de Campitos.
BRECHT MAL DIGERIDO
Los que empezamos en la última década del cincuenta
en Bogotá y en Cali, especialmente, veníamos de diferentes lugares a renovar el
Teatro.
¿Cuál podía ser, en esa época y con la formación
que teníamos, esta renovación? Consistía, en primer lugar, en abrirnos a lo
"universal", en romper con la aldea. Montamos textos clásicos,
modernos y contemporáneos y nos volvimos hacia lo nacional con otra óptica, con
un deseo de ir a las raíces, al auténtico folclore, a las genuinas expresiones
populares. Así nace A la diestra de Dios Padre, que
intenta ingenua y todavía torpemente --en su primera versión-- recoger el
lenguaje popular recreado por Carrasquilla y fundirlo en la forma de la
mojiganga con un brechtianismo mal dirigido.
En Bogotá la audacia y la fiebre renovadora llevan
hasta el teatro del absurdo y hasta las epatantes agresiones de Arrabal. En
Medellín no faltan tampoco los intentos --un poco más esporádicos-- de
"ponerse al día".
Cae la dictadura de Rojas Pinilla y los viejos partidos
tradicionales tratan de palear su profunda e interminable crisis con el
"Frente Nacional".
Aparentemente mantienen el status y dominan la
situación, pero no solamente no sofocan sino acrecientan también la
inconformidad. Son años de transformación cualitativa de la guerrilla, de auge
del movimiento obrero y radicación del movimiento estudiantil. A este nuevo
contexto responde el teatro con gran empuje y vitalidad.
Esto no es extraño. Entre todas las expresiones
artísticas, el teatro es lo que más depende de una relación viva y directa con
el público. En los momentos cruciales, en los momentos en que la sociedad es
sacudida por movimientos y corrientes de profunda transformación, el teatro es,
quizás, la expresión artística que más se compromete o, dicho de otra manera,
la expresión artística que se ve más cuestionada, más obligada a responder.
Nosotros pudimos pensar y efectivamente pensábamos
que la apertura hacia lo universal nacía de una necesidad nuestra, de un
impulso puramente artístico, de un deseo y una necesidad de renovación
estéticos. Lo que no podíamos saber y ahora sí podemos considerar es que ese
impulso era más vasto, más profundo y más complejo. Era todo el país el que se
movía en este sentido. Los viejos partidos, que sentían que el país se les iba
de las manos, apretaron la tuerca. Dentro de la represión cayó el teatro y
fuimos expulsados del campo oficial en el cual aparecíamos, ya, como
conspiradores.
GRUPOS INDEPENDIENTES
Estos acontecimientos nos señalan nuestro verdadero
error, nuestro verdadero trabajo.
Así surgen los grupos independientes, dueños de
precarios medios de producción y en los cuales la responsabilidad del
espectáculo no es ya del director sino de todos los integrantes del grupo.
Semejante situación no es sostenible si no se lucha por un nuevo público, un
público que entienda esa situación, que la comparta.
He aquí cómo se van dando condiciones objetivas y
subjetivas para que se produzca un movimiento teatral. Como todo el mundo sabe,
un movimiento no es la suma de compañías o grupos de teatro reunidos en un
momento y en un lugar. Para que haya un movimiento se necesita que existan
algunas constantes, algunos elementos comunes que le den organicidad, tales
como el hecho de compartir una cierta noción de la función del teatro dentro
del contexto cultural en un momento dado, un determinado manejo de los
elementos fundamentales del lenguaje teatral: el espacio, el tiempo, el uso de
los objetos, las soluciones escenográficas, los personajes, las situaciones, el
trabajo con máscara, maquillaje u otra forma de caracterización y utilización
de la música, etcétera.
Ello no quiere decir, por supuesto, que todos los
grupos que constituyen un movimiento han conseguido una especie de milagroso
acuerdo sobre esos y otros aspectos del lenguaje. La formación de un
movimiento, como he tratado de demostrarlo en el somero recorrido histórico que
he intentado, no es, fundamentalmente, un acto voluntario. La mayor parte de
esos acuerdos es impuesta por las condiciones objetivas. Dueños de mínimos
recursos, tuvimos que hacer de la pobreza una virtud y hasta una categoría
estética. Necesitados de un público tuvimos que inventar las formas de
consultar sus gustos, sus ideas, sus aspiraciones.
Si echamos una ojeada a movimientos teatrales del
pasado, al isabelino, al teatro barroco del siglo XVII en España o al
movimiento de teatro político en la República de Weimar, veríamos que se dan
las características señaladas. La manera, en que una nueva relación con un
nuevo público produce una revolución en las formas y los contenidos del teatro,
es fácil de comprobar en esos casos ejemplares, incluso con documentos
históricos como El arte nuevo de hacer comedia,
de Lope de Vega. Ahora bien, acuerdos tácitos, cumplimientos más o menos
inconscientes de ciertas constantes, no significan unanimidad, ni siquiera
buenas relaciones de los grupos. Con todos estos acuerdos básicos, los
isabelinos se atacaban entre ellos y competían sin misericordia y de todos es
conocida la violencia, la crueldad y a veces la sevicia con que se trataban
entre sí los teatreros del barroco español o las disputas sin cuartel entre los
grupos en la Alemania de los años 20.
