En Venezuela y el resto del planeta el teatro del absurdo mantiene su actualidad. Solamente podrá ser superado cuando la humanidad cambie, cuando hombres y mujeres acepten que sí son felices y lo puedan demostrar y que no lo expresen por un mero formalismo. Esto lo decimos porque la Compañía Nacional de Teatro (CNT), puesta en marcha por el dramaturgo Isaac Chocrón desde 1984, sigue indetenible a pesar de etapas apocalípticas y ahora incursiona en proyectos que la harán nacional y para que sea vista por un mayor número de habitantes de este país, donde además participan más artistas criollos o asimilados. Actualmente, bajo la égida del teatrero Eduardo Gil, borda un plan para producir y exhibir 24 espectáculos creados por un tinglado de directores y actores procedentes de las regiones que componen el mapa de Venezuela.
Y mientras llega el momento de ese gran banquete cocinado por histriones y dramaturgos, hay que continuar con la historia del teatro mismo, ya que la CNT produce y exhibe, en la Casa del Artista, una obra señalada como “de las más importantes del mundo”. Nos referimos a Días felices, escrita en Francia hacia 1960 por Samuel Beckett (Dublín, 13 de abril de 1906 /París, 22 de diciembre de 1989) y estrenada en Nueva York al año siguiente.
No es fácil ni cómodo el teatro de Beckett, especialmente para los que no reflexionan sobre el sin sentido de la vida y los significados de la condición humana en el siglo XX, amenazada de extinción por una ciencia anexada al arsenal militar o por un inenarrable consumismo que hace peligrar al planeta. Toda su narrativa y su dramaturgia deja una desazón o una alerta ante lo que pueda venir o está en camino. Es por eso que algunos teatristas y espectadores prefieren a otros autores, quienes no niegan a Beckett pero sí ayudan a mantener la parafernalia hacia el precipicio final con su "teatro avestruz", pero ese no es nuestro tema por ahora.
Días felices -con las correctas actuaciones de Diana Volpe y Salomón Adames, bajo la exploratoria conducción de Dairo Piñeres- se puede explicar como el drama de una señora burguesa que es devorada por la roca del consumismo de su contexto social, mientras que ella sólo se preocupa por su exterior y lo festeja, porque no hay nada que hacer sino vivir hasta el final. No es gratuito ni simbolista lo que propone Beckett. Es totalmente real y el que no lo entienda así, pues espere que la casera nevera un día lo engulla o que el automóvil que conduce se lance contra un muro y quede únicamente un amasijo de sangre y metales, como lo advierte la metáfora beckettiana. Eso no es divertido, pero sí la cosa mas cómica del mundo, según lo enseña el mismo autor.
Para el teólogo José de Segovia, la vigencia del teatro de Samuel Beckett está sin duda en ese “humano-eterno”, que representa la expresión más profunda del hombre, como un ser alienado, en un grito desesperanzado de muerte. El vacío terrible que llega desde la escena amarra al espectador en su asiento, ante un espectáculo que no es nada más que ese inmenso teatro que supone la vida, donde todos nos escondemos con mascaras como seres alienados, tanto de Dios como de sí mismo y sus semejantes.
Y mientras llega el momento de ese gran banquete cocinado por histriones y dramaturgos, hay que continuar con la historia del teatro mismo, ya que la CNT produce y exhibe, en la Casa del Artista, una obra señalada como “de las más importantes del mundo”. Nos referimos a Días felices, escrita en Francia hacia 1960 por Samuel Beckett (Dublín, 13 de abril de 1906 /París, 22 de diciembre de 1989) y estrenada en Nueva York al año siguiente.
No es fácil ni cómodo el teatro de Beckett, especialmente para los que no reflexionan sobre el sin sentido de la vida y los significados de la condición humana en el siglo XX, amenazada de extinción por una ciencia anexada al arsenal militar o por un inenarrable consumismo que hace peligrar al planeta. Toda su narrativa y su dramaturgia deja una desazón o una alerta ante lo que pueda venir o está en camino. Es por eso que algunos teatristas y espectadores prefieren a otros autores, quienes no niegan a Beckett pero sí ayudan a mantener la parafernalia hacia el precipicio final con su "teatro avestruz", pero ese no es nuestro tema por ahora.
Días felices -con las correctas actuaciones de Diana Volpe y Salomón Adames, bajo la exploratoria conducción de Dairo Piñeres- se puede explicar como el drama de una señora burguesa que es devorada por la roca del consumismo de su contexto social, mientras que ella sólo se preocupa por su exterior y lo festeja, porque no hay nada que hacer sino vivir hasta el final. No es gratuito ni simbolista lo que propone Beckett. Es totalmente real y el que no lo entienda así, pues espere que la casera nevera un día lo engulla o que el automóvil que conduce se lance contra un muro y quede únicamente un amasijo de sangre y metales, como lo advierte la metáfora beckettiana. Eso no es divertido, pero sí la cosa mas cómica del mundo, según lo enseña el mismo autor.
Para el teólogo José de Segovia, la vigencia del teatro de Samuel Beckett está sin duda en ese “humano-eterno”, que representa la expresión más profunda del hombre, como un ser alienado, en un grito desesperanzado de muerte. El vacío terrible que llega desde la escena amarra al espectador en su asiento, ante un espectáculo que no es nada más que ese inmenso teatro que supone la vida, donde todos nos escondemos con mascaras como seres alienados, tanto de Dios como de sí mismo y sus semejantes.
No es muy frecuente que la cartelera teatral caraqueña oferte una obra de tales densidades temáticas,ya que la gran parte de sus espectáculos son banales o selectos aportes del "teatro avestruz".
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