No siempre escribimos una reseña así, pero como nada es definitivo, salvo la muerte, por ahora, nos aventuramos, ya que los lectores y los artistas merecen que les cambien de cuando en vez el menú. Y es por eso que comunicamos como un texto de comprobada y amarga comicidad, cuatro intérpretes curtidos y un puestista astuto, además de buen lector, lograron acoplarse hasta obtener oceánicas respuestas de audiencia cuantificable en la taquilla, gracias, además, a la promoción publicitaria y al "boca-a-boca" del público satisfecho y agradecido. Nos referimos por supuesto a un evento producido con fondos privados. Y reiteramos que la formula conceptualmente para exitosos espectáculos es sencilla: obra, actor, director y espectadores, pero nadie puede creer que integrar textos, cómicos y realizadores es como soplar y hacer botellas. Hay también otro teatro triunfador que no percibe ingresos por boletería, pero aquel escasea cada vez más. ¡Ahí está el detalle!
Tal el caso de la desopilante comedia Un dios salvaje, de Yasmina Reza (París, 1 de mayo de 1959), que con los asombrosos comediantes Carlota Sosa, Iván Tamayo, Basilio Álvarez y Martha Estrada, conducidos a la perfección por Héctor Manrique, hace temporada, agotando la boletería de la Sala Trasnocho, no solo para divertir y provocar carreritas por los esfínteres urinarios de la audiencia, sino que también enseñan a la gente como las comunidades humanas se reproducen hasta el infinito con defectos, porque, según enseña el refranero popular, “de tal palo tal astilla” o “el que de joven no trabaja, de viejo no duerme en la paja”.
Un dios salvaje, sometido a un discreto y feliz proceso de venezolanización, plasma a dos matrimonios burgueses, o clases medias, entregados a la solución negociada de un conflicto: sus dos hijos, de 11 años, se cayeron a golpes y uno le sacó dos dientes y le dañó otro a su amiguito, con un palo, mientras jugaban en la plaza Altamira.
Leímos el texto y aunque la literatura dramática, por perfecta que sea, no anticipa lo que puede ocurrir desde la escena, estábamos seguros que, gracias a las actuaciones y la égida de Manrique, los criollos se estremecerían porque esa frecuente situación cotidiana reitera que los adultos somos tanto o más irracionales que los niños y como todos tenemos adentro un dios salvaje, y no es un exabrupto. Un diocesito brutico que anida ahí para recordar la fragilidad de los humanos, por más encumbrados que estemos en la pirámide social. ¡Sin excepciones!
Un dios salvaje no es una Wikipedia de sociología, antropología, psicología y psiquiatría, sino un virulento consomé de esas ciencias. Es la observación agudizada de tan extraordinaria y molieresca dramaturga ante un hecho común y corriente, en cualquier sociedad occidental: padres alarmados porque sus vástagos se están matando y ellos no pueden hacer nada para impedirlo. Los progenitores de los muchachitos deciden buscar una solución al sangriento incidente, pero es tan cruel y canallesco lo que después pasa entre ellos, que se entiende la violencia de los hijos y se vislumbra un futuro que acabará devorándolos a todos.
La saga escénica es sencilla, como todas las que Reza ha llevado al teatro. Lo que ocurre ahí golpea profundamente al público, que termina aceptando, a regañadientes, la metáfora que propone la autora. ¡Nadie escucha al contrario, ni intenta hacerlo. ¡Todos son dioses salvajes!
¿Pero qué es lo que pasa en Un dios salvaje que logra desatar la locura del público? Primero, no es nada cómico el argumento inicial o la justificación para la convocatoria de esas dos parejas matrimoniales como tal. La comicidad se desata por las contradicciones de los personajes: un machista grandilocuente y un varón domado, frente a una mujer aburrida con su matrimonio pero incapaz de romperlo y otra que cree que se esta comiendo el mundo, pero es ella a quien la devora el monstruo de la publicidad y el marketing metidos a vendedores de cultura.
Esas cuatro personalidades, todas al borde de la locura, cosa que no lo saben, chocan en un asombroso todos contra todos y utilizan ese encuentro, con el cual pretenden resolver la salvaje situación de sus muchachitos, en una especie de diván freudiano colectivo, para mostrar todas sus frustraciones y las ridiculeces que los acosan. Diríamos que son cuatro alienados por una sociedad consumista, que los mantiene vivos y activos para que sigan produciendo y alimenten a esa gigantesca maquina devoradora de seres humanos que es la sociedad mundial…y no estamos parafraseando a las cartillas marxistas.