POLITICA Y CULTURA
Nosotros no somos, precisamente, un caso aparte. El
Nuevo Teatro desde sus albores, abre una controversia sin concesiones en cuanto
a las relaciones de teatro y política y en cuanto a problemas formales, una
polémica que poco a poco se va convirtiendo en una teorización de la práctica,
que cada vez va ganando más niveles en profundidad y amplitud.
La teorización es otra de las características de un
movimiento. En Francia, Molière teoriza a través de su impromptu en su polémica
contra los cómicos de la compañía italiana, y con la herencia estética de
Corneille y Racine; Shakespeare introduce sus opiniones estéticas en varias
obras; la polémica de los años 20 en Alemania engendra la teoría teatral más
sólida de nuestro tiempo, los Escritos de Bertolt Brecht.
Un movimiento necesita la reflexión rigurosa sobre su práctica, so pena de
estancarse y morirse.
Es así como esta reflexión nos lleva, en el Nuevo
Teatro, a cuestionar nuestra propia formación, nuestra forma de producción de
los espectáculos, nuestra relación con el público, nuestra función en el
contexto cultural en el cual trabajamos y nuestra posición frente a la política
cultural oficial.
Sería largo y dispendioso dedicarme en estas notas
a reseñar el cuestionamiento que nuestra práctica teórica ha realizado en todos
y cada uno de los aspectos. Como hemos escogido uno, a ése vamos a dedicarnos,
es decir, nos vamos a limitar al tema de la dramaturgia y sus relaciones con el
Nuevo Teatro.
En las historias del teatro, en general, la
dramaturgia aparece como una colección de textos escritos en distintas épocas
para ser representados, los cuales supuestamente constituyen un género que se
suele denominar género dramático o literatura dramática.
A partir más o menos del siglo XVII se fue
estableciendo poco a poco en la tradición europea la idea de que, en teatro, lo
fundamental, lo esencial, es el texto literario dramático y de que el "resto"
-el proceso de montaje- no es más que la "interpretación" del
subtexto.
Esto, para nosotros, cuando empezamos el teatro y
aún después de trajinar bastante con él, era un axioma. Fue difícil
desprendernos de esta arraigada convicción y aún hay muchos autores, directores
y actores del Nuevo Teatro que siguen convencidos de su vigencia. Para nosotros
ese problema ya no es tal, ya no es cuestión de polémica, es una cuestión
teórica que necesita desarrollarse apoyándose en la lingüística y en la
semiótica contemporánea, por un lado, y, por otro, en un mayor número de
trabajos prácticos.
La cuestión se plantea así: el teatro
no es un género literario. Muchos textos escritos para el teatro en distintas
épocas y lugares hacen parte de la literatura tan legítimamente como los textos
que, convencionalmente, pertenecen al género lírico, épico o novelístico. El
teatro es una relación viva y efímera entre los actores y los espectadores en
un lugar y en un momento dado. Como dice Rossi Landi fuera de ese momento
no hay teatro. Ni el edificio teatral, ni los actores, ni el texto literario
son teatro fuera de ese momento, fuera de ese acto de representación. No se
trata, por supuesto, de un acto de representación cualquiera. La relación que
establece el teatro entre los actores y espectadores es distinta de las que
establecen otros tipos de representaciones, como los rituales religiosos, los
partidos de fútbol o los mítines políticos. En el teatro se representa una
imagen de la sociedad, a través de la historia ensayada por actores, con el
objetivo primordial de divertir a los espectadores, induciendo a enfrentar su
vida cotidiana en todos los aspectos significantes que reúne la ficción que
transcurre en el escenario.
Todos conocemos que no siempre hubo un texto literario
que debieran decir los actores en escena. Desde la pantomima romana hasta el
"acto sin palabra" de Becket, ha existido un teatro mudo, un teatro
de imágenes que, si bien utiliza un texto tácito, no importa, en él, la
“literatura”. En la comedia del arte sobre la base de un código de personajes
arquetípicos y de situaciones más o menos pautadas, los actores improvisaban el
texto. Esta condición aleatoria del texto ha permitido en el teatro adelantar
una lucha contra la censura que otras partes no podrían dar de la misma manera.
En el Music Hall inglés de los siglos XVIII y XIX los actores, avisados por
ciertas señales cambiaban el texto cuando llegaba la policía y en la España de
Franco y en el Chile de hoy se entrega un texto a la censura y se dice o sugiere
otro con ciertas claves secretas que el público entienda.
