En 1970, el médico y político chileno Salvador Allende se convierte en el primer Jefe de Estado socialista de América, electo democráticamente en elecciones libres. En 1973 es derrocado por el general Augusto Pinochet en uno de los golpes más sangrientos de la rocambolesca historia latinoamericana. Ahora un ángulo de esa sangrienta saga ha sido convertido en un singular espectáculo teatral gracias al trabajo del periodista y dramaturgo Rodolfo Quebleen, el cual se está exhibiendo en Venezuela desde el pasado mes de octubre, gracias al trabajo actoral de Roberto Moll y la puesta en escena lograda por Luis Fernández, además de la produccion de Mimí Lazo.
Allende, la muerte de un presidente, como se denomina a dicho evento teatral, refleja las últimas horas de vida del mandatario chileno, derrocado mediante un golpe militar el 11 de septiembre de 1973. Nunca quedó totalmente esclarecido si su muerte fue suicidio o asesinato. A partir de anécdotas y pasajes reales de la vida del Jefe de Estado, el texto de Quebleen intenta desarrollar qué pensó y cómo actuó el político en esos momentos, mientras el palacio presidencial, La Moneda, era bombardeado y ardía, y él contaba sólo con dos docenas de amigos para defenderse.
Para escribir este agudo texto teatral, Quebleen se basó en grabaciones, testimonios de sobrevivientes y en el propio archivo de la Central Inteligency Agency (CIA) desclasificado en la era del presidente Bill Clinton, dando lugar a una obra de verosimilitud sorprendente. Este escritor, que empezó su carrera como periodista cuando tenía 16 años (Rosario, Argentina, en 1938), confiesa ser “estudioso obseso de figuras como Salvador Allende y Evita Perón”.
“Para mí siempre estuvo claro que él, Allende, combatía contra molinos de viento que tenían nombre propio.Nunca vislumbró el desenlace, creo que a la propia historia le tomó por sorpresa y su actitud final hizo que el violento momento de ese 11 de septiembre quedara grabado en la historia, no sólo de Chile, que aún hoy, 35 ó 36 años después, lucha por cicatrizar. ¿Murió como Presidente porque supo morir como hombre o viceversa?”, ha dicho el escritor.
“Lo bueno de esta saga es que tarde o temprano nos ofrece su juicio incuestionable. Es posible que los admiradores de Allende encuentren a este plasmado en el escenario menos idealizado en su humanidad. Sus detractores encontrarán a un personaje que podrían seguir cuestionando, pero lo primordial es que basándonos en todos los documentos y grabaciones obtenidas de ese día, aunados a los documentos de la CIA, el Allende de mi obra es un hombre trascendido por su ideal de cambio. Un hombre que las nuevas generaciones, de cualquier postura política, necesitan conocer”.
—¿Por qué un monólogo sobre el 11 de septiembre de 1973?
—Me atrapó el epílogo de la saga de ese hombre, porque su último día fue el resumen de su vida política. Todo lo que había dicho y hecho tenía una función muy específica: dignificar al pueblo chileno, rescatar lo que le pertenecía y devolvérselo. En el caso específico de los minerales, estos existían en el suelo chileno, pero no eran chilenos y quienes trabajaban hasta el agobio y hasta la muerte en las minas, para extraerlos, eran los menos beneficiados de esos sacrificios, y en varias oportunidades sus protestas fueron reprimidas por la fuerza que representaba a gobiernos al servicio de los capitales extranjeros. Allende, después de cumplir con su promesa de devolver al pueblo lo que le pertenecía materialmente, no podía defraudarlo negándole su derecho a creer en la dignidad humana, y esto significaba defender hasta la última instancia de su vida el mandato que le había sido otorgado por ese pueblo de mineros e indios mapuches. Ese mandato, según lo entendía Allende, era el de preservar las instituciones constitucionales y no era negociable, y sólo podía defenderlo con su vida, porque sabía que cuando llegara el momento final iba a estar solo, y un hombre solo únicamente tiene su vida para pelear. La vida de Salvador Allende anterior al 11 de septiembre deja de tener importancia cuando amanece ese día, porque no es un día más, es el último día y él lo sabe. Y sabe que el último día se vive hasta que llega la muerte y en su caso era la salvación de la dignidad humana de un pueblo, su pueblo. Y todo lo orienté hacia un unipersonal por cuestión de método y pensando que sería más fácil llevarlo a escena. Al fin y al cabo era mi primer texto teatral, y debía comenzar así, con el modelo más antiguo que existe de pieza teatral, el monólogo. Su antigüedad no tiene nada que ver con las dificultades que encierra. El teatro no son relatos periodísticos, son imágenes, son metáforas creadas a partir de palabras y situaciones.
—¿Cómo se gestó Allende, la muerte de un presidente?
