A los 45 años sabe que su poder proviene de su capacidad de trabajo aunado a su pragmática inteligencia y apuntalado en una fantástica pasión por la lectura como fuente básica de su formación. Por eso es el zar del teatro venezolano, porque fija los derroteros de los escenarios y lo que en ellos se hace, además de ser faro que orienta a los que quieren hacer una carrera artística y profesional. Es una versión para el siglo XXI de lo que fue el zar Nicolás Curiel en los años 50 y 60 en el Teatro Universitario de la UCV, otro criollo que marcó rutas y apuntaló generaciones de teatreros.
¿Quién rotuló a Héctor Manrique como el zar del teatro venezolano? No fuimos nosotros. Son aquellos que sabiendo que su progenitor es un comunista de los de antes, de esos que pagaron con cárcel, sangre y lágrimas sus radicales y comprometidas acciones revolucionarias contra los regímenes tiránicos de Pérez Jiménez, Betancourt y Leoni, así socarronamente lo etiquetaron. Otros lo identificamos con el poder de un artista honesto que sólo pretende llevar al pueblo al teatro para que, como lo confesó a Enza García, “en algún momento de su vida se convierta en una necesidad, porque soy de los que considera que ahí se tiene la posibilidad de encontrarse con uno mismo. Pero yo no obligaría a nadie a ir. Por eso no creo que deba ir, sino que ojalá quisiera ir. Además, hay una cantidad de venezolanos que no puede ir al teatro y no por una cuestión de índole económica, sino porque esto está llegando a muy pocas partes, dado que es una actividad fundamentalmente de Caracas y para una zona de Caracas. Pero no es solamente una responsabilidad del hombre de este oficio, lo es también de una política de Estado”.
Por eso, a este zar teatral su poder le emana de su trabajo y de su pasión para que sus compatriotas vean en la escena la revelación de sus cuitas en la dimensión exacta del hombre, creada por los dramaturgos. Otros críticos u observadores lo consideran una especie de rey Midas, porque todo lo que hace transforma a la taquilla en una mina de bolívares, sin contabilizar esas otras ganancias, las intangibles que alimentan a los pueblos cuando se culturizan.
Advierte que el teatro no dice qué es lo que el espectador tiene que hacer. Estimula a que haga lo que necesita hacer. No dice que las mujeres de un metro noventa, de 60-90-60, son las mujeres bellas. “Invita a que descubras la belleza que tú quieras. No es un arte masificador, por suerte”.
Héctor cuenta que a los 17 años cayó en el teatro. Quería hacer cine y su papá lo envió a que lo consultara con el crítico Rodolfo Izaguirre, director de la Cinemateca Nacional, pero éste lo conectó con José Ignacio Cabrujas, quien sin muchos preámbulos lo remitió al taller de Juan Carlos Gené y Eduardo Porte. Ellos lo involucraron en un fantástico experimento didáctico teatral, un intenso taller práctico y teórico, muy complejo, y el cual se realizaba de lunes a viernes, durante las tardes, que duró tres años. De ahí brotó una generación de actores, directores y técnicos que ahora destaca en el escenario venezolano. Y con una selección peculiar entre esos talleristas se formó el Grupo Actoral 80, cuyo comando tiene desde los años 90. “Recuerdo que debuté como actor el 13 de octubre de 1983”.
Y desde entonces ha trabajado como actor y director, además de ser maestro de otra generación de comediantes. Confiesa que es malo para las estadísticas, pero tiene no menos de 30 obras montadas y otra treintena de actuaciones. Y todo ese conjunto de hechos teatrales es porque además dirige el Grupo teatral de Caracas, que su amigo Fausto Verdial fundó. Esto le permite ahora dirigir la reposición de Final de partida, además de comandar y actuar en las piezas Todo los hombres son mortales y ¡…Y las mujeres también!
