¿Qué piensan los teatreros cuando eligen y escenifican una obra? Ni ellos mismos lo saben o pueden explicarlo. Hay un mágico mecanismo cultural que les impone esas decisiones cruciales, en las que pueden perder todo o ganar prestigio y los aplausos de los espectadores. Nosotros lo que hacemos es ver tales producciones y opinar sí es importante lo hecho o reconocer que no hay que tomarlos en cuenta, ni tampoco escribirles la reseña.
Recalcamos esto, que es frecuente en el contexto caraqueño, porque hemos visto en esta temporada 2008 sendos montajes de la obra Los días felices, de Samuel Beckett. Una producción de la Compañía Nacional de Teatro, con puesta en escena de Dairo Piñeres, y otra, que aún se exhibe, en la Sala Plural, lograda con la suma de los aportes creativos de los actores Haydée Faverola y Marco Villarubia, el director Humberto Ortiz y el maestro de la escenografía Fernando Calzadilla.
Creemos que es casi obligatorio recordar que Los días felices fue escrita por Samuel Beckett a comienzos de los años sesenta, después que el escritor vio a la esposa de un amigo enterrada hasta el cuello en la arena de una playa francesa. El artista poetizo aquello y desde que la estreno se convirtió en una referencia esencial del teatro contemporáneo. El personaje central, Winnie, aparece en el primer acto inmovilizada hasta la cintura, pero en su constante hablar, enmarcado por la manipulación de distintos elementos, evoca una felicidad que parece contradecir su situación. Su pareja, Willie, la escucha parlotear sin prestarle mucha atención. Winnie habla, discute, recuerda, regaña a Willie, lo aconseja y no cesa de intentar puentes comunicantes. El constante empeño del personaje por ser feliz pareciera darle sentido a su existencia. En el segundo acto, Winnie está ya imposibilitada hasta de manipular los elementos que aún la rodean. Las palabras y sus silencios se hacen, entonces, sus únicas verdades. Ella sigue apostando por la felicidad. Y, como es obvio el público queda preguntándose por qué o para que todo aquello. Preguntas que sí tienen respuestas en función de la capacidad de análisis de cada uno o tomarse el espectáculo como un acto lúdico más, esto por supuesto no es tan fácil porque el teatromaníaco es crítico por naturaleza, no traga entero jamás.
Beckett plantea su metáfora con Winnie, distinguida señora que es engullida lentamente por una especie de roca (aquí es un monumental mesón de cocina), mientras ella parlotea y proclama lo feliz que se siente, al tiempo que está pendiente de su esposo Willy, quien duerme o lee o no hace nada.
Pero gracias al montaje de Ortiz y Calzadilla, creemos nosotros, muchas cosas quedan aclaradas, por el preciso trabajo escénico materializado con los actores Faverola y Villarubia, el cual nos resulta ejemplar. Se trata de uno de los montajes más decantados que hayamos visto en muchos años de ese difícil texto beckettiano y, además, es una de las producciones más inteligentemente pensadas y realizadas para la reflexión y el disfrute del público, que sale favorecido ante ese desborde creativo destinado a materializar el crítico pensamiento del autor sobre la sociedad burguesa contemporánea, entregada al insaciable consumo como única meta o razón para su existencia.
Este montaje hace más “digestivo” el espectáculo de tan absurda obra, gracias a la solución escenográfica creada por Calzadilla y al orgánico trabajo actoral de Faverola, gracias a sus transiciones y a esa patética resignación que trasmiten sus músculos faciales y los tonos de su bien colocada voz, todo eso acompañado por el sonido de una cortina de varillas metálicas que ocultan al indispensable Willy o Villarubia. Hay, pues, un creativo trabajo de dirección, una lectura escénica sobre el pensamiento de Beckett, apuntalado en algo más que un aporte escenográfico.
Recalcamos esto, que es frecuente en el contexto caraqueño, porque hemos visto en esta temporada 2008 sendos montajes de la obra Los días felices, de Samuel Beckett. Una producción de la Compañía Nacional de Teatro, con puesta en escena de Dairo Piñeres, y otra, que aún se exhibe, en la Sala Plural, lograda con la suma de los aportes creativos de los actores Haydée Faverola y Marco Villarubia, el director Humberto Ortiz y el maestro de la escenografía Fernando Calzadilla.
Creemos que es casi obligatorio recordar que Los días felices fue escrita por Samuel Beckett a comienzos de los años sesenta, después que el escritor vio a la esposa de un amigo enterrada hasta el cuello en la arena de una playa francesa. El artista poetizo aquello y desde que la estreno se convirtió en una referencia esencial del teatro contemporáneo. El personaje central, Winnie, aparece en el primer acto inmovilizada hasta la cintura, pero en su constante hablar, enmarcado por la manipulación de distintos elementos, evoca una felicidad que parece contradecir su situación. Su pareja, Willie, la escucha parlotear sin prestarle mucha atención. Winnie habla, discute, recuerda, regaña a Willie, lo aconseja y no cesa de intentar puentes comunicantes. El constante empeño del personaje por ser feliz pareciera darle sentido a su existencia. En el segundo acto, Winnie está ya imposibilitada hasta de manipular los elementos que aún la rodean. Las palabras y sus silencios se hacen, entonces, sus únicas verdades. Ella sigue apostando por la felicidad. Y, como es obvio el público queda preguntándose por qué o para que todo aquello. Preguntas que sí tienen respuestas en función de la capacidad de análisis de cada uno o tomarse el espectáculo como un acto lúdico más, esto por supuesto no es tan fácil porque el teatromaníaco es crítico por naturaleza, no traga entero jamás.
Beckett plantea su metáfora con Winnie, distinguida señora que es engullida lentamente por una especie de roca (aquí es un monumental mesón de cocina), mientras ella parlotea y proclama lo feliz que se siente, al tiempo que está pendiente de su esposo Willy, quien duerme o lee o no hace nada.
Pero gracias al montaje de Ortiz y Calzadilla, creemos nosotros, muchas cosas quedan aclaradas, por el preciso trabajo escénico materializado con los actores Faverola y Villarubia, el cual nos resulta ejemplar. Se trata de uno de los montajes más decantados que hayamos visto en muchos años de ese difícil texto beckettiano y, además, es una de las producciones más inteligentemente pensadas y realizadas para la reflexión y el disfrute del público, que sale favorecido ante ese desborde creativo destinado a materializar el crítico pensamiento del autor sobre la sociedad burguesa contemporánea, entregada al insaciable consumo como única meta o razón para su existencia.
Este montaje hace más “digestivo” el espectáculo de tan absurda obra, gracias a la solución escenográfica creada por Calzadilla y al orgánico trabajo actoral de Faverola, gracias a sus transiciones y a esa patética resignación que trasmiten sus músculos faciales y los tonos de su bien colocada voz, todo eso acompañado por el sonido de una cortina de varillas metálicas que ocultan al indispensable Willy o Villarubia. Hay, pues, un creativo trabajo de dirección, una lectura escénica sobre el pensamiento de Beckett, apuntalado en algo más que un aporte escenográfico.
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