A decir verdad, el término "interpretar un
texto" --con todos esos falsos problemas de fidelidad o infidelidad-- no
da cuenta de las operaciones significantes que tienen lugar durante la práctica
del montaje. Esta es una práctica significante que, en relación con el texto
literario, con el espacio, los objetos, la música y otras materias
significantes, crea el texto del espectáculo, el cual es el verdadero texto
teatral siempre y cuando en él participe el público porque sin ésta
participación el texto no existe. En el siglo XVII, en algunos teatros de París
o de Londres, se cerraban las cortinas de los palcos al comenzar el espectáculo
y las actrices que no actuaban proporcionaban otros entretenimientos a los
espectadores. El teatro no era, en ese caso, más que una coartada. En cambio,
casos como el conocido con el nombre de "la batalla de Hernani" son
ejemplo de una apasionada participación de los espectadores. La batalla entre
románticos y clasicistas hizo, en esa ocasión, imposible la representación de
la obra de Víctor Hugo.
En el teatro naturalista esa participación fue a
menudo muy significativa. En una escena de Antes del amanecer,
de Hauptmann, un médico enfurecido arrojó unos fórceps al escenario mientras se
suponía que se llevaba a cabo un parto doloroso, interminable entre bastidores.
En Bogotá, durante la representación de un dramón español, un personaje
masculino increpaba a un femenino llamándole mala madre, mala esposa y mala
hija. Un cachaco guasón agregó desde el palco: "¡mala actriz!". De
tal manera el texto literario es uno de los dos elementos del espectáculo al
que no se le puede concebir fuera de unas convenciones teatrales dadas, fuera
de una estructura convencional que comprende la relación con los espectadores,
el espacio, el tiempo, el ritmo, el concepto de personaje, de argumento, de
verosimilitud, de decorados, de objetos, etc. Es cierto que un texto literario,
convencionalmente inscrito en cualquier género, nace también de convenciones
establecidas con los lectores y de otros textos, literarios o no. Es lo que
llama Julia Kristeva "geno-texto", la matriz compuesta por varios
tipos de textos donde se engendra un nuevo texto. Pero la matriz del texto
teatral está compuesta por textos específicamente teatrales, como el texto de
una gesticulación establecida, de una proxemia dada, de una topología del
espacio teatral, tradicional, etcétera.
Un texto literario escrito convencionalmente
–repito-- en un género cualquiera, nace de una matriz de texto, bien para
sumarse a la tradición y desarrollarla, bien para cuestionarla y transgredirla,
engendrando una nueva tradición, unas nuevas convenciones. Un texto teatral, en
cambio, reafirma o cuestiona y transgrede unas convenciones teatrales.
Una de las dificultades mayores en la traducción de
un texto shakesperiano es la relación orgánica, es decir, de expresión y
contenido, que ese texto tiene en el espacio teatral isabelino. Escenas enteras
pierden muchísimo de sus imágenes y de su poesía en la traducción porque
estaban escritas para ese espacio específico. Las escenas de exteriores, por
ejemplo, debían realizarse en la boca del escenario, las de interiores en el
segundo plano, abriendo las cortinas, y las de fantasmas y apariciones, en el
plano elevado. Las palabras y las imágenes aludían a esa topología especial,
pues habían sido engendradas por ellas y al traducirlas sin tener en cuenta ese
hecho se perjudican o, sencillamente, se destruyen. En el caso de Valle Inclán
ocurre lo contrario. Sus textos violentan, agreden y transgreden las
convenciones especiales, la estructura de argumento y personajes, las
costumbres de maquinarias y decorados del teatro de su tiempo.
TEXTOS MÁS ORGÁNICOS
Para terminar quiero plantear, pues, que el Nuevo
Teatro --al menos esa parte del Nuevo Teatro en la cual estamos inscritos
nosotros-- tuvo que enfrentarse a un nuevo concepto de "dramaturgia",
tuvo que llegar --difícil y lentamente-- a entender que la dramaturgia es el
texto del espectáculo compuesto de muchos textos, entre ellos el de la relación
con los espectadores. Eso incluye, también, aceptar un nuevo concepto de
"texto", elaborado por la semiótica contemporánea, es decir, que un
texto es, también, un comportamiento o un objeto en la medida en que tiene una estructura
orgánica que le otorga una cierta autonomía. De ese modo, un cuadro es un texto
para una semiótica de las imágenes icónicas.
En conclusión, la dramaturgia que ha creado el
movimiento del Nuevo Teatro con la nueva relación con un nuevo público, con la
nueva concepción del espacio escénico y de la escenografía, con sus
investigaciones en la actuación, ligada a su concepción del personaje y de la
acción teatral, todo lo que constituye la verdadera dramaturgia, está
engendrando en esa matriz textos literarios cada vez más orgánicos y cada vez
más teatrales en el sentido de estar imbricados, de estar orgánicamente
interrelacionados con los textos escénicos. Sobre este proceso teórico-práctico
hacen falta todavía teorizaciones más rigurosas, a fin de que se vuelva plenamente
consciente, al menos como modo de producción significante.
Enrique Buenaventura (Tomado de la Revista Conjunto, No. 59, ene.- mar. 1984, pp.
32-37.)
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