Y es tan terapéutico ese acto teatral, producido por Carolina Rincon, el cual no supera los 90 minutos, que hasta hay un vomito –teatral, por supuesto- en escena que sirve para regurgitar todo lo maldito que tienen por dentro y no han sido capaces de expulsar. Todo aquello termina siendo una terapia recomendable, no solo porque ahogan un ladilloso celular entre las agudas de un florero, sino por la envidiable catarsis de su borrachera colectiva. ¡Unos dioses en lascivos actos salvajes gracias a la comedia teatral!
Yasmina Reza no ha reinventado el teatro. Ha escrito sí una ejemplar comedia de situaciones, tomando prestado de Moliere y Feydeau, míticos maestros del mejor arte teatral francés. Ridiculiza a los personajes por sus contradicciones y los mete en una contemporánea farsa vodevilesca a partir de una riña entre niños y la forma civilizada que sus progenitores pretender utilizar para resolver el conflicto, pero lo que sucede es todo lo contrario.
Y, por supuesto, sin la visión corrosiva y desacralizadora de Héctor Manrique y la complicidad de esos niños-padres que se reúnen para mejorar la civilidad de sus vástagos, no se presenta esa catarsis colectiva que genera Un dios salvaje. Los comediantes se superan a si mismos, dejan acartonamientos y actuaciones de cartilla y se entregan a mostrar todo lo que sienten y viven como seres humanos. Hay momentos en que sus performances son suplantadas por sus imborrables vivencias infantiles, pero eso no los afecta porque el guión los retorna a la escena. También ellos, cuarentones bien vividos, juegan a ser niños y comportarse con malacrianzas, tal es el caso de Carlota Sosa e Iván Tamayo, cuyos personajes son los disparadores de esa terapia teatral, sin que Basilio Álvarez y Martha Estrada se queden atrás, pero es que no tienen un texto más denso o situaciones más complejas que sus oponentes, cosa que deben reclamarle a Yasmina Reza, aunque ella sabiamente lo escribió así. Una pareja triunfadora contra una menos brillante, opaca quizás, una que quiere joder a la otra y al final lo consigue.
Hemos visto varias décadas de buen y mal teatro criollo, pero este venezolanizado Un dios salvaje nos recuerda que mientras haya seres humanos en conflicto, o sea vivos, habrá posibilidades de degustar espectáculos novedosos, como éste. Nos faltan muchos más autores humanos y más creativos, además de muchos más directores y actores que apuesten a enfrentarse a un urgido público, que es quien decide el éxito o el fracaso. Esto lo decimos porque el teatro de nuestra cara Tierra de Gracia, como lo escribió Rómulo Gallegos, es aún como el pasajero del último vagón del tren, aquel que todo lo pondera cuando ya ha pasado, cuando los hechos se anidan entre los tremedales de la historia, y no cuando están ocurriendo.
Tal el caso de la desopilante comedia Un dios salvaje, de Yasmina Reza (París, 1 de mayo de 1959), que con los asombrosos comediantes Carlota Sosa, Iván Tamayo, Basilio Álvarez y Martha Estrada, conducidos a la perfección por Héctor Manrique, hace temporada, agotando la boletería de la Sala Trasnocho, no solo para divertir y provocar carreritas por los esfínteres urinarios de la audiencia, sino que también enseñan a la gente como las comunidades humanas se reproducen hasta el infinito con defectos, porque, según enseña el refranero popular, “de tal palo tal astilla” o “el que de joven no trabaja, de viejo no duerme en la paja”.
Un dios salvaje, sometido a un discreto y feliz proceso de venezolanización, plasma a dos matrimonios burgueses, o clases medias, entregados a la solución negociada de un conflicto: sus dos hijos, de 11 años, se cayeron a golpes y uno le sacó dos dientes y le dañó otro a su amiguito, con un palo, mientras jugaban en la plaza Altamira.
Leímos el texto y aunque la literatura dramática, por perfecta que sea, no anticipa lo que puede ocurrir desde la escena, estábamos seguros que, gracias a las actuaciones y la égida de Manrique, los criollos se estremecerían porque esa frecuente situación cotidiana reitera que los adultos somos tanto o más irracionales que los niños y como todos tenemos adentro un dios salvaje, y no es un exabrupto. Un diocesito brutico que anida ahí para recordar la fragilidad de los humanos, por más encumbrados que estemos en la pirámide social. ¡Sin excepciones!
