La temporada caraqueña abrió con el único espectáculo que estaba en cartelera durante las festividades navideñas. Eso es lo que permite que aún Club de caballeros prosiga atrapando espectadores.
Por supuesto que hay que reiterar, una vez más, que otra vez el teatro estuvo ausente de la escena durante la Navidad y el Año Nuevo. Precisamente durante esos festivos y comerciales 15 días cuando la población tiene más tiempo y más dinero para gastar o invertir en la cultura. No hay excusas racionales para privar a la comunidad de los necesarios espectáculos teatrales dirigidos a su intelecto.
Y es por eso que el 2007 se despidió con las salas teatrales cerradas, tanto las públicas, que son mayoría, y las pocas privadas que aún quedan, salvo el plausible caso del Teatro Escena 8, donde su gerente, el actor Aníbal Grunn, se las ingenió para mostrar el espectáculo Club de caballeros, del argentino Rafael Bruza.
Este Club de caballeros no es otra cosa que la historia de cuatro varones afectados por el amor hacia las mujeres. Su intención no es otra que responder, de alguna manera, a tantas obras feministas, esas donde la temática y la argumentación se centra en el deambular existencial de las damas y sus conflictos de toda índole con el hombre o por extensión a las sociedades machistas o falócratas.
En este Club de caballeros, cuya estructura oscila entre el realismo y el absurdo, Rodríguez, Artemio, Berlanga y "El Mudo" son automatizados visitadores médicos que emprenden juntos un amargo recorrido por sus encuentros y desencuentros amorosos. El apoyo lo consiguen entre sí, dentro de este particular club de machos que recrea sendas historias de desamor, espera, resignación y amor-odio, para ver si logran encontrar la cura a sus asuntos del pasado romántico, descubriendo que tal vez hacer el ridículo produce frutos, al reencontrarse por el tema amoroso. Su intención no es otra que recordar el desamparo en que están todos los seres humanos y las múltiples peripecias que hay que hacer o inventar para que ese tedio que perfuma la soledad no culmine en suicidio o en esa muerte en vida que es la locura.
Los personajes y sus caracterizaciones, resueltas por Salomón Adames, Vito Lonardo, Eduardo Belandría y Ricardo Bianchi se orientaron por una tesitura dramática y llegaron incluso a lo patético. No sabemos si era por la lectura del director Henry Colmenares o por exigencias del mismo texto, cosa que dudamos, ya que esa obra ha tenido dos años de éxito en Argentina. Esta pieza es para reírse de las ridículas conductas de los hombres empeñados en sentirse y actuar como seres superiores a las mujeres sin tener razón alguna para ello. Pero eso no funciona escénicamente, ya que se torna pesada y patina en el tedio y concluye en un nefasto aburrimiento, quedando sin comprenderse o degustarse la obra como tal. Lo único trasgresor es que el justo epílogo de tan complejo performance es el tango que bailan los cuatro personajes para recordar lo que era la vida bonaerense a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, cuando tal danza era interpretada sólo hombres en abierto desafío a la soledad y a las maledicencias. Habrá que verla en una representación más ajustada en la totalidad de su montaje.
Y es por eso que el 2007 se despidió con las salas teatrales cerradas, tanto las públicas, que son mayoría, y las pocas privadas que aún quedan, salvo el plausible caso del Teatro Escena 8, donde su gerente, el actor Aníbal Grunn, se las ingenió para mostrar el espectáculo Club de caballeros, del argentino Rafael Bruza.
Este Club de caballeros no es otra cosa que la historia de cuatro varones afectados por el amor hacia las mujeres. Su intención no es otra que responder, de alguna manera, a tantas obras feministas, esas donde la temática y la argumentación se centra en el deambular existencial de las damas y sus conflictos de toda índole con el hombre o por extensión a las sociedades machistas o falócratas.
En este Club de caballeros, cuya estructura oscila entre el realismo y el absurdo, Rodríguez, Artemio, Berlanga y "El Mudo" son automatizados visitadores médicos que emprenden juntos un amargo recorrido por sus encuentros y desencuentros amorosos. El apoyo lo consiguen entre sí, dentro de este particular club de machos que recrea sendas historias de desamor, espera, resignación y amor-odio, para ver si logran encontrar la cura a sus asuntos del pasado romántico, descubriendo que tal vez hacer el ridículo produce frutos, al reencontrarse por el tema amoroso. Su intención no es otra que recordar el desamparo en que están todos los seres humanos y las múltiples peripecias que hay que hacer o inventar para que ese tedio que perfuma la soledad no culmine en suicidio o en esa muerte en vida que es la locura.
Los personajes y sus caracterizaciones, resueltas por Salomón Adames, Vito Lonardo, Eduardo Belandría y Ricardo Bianchi se orientaron por una tesitura dramática y llegaron incluso a lo patético. No sabemos si era por la lectura del director Henry Colmenares o por exigencias del mismo texto, cosa que dudamos, ya que esa obra ha tenido dos años de éxito en Argentina. Esta pieza es para reírse de las ridículas conductas de los hombres empeñados en sentirse y actuar como seres superiores a las mujeres sin tener razón alguna para ello. Pero eso no funciona escénicamente, ya que se torna pesada y patina en el tedio y concluye en un nefasto aburrimiento, quedando sin comprenderse o degustarse la obra como tal. Lo único trasgresor es que el justo epílogo de tan complejo performance es el tango que bailan los cuatro personajes para recordar lo que era la vida bonaerense a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, cuando tal danza era interpretada sólo hombres en abierto desafío a la soledad y a las maledicencias. Habrá que verla en una representación más ajustada en la totalidad de su montaje.
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