A 23 años de su estreno ha regresado la pieza mas chocroniana. |
A
cinco años de su mutis es conveniente abrir una reflexión entre amigos, alumnos
y la familia elegida para que en un futuro mediato se tenga el mayor número de
historias o análisis sobre su personalidad y su obra cultural, toda una honesta
memoria colectiva de quienes lo conocieron. Hombre que amó y nunca se ocultó tras puertas,
alcabalas ni closets. Como sabía cuál era el valor del legado literario que
dejaba y también conocía de la ingratitud de muchas memorias oportunistas,
organizó la puesta en marcha de una fundación, que llevaría su nombre, y se
dedicaría a estimular el arte teatral para artistas y formación del público,
organismo que actualmente preside el actor Javier Vidal Prada.
Nos referimos al dramaturgo Isaac Chocrón Serfati
(Maracay,25.09.1930/ Caracas, 06.11. 2011), venezolano, de origen judío, que
pudo vivir y disfrutar todo lo que eligió. Tenía una esmerada capacitación
profesional y sólidos soportes económicos, pero, gracias a su conducta
humanista, escogió el apostolado cultural y trabajó para el desarrollo artístico
de las nuevas generaciones desde las cátedras universitarias que regentó y los institutos
que comandó. Intelectual de obra propia, como pocos, y nada egoísta con los
demás.
Él,
sin asumirse como discípulo de Jean Paul Sartre, hizo suyo aquello de que el
dramaturgo contemporáneo tiene que escoger, entre sus situaciones límites,
precisamente aquella que pueda expresar mejor sus preocupaciones y presentarlas
de tal manera al público como “amenazas” a algunas de sus libertades, porque
“solamente así el teatro reencontrará la resonancia que ha perdido, solo así se
podrá unificar a los públicos diversos que hoy en día lo frecuentan”. Dicho en
palabras coloquiales, decidió que su teatro debía estar conectado con lo que
ocurre o sucede en el país donde se le produce y representa, y que su
actualidad debía ser el norte de sus creadores. Y fue otro convencido cómplice
en aquello de lo que debe ser el teatro en los tiempos modernos o sobre lo que
deben hacer sus escritores al pergeñar sus obras, precisamente ahora cuando el
peligro que se cierne sobre la libertad de los seres humanos para amar en toda
su intensidad posible no ha menguado y ha terminado por ser una pandemia
mundial, como es el caso del Sida, que ha dejado mortíferas secuelas desde
mediados de los años 80 del siglo pasado.
SIDA EN VENEZUELA
Aquí
en Venezuela, a lo largo de los años 90 de la centuria pasada, Elio Palencia,
Marco Purroy, Johnny Gavlovski y David Osorio Lovera e Isaac Chocrón se fijaron
en ese tema del Sida, lo amaron y optaron por escribir sus textos: Anatomía
de un viaje, Habitación independiente para un hombre solo, Hombre,
El
último brunch de la década y
Escrito y sellado. Añadieron,
pues, a la larga lista de personajes del prototipo venezolano, a seres nunca
antes vistos en la escena o morando entre los libros, como son: Gabriel,
Héctor, Bruno, Esteban, Marco, Nico, Santy, Luis y Saúl (Isaac), además de Sara
y Miguel, entre otros individuos de conductas homosexuales, bisexuales o
heterosexuales infectados por el retrovirus del Sida, el cual puso en peligro a
la humanidad entera, sin distingos de costumbres amatorias y/o sexuales.
Y eso
era y sigue siendo una novedad en el teatro venezolano, para no citar al de
otros países, donde sus dramaturgos escriben sobre el temible VIH. Ellos son pioneros
de una dramaturgia criolla sobre problemas tan inherentes a la vida y la
libertad humanas, como los provocados por el Sida, los cuales pueden afectar a
todos los humanos, sin que incluso haya mediado cualquier tipo de relación
sexual.