¿Quién rotuló a Héctor Manrique como el zar del teatro venezolano? No fuimos nosotros. Son aquellos que sabiendo que su progenitor es un comunista de los de antes, de esos que pagaron con cárcel, sangre y lágrimas sus radicales y comprometidas acciones revolucionarias contra los regímenes tiránicos de Pérez Jiménez, Betancourt y Leoni, así socarronamente lo etiquetaron. Otros lo identificamos con el poder de un artista honesto que sólo pretende llevar al pueblo al teatro para que, como lo confesó a Enza García, “en algún momento de su vida se convierta en una necesidad, porque soy de los que considera que ahí se tiene la posibilidad de encontrarse con uno mismo. Pero yo no obligaría a nadie a ir. Por eso no creo que deba ir, sino que ojalá quisiera ir. Además, hay una cantidad de venezolanos que no puede ir al teatro y no por una cuestión de índole económica, sino porque esto está llegando a muy pocas partes, dado que es una actividad fundamentalmente de Caracas y para una zona de Caracas. Pero no es solamente una responsabilidad del hombre de este oficio, lo es también de una política de Estado”.
Por eso, a este zar teatral su poder le emana de su trabajo y de su pasión para que sus compatriotas vean en la escena la revelación de sus cuitas en la dimensión exacta del hombre, creada por los dramaturgos. Otros críticos u observadores lo consideran una especie de rey Midas, porque todo lo que hace transforma a la taquilla en una mina de bolívares, sin contabilizar esas otras ganancias, las intangibles que alimentan a los pueblos cuando se culturizan.
Advierte que el teatro no dice qué es lo que el espectador tiene que hacer. Estimula a que haga lo que necesita hacer. No dice que las mujeres de un metro noventa, de 60-90-60, son las mujeres bellas. “Invita a que descubras la belleza que tú quieras. No es un arte masificador, por suerte”.
Héctor cuenta que a los 17 años cayó en el teatro. Quería hacer cine y su papá lo envió a que lo consultara con el crítico Rodolfo Izaguirre, director de la Cinemateca Nacional, pero éste lo conectó con José Ignacio Cabrujas, quien sin muchos preámbulos lo remitió al taller de Juan Carlos Gené y Eduardo Porte. Ellos lo involucraron en un fantástico experimento didáctico teatral, un intenso taller práctico y teórico, muy complejo, y el cual se realizaba de lunes a viernes, durante las tardes, que duró tres años. De ahí brotó una generación de actores, directores y técnicos que ahora destaca en el escenario venezolano. Y con una selección peculiar entre esos talleristas se formó el Grupo Actoral 80, cuyo comando tiene desde los años 90. “Recuerdo que debuté como actor el 13 de octubre de 1983”.
Y desde entonces ha trabajado como actor y director, además de ser maestro de otra generación de comediantes. Confiesa que es malo para las estadísticas, pero tiene no menos de 30 obras montadas y otra treintena de actuaciones. Y todo ese conjunto de hechos teatrales es porque además dirige el Grupo teatral de Caracas, que su amigo Fausto Verdial fundó. Esto le permite ahora dirigir la reposición de Final de partida, además de comandar y actuar en las piezas Todo los hombres son mortales y ¡…Y las mujeres también!
Maura y Manuela
Hugo, Carlos, Luis y Juan Alberto son sus hermanos, casados y con descendencia. Él, el tercero de ese quinteto, nació en Madrid, España, el 14 de enero de 1963, gracias al venezolano Héctor Rodríguez Bauza y la española Mauri Manrique. Cuando descubrió el teatro pretendió hacerse famoso con su “Héctor Rodríguez”. Pero un cómico homónimo, desde Maracay, le pidió que “no usara para nada su nombre”. Optó por utilizar su identificación legal, la de la cédula, pero como es larga y complicada con tantas eres la recortó y se quedó con “Héctor Manrique”. Está casado con Carolina Rincón (productora de sus espectáculos) y han procreado a Maura y Manuela, inteligentes niñas que le cambiaron la vida al papá y al artista, lo hicieron más humano y lo convirtieron en un feminista a ultranza, “porque las hembras de la especie humana están desprotegidas en una sociedad de puros lobos”, como nos lo ha dicho en repetidas ocasiones para explicar porque produce y dirige piezas como Monólogos de la vagina, No seré feliz pero tengo marido, Brujas y Confesiones de mujeres de 30, donde las féminas reclaman y pelean por sus derechos y hasta vencen a las fieras.
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