Un dios salvaje no es una Wikipedia de sociología, antropología, psicología y psiquiatría, sino un virulento consomé de esas ciencias. Es la observación agudizada de tan extraordinaria y molieresca dramaturga ante un hecho común y corriente, en cualquier sociedad occidental: padres alarmados porque sus vástagos se están matando y ellos no pueden hacer nada para impedirlo. Los progenitores de los muchachitos deciden buscar una solución al sangriento incidente, pero es tan cruel y canallesco lo que después pasa entre ellos, que se entiende la violencia de los hijos y se vislumbra un futuro que acabará devorándolos a todos.
La saga escénica es sencilla, como todas las que Reza ha llevado al teatro. Lo que ocurre ahí golpea profundamente al público, que termina aceptando, a regañadientes, la metáfora que propone la autora. ¡Nadie escucha al contrario, ni intenta hacerlo. ¡Todos son dioses salvajes!
¿Pero qué es lo que pasa en Un dios salvaje que logra desatar la locura del público? Primero, no es nada cómico el argumento inicial o la justificación para la convocatoria de esas dos parejas matrimoniales como tal. La comicidad se desata por las contradicciones de los personajes: un machista grandilocuente y un varón domado, frente a una mujer aburrida con su matrimonio pero incapaz de romperlo y otra que cree que se esta comiendo el mundo, pero es ella a quien la devora el monstruo de la publicidad y el marketing metidos a vendedores de cultura.
Esas cuatro personalidades, todas al borde de la locura, cosa que no lo saben, chocan en un asombroso todos contra todos y utilizan ese encuentro, con el cual pretenden resolver la salvaje situación de sus muchachitos, en una especie de diván freudiano colectivo, para mostrar todas sus frustraciones y las ridiculeces que los acosan. Diríamos que son cuatro alienados por una sociedad consumista, que los mantiene vivos y activos para que sigan produciendo y alimenten a esa gigantesca maquina devoradora de seres humanos que es la sociedad mundial…y no estamos parafraseando a las cartillas marxistas.
Y es tan terapéutico ese acto teatral, producido por Carolina Rincon, el cual no supera los 90 minutos, que hasta hay un vomito –teatral, por supuesto- en escena que sirve para regurgitar todo lo maldito que tienen por dentro y no han sido capaces de expulsar. Todo aquello termina siendo una terapia recomendable, no solo porque ahogan un ladilloso celular entre las agudas de un florero, sino por la envidiable catarsis de su borrachera colectiva. ¡Unos dioses en lascivos actos salvajes gracias a la comedia teatral!
Yasmina Reza no ha reinventado el teatro. Ha escrito sí una ejemplar comedia de situaciones, tomando prestado de Moliere y Feydeau, míticos maestros del mejor arte teatral francés. Ridiculiza a los personajes por sus contradicciones y los mete en una contemporánea farsa vodevilesca a partir de una riña entre niños y la forma civilizada que sus progenitores pretender utilizar para resolver el conflicto, pero lo que sucede es todo lo contrario.
Y, por supuesto, sin la visión corrosiva y desacralizadora de Héctor Manrique y la complicidad de esos niños-padres que se reúnen para mejorar la civilidad de sus vástagos, no se presenta esa catarsis colectiva que genera Un dios salvaje. Los comediantes se superan a si mismos, dejan acartonamientos y actuaciones de cartilla y se entregan a mostrar todo lo que sienten y viven como seres humanos. Hay momentos en que sus performances son suplantadas por sus imborrables vivencias infantiles, pero eso no los afecta porque el guión los retorna a la escena. También ellos, cuarentones bien vividos, juegan a ser niños y comportarse con malacrianzas, tal es el caso de Carlota Sosa e Iván Tamayo, cuyos personajes son los disparadores de esa terapia teatral, sin que Basilio Álvarez y Martha Estrada se queden atrás, pero es que no tienen un texto más denso o situaciones más complejas que sus oponentes, cosa que deben reclamarle a Yasmina Reza, aunque ella sabiamente lo escribió así. Una pareja triunfadora contra una menos brillante, opaca quizás, una que quiere joder a la otra y al final lo consigue.
Hemos visto varias décadas de buen y mal teatro criollo, pero este venezolanizado Un dios salvaje nos recuerda que mientras haya seres humanos en conflicto, o sea vivos, habrá posibilidades de degustar espectáculos novedosos, como éste. Nos faltan muchos más autores humanos y más creativos, además de muchos más directores y actores que apuesten a enfrentarse a un urgido público, que es quien decide el éxito o el fracaso. Esto lo decimos porque el teatro de nuestra cara Tierra de Gracia, como lo escribió Rómulo Gallegos, es aún como el pasajero del último vagón del tren, aquel que todo lo pondera cuando ya ha pasado, cuando los hechos se anidan entre los tremedales de la historia, y no cuando están ocurriendo.
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