Con
la pieza Escrito y sellado (1993), que dirigió Ugo Ulive y
protagonizaron Fausto Verdial, Luigi Sciamanna y Gonzalo Velutini, Isaac
Chocrón dejó atrás a sus predecesores en el teatro del Sida. Su texto levanta
el espíritu y arrincona sentimentalismos y lloriqueos. No es un panfleto sobre
el VIH ni tampoco muestra aspectos de la enfermedad. Exhibe y hace énfasis en
cómo se puede manejar tal flagelo de manera positiva. Contribuye a disminuir el
tabú hacia el Síndrome y enfrenta a la pandemia como una enfermedad más, como fue
el cáncer en su momento. Recomienda asumir actitudes honestas y sinceras, para
que los seropositivos, o portadores sanos del VIH, y los que han vivido
alrededor de familiares o amigos infectados, puedan manejar mejor su situación.
Busca reflejar como la muerte de un ser humano no significa su desaparición,
significa algo más allá; es el alma que queda, su ánima en la memoria de los
seres queridos.
“No
hay que morir a causa de ella, si no vivir con ella”, ha escrito Chocrón al
tiempo que reconoció que Escrito y sellado es quizás
una de sus piezas más autobiográficas, “ya que ahí el personaje Luis es Luis
Salmerón que fue mi gran amigo, y es un homenaje que yo le hago al escribir esa
pieza, y el personaje Saúl soy yo”.
EN ESCENA
Desde el 28
de octubre, en
el espacio Alterno del Trasnocho Cultural, se puede ponderar el montaje que
Javier Vidal ha logrado con Escrito y sellado, a 23 años de su estreno.
Ahora los intérpretes son Gonzalo Velutini, Juan Carlos Ogando, Theylor
Plaza, Gladys Seco y Diana Díaz. Ellos hacen posible que Isaac, un profesor
judío viaja a Albuquerque para dar un curso sobre Shakespeare. En el transcurso
se encuentra con el ex actor Miguel, un viejo amigo que se hizo sacerdote
católico para poder superar la muerte de Luis, un joven de quien estaba
profundamente enamorado y que sale entre escenas deambulando y penando su
muerte. En la soledad penetrante que exhala Nuevo México el profesor encontrará
algo muy importante para vivir: el sentimiento de la otredad. Esta obra es un
fiel reflejo de la vida de Chocrón, cuenta muchas incertidumbres, dudas e
inconsistencias de esas que se tienen en la vida. Su texto más honesto y autobiográfico, donde
muestra y demuestra que la amistad y el amor son los únicos sentimientos nobles
del ser humano, el principio y el fin, además de razones para vivir.
Un espectáculo que no supera
los 90 minutos y se convierte en una comunión entre público y actores y
personajes, para llegar a la conclusión que el amor y la amistad
son los únicos sentimientos que justifica la vida misma, aunque el
amor y la amistad sea esquivos y hasta
torpes en sus elecciones. Una puesta en escena que nos remite al esquema de la
gran obra La muerte de un viajante,
de Arthur Miller, gran padre del teatro estadounidense, donde los muertos
conviven con los vivos y donde el tiempo y el espacio son una sola dimensión, como
lo descubrió ese otro gran judío, Albert Einstein.
El espectáculo es “minimalista”:
todo se realiza en un espacio a la isabelina, y tiene como utilería una silla playera,
una mesa y cuatro butacas, además de unas luces adecuadas y una interpretación
musical en piano. Es un montaje de maletín, de esos que se lleva fácilmente a
cualquier parte, como lo exigen los tiempos actuales.
Las actuaciones son
conmovedoras por el verismo de las mismas, desde el deambular fantasmal de
Theylor (Luis) hasta la pesadez graciosa y el ballet de las manos de Ocando
(Isaac), además de las conmovedora entregas de Velutini (Miguel, el sacerdote
que también es portador del Sida) y Sara, la mujer sin sexo de Isaac (trabajó
47 años en su casa), que estaba ahí gracias a Seco.
Ahora la última palabra
la tiene el público, para quien se ha trabajado pulcramente.
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