martes, agosto 26, 2008

"Nosotros que nos quisimos tanto" es terapéutico

El penúltimo de los nueve hijos de José Leandro y Maria Luisa Oráa de Rodríguez se mudó a la capital venezolana para terminar el bachillerato y después estudiar en la UCV. Cursó tres años de sociología y lo abandonó todo por una beca del Instituto Internacional de Teatro en Europa. Vivió el Mayo Francés y presenció la invasión rusa a Checoslovaquia durante aquel histórico 1968. Regresó a Venezuela y realizó una brillante carrera actoral en el teatro, el cine y la televisión, durante las últimas cuatro décadas.
Por eso es que ahora Gustavo Álvaro Rodríguez Oráa (Ciudad Bolívar, 19 de febrero de 1945), para “limpiar” su nombre profesional de cualquier mancha u ofensa al público que lo conoce -tras haber sido “abortada” la temporada de Yo soy Carlos Marx, polémica obra de Gennys Pérez- ha remontado en el Ateneo de Caracas, con al apoyo del director Armando Gota, el pianista Edgar Maceda y la bolerista Gisela Guédez, el espectáculo Nosotros que nos quisimos tanto, texto que le escribió Mariela Romero y al cual estrenó en la temporada de 1998. “Estoy recontando una historia de despecho que todos me agradecerán, porque todos tenemos amores así o vamos a tenerlos, seguramente”.
Gustavo no ahonda en mayores detalles sobre la temporada de Yo soy Carlos Marx, pero sí recuerda, con nostalgia, el éxito de público y de crítica logrado en Maracay. Decidió voltear “tan vergonzosa pagina” y por eso ahora presenta un singular montaje unipersonal, con sendos apoyos, pero antes, para conjurar nefastos fantasmas, puntualiza que tiene dos orgullos que no oculta: ser hijo de José Leandro, ex seminarista y trashumante actor de circo, “de quien tengo, por razones genéticas, esta pasión por las artes escénicas”, y ser padre de cuatro inteligentes muchachas, una de ellas, Giuliana, es la asistente de dirección y su “fiscal” en el remontaje de Nosotros que nos quisimos tanto.
AMIGOS
Gustavo aclara que el teatro no se explica sino desde la escena, pero sí comenta que es amigo de Mariela Romero y Armando Gota, escritora y director, respectivamente, desde hace muchos años y es por eso en 1998 pudo estrenar Nosotros que nos quisimos tanto. Una especie de unipersonal, estructurado dentro de los rigores de la comedia ligera, que contiene rasgos dramáticos y si se le pondera, desde una particular dimensión por el uso del elemento musical, se transforma en evento escénico con estremecedora agudeza dramática y ese fino humor venezolano.
Podríamos decir que es un melodrama muy a la venezolana, por las características psicológicas del protagonista Marco Antonio (Gustavo Rodríguez en este caso) y su saga, la cual se desarrolla a lo largo de 60 o 70 minutos de tiempo real, en un pianobar erigido sobre la escena de la sala de conciertos ateneísta. Ahí, el personaje, que anda sobre la quinta o la sexta década, trata de mantener la esperanza de seguir amando. Y para ello elabora un inusual diálogo con el pianista, le cuenta los detalles de su dolencia sentimental (el divorcio ha llegado para sepultar así una relación de largos años), mientras el músico le responde con un repertorio de no menos de 40 temas musicales (hilvanados o adaptados por el gran Chuchito Sanoja), bien románticos por supuesto, que lo llevan a crear sobre la escena una atmósfera de evocación y hasta recapacitar sobre parte de sus vivencias y pasiones.
Marco Antonio recuenta además una serie de sucesos políticos, sociales, históricos y algunas de las facetas de las utopías izquierdistas de la revolución venezolana, hasta que se consolida, por así decirlo, una pesada bruma nostálgica por el tiempo perdido, pero además emerge la angustiosa espera del beneficio de una jubilación proveniente de la UCV; una espera desde la ilusión. En síntesis, no es más que la patética historia de hombres y mujeres de nuestro país durante las últimas cuatro décadas, especialmente de aquellos que se movieron en el contexto intelectual, con coqueteos hacia la política de turno.
CATARSIS COLECTIVA
En síntesis, lo que se podría interpretar como un “resuelve escénico” para un actor, no es así. Hay una seria y valiente toma de posición ante lo que ha pasado en Venezuela durante los últimos 40 años, tanto por parte de Mariela, como de Armando y, especialmente de Gustavo. Y nadie les pidió que lo hicieran. Les salió desde adentro. Así fue en 1998 y sigue vigente.
No es Marco Antonio el único que hace catarsis. No, es también el público que lo acompaña y siente la frustración de amores perdidos, que es cuando más se sienten, y se convierten en torturas; amores que no traen perfumes ni colonias, sino sentimientos de patria y olores a mastranto... entre otras cosas más. Hay una catarsis colectiva como lo demuestra ese público que corea dos o tres de las canciones que canta esa gran bolerista que es Gisela Guédez. Una audiencia entusiasmada y capaz de acompañar cinco o seis temas más.
Como hace diez años, reiteramos que no hay palabras para testimoniar lo que significa la caracterización de Gustavo Rodríguez, ese doble juego de hombre y máscara, ese darle vida a un ser que quiere saltar a la platea, confundirse con el público y salir huyendo si se lo permiten, cosa que no hubiese logrado porque la audiencia, atrapada de tal manera por la magia escénica, lo habría regresado para que culminara su ritual del despecho. En resumen: una lección sobre lo que es buen teatro, una historia sencilla, corriente y conocida por todos, que se hizo teatro para convertirse en testimonio existencial y generacional, que además, rescata el gran valor de la música romántica.

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