Si lo que pasa en el escenario y esa mágica relación de lo que ahí transcurre con el público es parte el trabajo del crítico, lo que está por detrás, lo que se hace para conseguir una obra, montarla y exhibirla es tan importante como el espectáculo mismo. Son varias historias en una, son el acto carnal, la germinación, el desarrollo y el parto de la criatura. Por eso se afirma que el teatro es la vida, pero nunca la vida es un teatro, sino algo más complejo. Así pensamos nosotros. Por ahora no ahondamos en “el cómo” sino en “lo que hicieron” bien.
Eso nos ha pasado con Venezia, deliciosa creación escénica de Aníbal Grunn a partir del texto original de Jorge Accame (Buenos Aires, 1956), la cual hace temporada en el Teatro Escena 8 con las impactantes participaciones actorales de Elisa Stella, Virginia Urdaneta, la “Beba” Rojas y Adriana Romero y Marco Alcalá.
Venezia no se estrena en Venezuela. Durante el Festival Internacional de Caracas 2001 vimos la agrupación argentina Teatro de la Ciudad con Venecia de Jorge Acame, dirigida por Helena Trikek. Ese montaje, creado en 1998, era dramático y pesimista. Con la versión de Grunn, su Venezia (lo de la z es por Venezuela, como ha comentado) es un canto a la amistad, la solidaridad y los sueños o las creaciones de “la loca de la casa”, la imaginación de los seres humanos, esa que nos puede proporcionar las más gratas satisfacciones o amargas decepciones cuando era sólo fantasía lo creado. ¿Quién no se ha estremecido por situaciones así?
Venezia, producida por César Sierra, se desarrolla en Fundación La Clemencia, un pueblo al sur de las llanuras venezolanas, donde hay una casa de lenocinio cuyas únicas tres mujeres atienden a los ocasionales clientes: camioneros, algún ardiente viajero perdido y también a los pocos hombres que aún habitan ese caserío. Pero tambien-ahí está la diferencia con otras piezas burdeleras-las meretrices cuidan a la ciega Tana, anciana madama o dueña del prostíbulo, quien además de no tener recursos económicos lleva sobre su jorobada espalda el peso de una mala jugada que le hizo a un italiano que confío en ella, su enamorado minero que retornó a Venecia.
Las tres prostitutas y el chulo de turno montan una tramoya teatral y convencen a la vieja puta de que sí la van llevar a la urbe italiana para que pida perdón al enamorado que timó. Organizan su tinglado, teatro dentro del teatro, habilidoso juego cómplice que captura al espectador, pero la pecadora arrepentida se les muere cuando han llegado a la imaginaria ciudad de calles acuáticas. ¡Y la Tana descansa en paz porque cumplió parte de su anhelo!
Hay un delicado trabajo del versionista y del director, que es el mismo Grunn, ayudado por las estremecedoras caracterizaciones del trío de “bichas bien intencionadas”, de la veterana Elisa Stella y del erotómano bobito del pueblo, quienes hacen posible ese hermoso canto a las solidarias y buenas intenciones para hacer feliz a un ser humano y al público, por si fuera poco.
Eso nos ha pasado con Venezia, deliciosa creación escénica de Aníbal Grunn a partir del texto original de Jorge Accame (Buenos Aires, 1956), la cual hace temporada en el Teatro Escena 8 con las impactantes participaciones actorales de Elisa Stella, Virginia Urdaneta, la “Beba” Rojas y Adriana Romero y Marco Alcalá.
Venezia no se estrena en Venezuela. Durante el Festival Internacional de Caracas 2001 vimos la agrupación argentina Teatro de la Ciudad con Venecia de Jorge Acame, dirigida por Helena Trikek. Ese montaje, creado en 1998, era dramático y pesimista. Con la versión de Grunn, su Venezia (lo de la z es por Venezuela, como ha comentado) es un canto a la amistad, la solidaridad y los sueños o las creaciones de “la loca de la casa”, la imaginación de los seres humanos, esa que nos puede proporcionar las más gratas satisfacciones o amargas decepciones cuando era sólo fantasía lo creado. ¿Quién no se ha estremecido por situaciones así?
Venezia, producida por César Sierra, se desarrolla en Fundación La Clemencia, un pueblo al sur de las llanuras venezolanas, donde hay una casa de lenocinio cuyas únicas tres mujeres atienden a los ocasionales clientes: camioneros, algún ardiente viajero perdido y también a los pocos hombres que aún habitan ese caserío. Pero tambien-ahí está la diferencia con otras piezas burdeleras-las meretrices cuidan a la ciega Tana, anciana madama o dueña del prostíbulo, quien además de no tener recursos económicos lleva sobre su jorobada espalda el peso de una mala jugada que le hizo a un italiano que confío en ella, su enamorado minero que retornó a Venecia.
Las tres prostitutas y el chulo de turno montan una tramoya teatral y convencen a la vieja puta de que sí la van llevar a la urbe italiana para que pida perdón al enamorado que timó. Organizan su tinglado, teatro dentro del teatro, habilidoso juego cómplice que captura al espectador, pero la pecadora arrepentida se les muere cuando han llegado a la imaginaria ciudad de calles acuáticas. ¡Y la Tana descansa en paz porque cumplió parte de su anhelo!
Hay un delicado trabajo del versionista y del director, que es el mismo Grunn, ayudado por las estremecedoras caracterizaciones del trío de “bichas bien intencionadas”, de la veterana Elisa Stella y del erotómano bobito del pueblo, quienes hacen posible ese hermoso canto a las solidarias y buenas intenciones para hacer feliz a un ser humano y al público, por si fuera poco.
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