El poder de un gobernante no debe estar sustentado sólo en la lealtad de los militares, porque la traición de los altos o medios mandos puede derrumbar, cual castillo de naipes, su régimen. El gobierno de un presidente debe además estar cimentado en el pueblo que lo designó y en las leyes que rigen al Estado, pero ese colectivo social sí debe poseer capacidad para manifestarse y hacer realidad su apoyo al mandatario e imponer así el ordenamiento jurídico, porque si no todo será simplemente letra muerta y sin ninguna fuerza ante las armas y la violencia de quienes lo derroquen e instalen un mando provisional, mientras los lideres golpistas buscan, desesperadamente, legitimarse, a cualquier precio, tal como ha ocurrido desde los césares hasta casos recientes.
Ese presidente sabía que estaba en marcha un golpe de Estado y si fracasaba, después atentarían contra su vida. Y si se escapa, intentarían, en cuestión de meses, provocar una intervención extranjera o una consulta electoral para provocar su renuncia. Y si todo eso no lograba sacarlo de la silla presidencial, les quedaba incrementar la ya creciente corrupción de los funcionarios del gobierno que comandaba, aderezado todo eso con violencia criminal, huelgas y otros obstáculos posibles para impedir la gobernabilidad de la nación y precipitarla en un caos inédito. Había caído en desgracia y sus enemigos lo querían afuera, a cualquier costo, ante la mirada cómplice de los que disentían de su mandato y no hacían nada para impedir la ruptura del estatuto constitucional.
Esas estrategias políticas, nada desconocidas, y las historias posibles que de ellas se generarían, deben haber pasado por la cabeza de Salvador Allende aquel martes 11 de septiembre de 1973, cuando, acorralado en su oficina del presidencial Palacio La Moneda, sufrió el demoledor paso del tiempo del putchs neofacista, entre las 7:30 AM y las 2.30 PM, hasta que se suicidó para evitar otro escarnio. También se dice que lo mataron para simplificarle las cosas al gobierno de facto que instauró el general Augusto Pinochet, quien impuso una “dictadura desarrollista”, la cual duró 17 años y dejó miles de muertos y desaparecidos, además de millones de frustraciones.
Recordamos esa etapa trágica de la nación austral de este balcanizado continente, porque Producciones Mimí Lazo mostró en el Celarg las cuatro primeras funciones del monólogo Allende, la muerte de un presidente del periodista argentino Rodolfo Quebleen (1938), magistralmente encarnado por el primer actor Roberto Moll. Esta pieza, hasta ahora la única con tal temática y argumentación, fue escrita en inglés y exhibida en Nueva York y después en Caracas durante el año 2006. Ahora se le presenta aquí, por primera vez en castellano, y es posible que haga temporada y además recorra varias urbes venezolanas, durante los venideros meses de enero y febrero.
Quebleen investigó lo ocurrido en Santiago de Chile, aquel 11-S, y así creó una saga teatral, confrontada con hechos reales y un prolijo estudio sobre la personalidad de Allende. Lo que hizo el mandatario en esas últimas siete horas de su vida no está oficializado, pero sí esperó a que los militares negociaran, que hubiese un dialogo y se fijaran condiciones para impedir una masacre civil, pero eso nunca se dio. ¡El golpe de Estado carecía de retroceso y de escrúpulos!
El director Luis Fernández, con apoyaturas sonoras y flashes radiales, encerró al estremecedor Allende que creó orgánicamente Moll y lo entregó a una serie de tareas físicas para soportar y superar el tedio mientras llegaba la muerte. El final se materializa con una sombra sobre el presidente y un balde de agua-sangre que cae sobre el albo telón del foro para anunciar la tragedia que viviría esa nación hasta que se marchara Pinochet. ¡Lo ocurrido fue superior a todas las ficciones!
Creemos que el director Fernández puede aún enriquecer su montaje en función de la comodidad de los espectadores y para apoyar aún más el trabajo de su actor. Y para ello tiene documentales y fotografías sobre aquel fatídico 11S que harían más patética la predica antigolpista de esta pieza de Rodolfo Quebleen. Y eso se podría apreciar durante la próxima temporada.¡Inventamos o erramos!
Ese presidente sabía que estaba en marcha un golpe de Estado y si fracasaba, después atentarían contra su vida. Y si se escapa, intentarían, en cuestión de meses, provocar una intervención extranjera o una consulta electoral para provocar su renuncia. Y si todo eso no lograba sacarlo de la silla presidencial, les quedaba incrementar la ya creciente corrupción de los funcionarios del gobierno que comandaba, aderezado todo eso con violencia criminal, huelgas y otros obstáculos posibles para impedir la gobernabilidad de la nación y precipitarla en un caos inédito. Había caído en desgracia y sus enemigos lo querían afuera, a cualquier costo, ante la mirada cómplice de los que disentían de su mandato y no hacían nada para impedir la ruptura del estatuto constitucional.
Esas estrategias políticas, nada desconocidas, y las historias posibles que de ellas se generarían, deben haber pasado por la cabeza de Salvador Allende aquel martes 11 de septiembre de 1973, cuando, acorralado en su oficina del presidencial Palacio La Moneda, sufrió el demoledor paso del tiempo del putchs neofacista, entre las 7:30 AM y las 2.30 PM, hasta que se suicidó para evitar otro escarnio. También se dice que lo mataron para simplificarle las cosas al gobierno de facto que instauró el general Augusto Pinochet, quien impuso una “dictadura desarrollista”, la cual duró 17 años y dejó miles de muertos y desaparecidos, además de millones de frustraciones.
Recordamos esa etapa trágica de la nación austral de este balcanizado continente, porque Producciones Mimí Lazo mostró en el Celarg las cuatro primeras funciones del monólogo Allende, la muerte de un presidente del periodista argentino Rodolfo Quebleen (1938), magistralmente encarnado por el primer actor Roberto Moll. Esta pieza, hasta ahora la única con tal temática y argumentación, fue escrita en inglés y exhibida en Nueva York y después en Caracas durante el año 2006. Ahora se le presenta aquí, por primera vez en castellano, y es posible que haga temporada y además recorra varias urbes venezolanas, durante los venideros meses de enero y febrero.
Quebleen investigó lo ocurrido en Santiago de Chile, aquel 11-S, y así creó una saga teatral, confrontada con hechos reales y un prolijo estudio sobre la personalidad de Allende. Lo que hizo el mandatario en esas últimas siete horas de su vida no está oficializado, pero sí esperó a que los militares negociaran, que hubiese un dialogo y se fijaran condiciones para impedir una masacre civil, pero eso nunca se dio. ¡El golpe de Estado carecía de retroceso y de escrúpulos!
El director Luis Fernández, con apoyaturas sonoras y flashes radiales, encerró al estremecedor Allende que creó orgánicamente Moll y lo entregó a una serie de tareas físicas para soportar y superar el tedio mientras llegaba la muerte. El final se materializa con una sombra sobre el presidente y un balde de agua-sangre que cae sobre el albo telón del foro para anunciar la tragedia que viviría esa nación hasta que se marchara Pinochet. ¡Lo ocurrido fue superior a todas las ficciones!
Creemos que el director Fernández puede aún enriquecer su montaje en función de la comodidad de los espectadores y para apoyar aún más el trabajo de su actor. Y para ello tiene documentales y fotografías sobre aquel fatídico 11S que harían más patética la predica antigolpista de esta pieza de Rodolfo Quebleen. Y eso se podría apreciar durante la próxima temporada.¡Inventamos o erramos!
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