domingo, marzo 16, 2008

El legado del fotógrafo Miguel Gracia

"Tengo cáncer al pulmón, pero de esto no me muero. Y no lo juro por Dios porque no soy creyente, pero gracias a mis médicos, quienes desde el pasado diciembre me están tratando con radiaciones y quimioterapia, además de los cuidados de Pili, mi mujer, y de mis hijos, saldré de este momento difícil y podré seguir fotografiando a mis artistas hasta que tenga salir definitivamente de escena".
Así, primero por teléfono y después en persona, Miguel Gracia (Zaragoza, España, 8 de agosto de 1931) habló, sin dramatismo alguno, de su delicada enfermedad que desde finales del año pasado lo ha alejado de los teatros y otros espacios artísticos venezolanos, a los cuales, desde los años 60, convirtió en sus lisas para trabajar con su silenciosa cámara Leica. Y es por eso que ahora puede hablar muy satisfecho de su gran legado gráfico para la historia de las artes escénicas, tarea de lujo por lo cual el Ministerio del Poder Popular para la Cultura, previa calificación de un jurado, le adjudicó el Premio Nacional de Fotografía 2006.
Parafraseando a Rodolfo Santana, podemos señalar que para fortuna del teatro y la danza de Venezuela existe este Miguel Gracia, quien llegó a Caracas en mayo de 1958 y se quedó para formar un hogar con la madrileña María Pilar Blanco (Pili) y procrear a Miguel (1972) y Javier (1973), y además dedicarse de lleno a la fotografía de las artes escénicas, hasta constituir un inmenso y valioso archivo de no menos de 4 mil reseñas gráficas de las obras y las más exquisitas coreográficas presentadas en Caracas y otras ciudades de esta tierra de Gracia.
Él no necesitó de alientos o estímulos especiales y se convirtió en “el ojo avizor y con sacrificios, saltando obstáculos, persistió en su intención sin que nada lo apartara de esa vereda repleta de escenarios hirvientes, de testimonios escénicos. Una ruta que, al igual que el Camino de Santiago, construyó un logro y un encuentro consigo mismo”.
No niega que aquí en Caracas se hizo fotógrafo, porque antes era joyero. Le enseñaron a revelar, a moverse entre los ácidos y las luces, además de las cubetas del indispensable laboratorio, para hacer posibles unas imágenes testimoniales que pasaron a la fundamental cronología de las artes criollas. Nadie le enseñó a tomar fotos, tampoco nadie le dijo como tomarlas mejor. Asegura que tuvo pocos errores, porque sus trabajos iniciales en teatro y danza sirven.
Él, que si está preparado para todo, nos enfatizó que no quiere deshacerse de su archivo y por eso lo deja a su familia, especialmente a su Pili, que es la celosa guardiana o cuidadora del mismo, para hagan con lo que les parezca y reitera que no hay nadie mejor que ellos para conservarlo. “El Estado nunca me lo ha querido comprar, pero yo tengo la suerte de que mi hijo Javier (el más pequeño, pero el más alto) ha seguido mis pasos y está haciendo un buen trabajo fotográfico. Puede ser que algunas personas que tenga dinero me lo pague al precio que yo lo ponga, pero nunca reconocerán el valor que le hemos dado nosotros, porque para mí ha sido mi vida o parte de ella, además de todo el cariño que he puesto en cada de esas fotografías. Porque he ido al teatro no ha trabajar sino a ver lo que hacían esos artistas. Seres que han reconocido mi trabajo sin chistar”.
-¿Cuántas obras ha fotografiado?
-Tengo unas 2.840 piezas teatrales. La primera es El conserje, de Harold Pinter, dirigida por Daniel Izquierdo; la hice en el Teatro Leoncio Martínez, ya desaparecido, en 1966. La más reciente es La Celestina, de Fernando de Rojas, puesta en escena por José Simón Escalona, en el Teatro Alberto de Paz y Mateos, el 27 de julio de 2007. En la danza comencé en 1969 y capté las coreografías del ballet de Nina Novak y he llegado hasta una hermosa serie de la Compañía Nacional de Danza, el 15 de septiembre de 2007. Tengo unas 1.042 danza y bailes. También hice unas series sobre personajes del teatro, la danza y las artes plásticas. Cuando tenga más fuerza en mis piernas volveré al teatro con mi Leica. ¡Te lo juro!
Crítico con Leika
Nos tocó compartir espectáculos y eventos notables con Miguel Gracia, como aquel festival en Valencia, en los años 70, cuando Armando Gotta y Miguel Torrence marcaban la pauta del buen teatro criollo. En ocasiones hasta discrepamos sobre la importancia de tal o cual montaje, pero sus agudos comentarios nos obligaron a volver a ver aquellos que habíamos encontrado deficientes, pero que él exaltaba por detalles “como aquella iluminación” o “ese movimiento”. En fin, es el único crítico teatral que no escribe sino que toma fotos y por eso también participó en aquel círculo de criticones que el inolvidable Ras dirigió en años pretéritos. Y no se puede ignorar que El teatro venezolano visto por Miguel Gracia (1966-2001) es uno los libros obligados para quienes pretendan reseñar en serio la saga de tal disciplina en este país.

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