En los 30 años que estuvo en Venezuela, este cineasta
mexicano nacido en 1945 que se convirtió en uno de los precursores del cine
nacional al lado de Román Chalbaud y Clemente de la Cerda, nos dejó mucho más
que su gran cinematografía este 3 de julio.
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Mauricio
Walerstein llegó a Venezuela en el año 1972, para tomar las riendas de la
producción de una película con miras a regresar pronto a su país, donde era
conocido en su doble papel de director y productor. El cine azteca era una industria pujante y el apellido Walerstein no era
ajeno a ella. Su padre, Gregorio Walerstein, era además de escritor, un
prolífico productor mexicano que llegó a acumular una filmografía de 313
películas producidas.
El cine fue un oficio hereditario, por eso no fue extraño que a los 22 años, Mauricio comenzara a sumar en su filmografía bajo el papel de productor, títulos como Los Caifanes, Patsy mi amor, Para servir a usted y Paraíso.
Fue en
el año 1971 cuando empieza su trabajo detrás de las cámaras con los largometrajes
Las reglas del juego y un año
después estrena en México Fin de fiesta. Es en México donde conoce al cineasta Román Chalbaud durante un festival de
teatro y al director de fotografía Abigaíl Rojas, admirador de sus películas.
A
su llegada a Venezuela, en 1972, fue Abigaíl Rojas quien puso en sus manos un
ejemplar de la novela Cuando quiero
llorar no lloro, escrita por Miguel Otero Silva, con la intención de
llevarla al cine. Walerstein se enamoró de la historia y vio una oportunidad
de rodar fuera de su país temas que podían burlar la censura.
A
finales de la década de los 60 y principio de los 70, Walerstein sintió que
en México era imposible asumir una posición crítica desde el cine, porque el
gobierno mandaba en todos los procesos creativos, desde el dinero que
otorgaba para rodar películas hasta en las salas de proyección. Por eso,
vio la oportunidad en Venezuela de tener la libertad de explotar un
imaginario cinéfilo que se traduciría en historias que romperían esquemas no
sólo en Venezuela, también en Latinoamérica.
Mauricio Walerstein no lo sabía en su momento, pero con su primera película en el país iba marcar una pauta y a quedarse por más de tres décadas.
Cuando quiero llorar no lloro se
estrenó en 1973 con un gran éxito tanto de crítica como de taquilla. La
adaptación del libro a guión fue un trabajo en conjunto con Miguel Otero
Silva y Román Chalbaud, y de esa primera experiencia de Walerstein en el
país, logró el reencuentro de un público que necesitaba verse reflejado en la
pantalla grande.
Muchos
críticos de cine, llamaron a esa primera obra del mexicano en el país el paso
“hacia la industrialización de nuestro cine”, lo que representó el
reencuentro real con una producción nacional cinematográfica.
Mauricio
Walerstein había encontrado la fórmula de combinar con éxito lo político y
social, y la aplicó en sus dos siguientes producciones, Crónica
de un subversivo latinoamericano del año 1975, y su obra más reconocida fuera
del país, La empresa perdona un momento de locura , protagonizada por Simón
Díaz en 1978. Con este último largometraje, adaptación de la obra de teatro
de Rodolfo Santana, ganó el premio del público en la cuarta edición del
Festival de Cine Latinoamericano de Huelva, como un reconocimiento por
abordar el tema de la explotación en el ámbito laboral.
El nombre de Mauricio Walerstein ya se escribía en la historia del cine nacional como uno de los precursores de su crecimiento al lado de Román Chalbaud y Clemente de la Cerda. Después de su trilogía social, era el momento para Walerstein de experimentar en otros caminos: sus obsesiones. De lo social a la pasión
Irreverencia,
pasión, trasgresión y sensualidad. Esas cuatro características rondaron los
siguientes años en la filmografía de Mauricio Walerstein quien confesó que le
gustaban los personajes que “se aman hasta el límite, a veces hasta morir”.
Walerstein
consideraba que el cine venezolano estaba todavía plagado de temas sumidos en
el “colonialismo”, por eso, en 1982 su película La máxima felicidad llegó a las salas de cine con la intención de
romper paradigmas, una manera de cercar el tabú desde un tema donde explora
la bisexualidad y la historia de un triángulo amoroso entre dos hombres y una
mujer. También en esta ocasión, se apoyó en la homónima obra de teatro
de un conocido: Isaac Chocrón.
Más
allá de alejarse del tema, Walerstein siguió hurgando en las pasiones con una
obra cinematográfica que se inscribe como la más recordada, “Macho y hembra”
(1984), lo cual representó otro vuelco del público a las salas de cine.
Tres largometrajes más completarían su paso por el melodrama, De mujer a mujer (1986), Con el corazón en la mano (1988) y Móvil pasional del año 1993, aunque con estas nuevas experiencias las críticas apuntaban que el cine de Walerstein estaba rondando lo comercial, dejando de lado una profundidad en sus personajes.
El
cineasta mexicano toma una pausa y filma en Venezuela en el año 2000, Juegos bajo la luna.
Los
últimos días
Ante
el fallecimiento de su padre, Gregorio Walerstein, Mauricio regresa a México
para encargarse de la productora cinematográfica y se queda en su país donde
continúa como director en Travesía en
el desierto (2011), una co-producción México-Venezuela, apoyada por el
CNAC, la cual se estrenó ese mismo año en nuestro país y obtuvo 22.625
espectadores, para finalizar su trabajo tras las cámaras con Canon-fidelidad al límite (2014).
Aunque
no regresó más a Venezuela, sus lazos continuaron desde México donde siguió
en colaboración con directores, escritores y actores del país.
“Ni
yo he dejado Venezuela, ni Venezuela me ha dejado a mí”, confesaría el
director sobre sus 30 años de trabajo en el país, donde se apuntó como uno de
los precursores del cine nacional.
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Mawarí Basanta Mota
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