jueves, julio 16, 2009

El pez sigue fumando

Hacer que el teatro venezolano, con más de 400 años de historia, alcance un perfil académico es el reto de las autoridades fundadoras de la Universidad Nacional Experimental de las Artes (Uneartes). Con profesores capaces y estudiantes interesados en incrementar sus conocimientos y desarrollar sus condiciones innatas, será posible que los egresados alcancen el nivel de una institución de educación superior, pero únicamente la práctica los consagrará, especialmente a los que escogieron ser actores o actrices o algún otro rubro del complejo arte teatral. No es tarea fácil, porque “lo que natura non da, Salamanca non presta”, pero tampoco es imposible.
¿Tendrá así la escena criolla a una nueva generación de comediantes, autores, directores, etcétera? Son interrogantes que tendrán respuesta durante los años venideros. Somos optimistas, por supuesto. No podemos dudar que los cambios artísticos, como los sociales, no los detiene nadie y ahí está la historia de la humanidad para corroborarlo.
Recordamos esto, tras haber visto el excelente espectáculo El pez que fuma que ha dirigido Dairo Piñeres con un destacado elenco integrado por siete estudiantes de la asignatura Montaje Profesional del noveno semestre de la Facultad de Teatro de Uneartes, reforzado con otros seis jóvenes actores.
Esta es una obra emblemática del teatro (1968) y del cine (1977) venezolanos, porque su creador, Román Chalbaud, condensó ahí la tormentosa vida de un grupo de prostitutas, clientes y chulos presentes en el burdel-botiquín El pez que fuma (su nombre original era La Pedrera), el cual funcionó en la parroquia Carlos Soublette del Litoral Central. Es también, entre otras cosas, una denuncia sobre el decadente sistema político criollo de mediados del siglo XX, cuando el ascenso social no era precisamente por méritos si no por trampas, o cuanto todo era permisible, porque el fin justificaba los medios y algo más.
Hay que subrayar, una vez más, que El pez que fuma es una historia de ficción sobre el poder, materializado en el control o el dominio que se ejerce en dicho burdel ­ -rebautizado El pez que fuma, tras haber servido de localización para que Chalbaud rodara ahí su película- por intermedio de la madama o meretriz mayor, La Garza, quien a su vez cuenta con un marido o chulo de turno, que pretende ser el líder o el jefe, pero que está en las manos, o mejor dicho entre las piernas de la patrona. Las crisis por el control del poder, o sea todo lo que significa y hace La Garza, se desatan porque su amante favorito está preso y éste desde la cárcel le envía un emisario, o sustituto, o espía para que controle al hombre que hasta ahora lo ha reemplazado o sustituido hasta ese momento. Estallan las pasiones y hay una muerte, prácticamente simbólica, porque El pez que fuma seguirá funcionando con nuevos amos o amas, hasta que ellos mismos generan sus relevos. ¿El teatro copia a la vida o la vida genera fantásticos argumentos teatrales?
El director Piñeres, a sabiendas de que ninguno de sus 13 actores tenía la edad cronológica de los personajes chalbaudianos, jugó su montaje entre un ligero realismo y lo maquilló con otro tanto de expresionismo. Lo obtenido es estremecedor, por el obvio esfuerzo de todos los intérpretes y por las actuaciones al borde del patetismo hiperrealista que cubrió todo el montaje. Allí hay, pues, un grupo de convincentes comediantes.
José A. Algara, Luis A. Ramírez, Adriana Galíndez, Dayana Cario, Theylor Plaza, Lismar Ramírez y Sorgalyn Carrasquel, reforzados por Alexander Rivera, Moisés Berroterán, Javier De Vita, Luis Vicente González, Jesús Das Merces y, muy especialmente, Marco Antonio Alcalá, son los interpretes que sí lograron materializar a sus sórdidos personajes y generar la catarsis natural entre un auditorio que disfrutó del montaje y ponderó el mensaje ahí propalado, desde la Sala Rajatabla, ahora en este crispado siglo XXI.

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