—El proceso de elaboración del monólogo fue complicado, porque inicialmente era una obra de teatro que no funcionaba. Pero yo insistía en que de una forma u otra tenía que ser un trabajo teatral, porque el teatro refleja la vida; los espectadores pueden escuchar la respiración de los personajes, ver como el sudor brota en los rostros de los actores, que en esos momentos no son ellos sino los personajes que ellos están viviendo. Por supuesto, antes de comenzar a escribir había leído varias docenas de libros y ensayos sobre Allende, su Gobierno, su familia; conversé con mucha gente que lo conoció, entrevisté a su esposa Tencha y a su compañera Payita. Después comencé a armar el diálogo y a sufrir terriblemente con la comprensión de la escritura, porque siempre era demasiado largo. No tenía demasiado material y tuve que hacer un gran esfuerzo para lograr la versión final. Lo escribí en inglés y se estrenó en Nueva York.
—¿Por qué en inglés y por qué se muestra en Estados Unidos?
—Yo vivo en Estados Unidos desde hace 44 años, soy periodista y trabajo en el diario Daily News, de Nueva York. El primer montaje de Allende, la muerte de un presidente se realizó en Nueva York y se estrenó en el Theater for the New City, el 16 de abril de 2006, con una acogida no esperada, porque durante tres semanas la sala estuvo totalmente llena noche tras noche, al punto que en la última función se decidió hacer otra temporada en septiembre, pero pocos días antes de reinaugurar se viajó a Caracas, invitados por el Tercer Festival Internacional de Monólogos y fue presentado en inglés y con subtítulos en español gracias a un teleprompter, tuvo muy buena acogida en una única función en la Sala Juan Bautista Plaza. De regreso a Nueva York se reabrió una semana después, con el mismo éxito de público, durante otras tres semanas. Incluso en las tres últimas funciones quedó gente sin poder ingresar a la sala. Estoy en deuda eterna con el actor Ramiro Sandoval y el director Germán Jaramillo, ambos de origen colombiano, quienes hicieron la primera puesta en escena de mi ópera prima. Con la temporada caraqueña de los últimos meses de 2008 y varias semanas de enero y febrero de 2009, ya vertido al español y con la magistral composición actoral de Roberto Moll, se realizó su estreno en la lengua castellana, en la lengua que habló Allende y con la cual se forjó su leyenda como íntegra figura política americana. Estoy muy agradecido con el teatro venezolano al haberme permitido estrenar aquí mi obra.
—Se estrenó en Venezuela, pero ¿qué ha pasado en Chile?
—Son dos países diferentes en su historia y sus instituciones, sin contar sus mecanismos culturales, pero debo informar que cuando en Santiago de Chile se conoció de mi obra y su temporada neoyorquina, el director de cine Fernando Valenzuela y el productor Eduardo Larraín decidieron realizar un espectáculo audiovisual sobre la base de mi pieza teatral. Viajaron a Nueva York y filmaron parte del monólogo con enfoque cinematográfico, y mezclaron todo eso con textos elegidos de El infierno, de La divina comedia, de Dante Alighieri, y un selecto pietaje basado en filmaciones de la época del golpe pinochetista. La película se estrenó el 19 de junio de 2007, con buena aceptación del público y la crítica; por ejemplo el crítico Ascanio Cavallo, de El Mercurio, de Santiago de Chile, escribió: “La pieza teatral es un esfuerzo de estilización sorprendente. Notable funcionamiento de textos clásicos en contextos nuevos e inesperados. Notable idea dramática y fílmica. Sin embargo, a pesar de todo, la mejor pregunta la formula Allende sobre un escenario oscuro: ‘Los presidentes pueden ser desplazados. Pero ¿cómo puede ser desplazado el pueblo?’. La pregunta es triste. La respuesta, todavía más”.
Fábula dolorosa y llena de verdades
Rodolfo Quebleen recuerda que en América Latina se realizaron varios derrocamientos de gobiernos elegidos legítimamente, con la participación directa o indirecta de potencias extranjeras. “La caída de Bosch en República Dominicana, el derrocamiento de Arévalo en Guatemala, el asalto contra Allende en Chile, son ejemplos. Hasta el golpe contra la Unión Popular en Chile, en 1973, existía un esquema eficaz, que se desarrollaba de acuerdo a un manual para todo uso. Los pueblos no estaban alertas, desconocían antecedentes para protegerse. Ahora Bosch, Arévalo y Allende son antecedentes, se sabe por qué ocurrieron esos desastres nacionales, se descubrió que no había conciencia de autodeterminación, que no era un común denominador. Ahora se conoce cuánto se ha perdido por esa falta de lealtad hemisférica. Ahora los latinoamericanos, más que decir que son muchos, saben que deben decir que son uno solo, único e indivisible. Hasta cuándo continuará existiendo este método de prepotencia es algo que no se puede predecir, pero sí es notorio que cada día resulta más difícil imponerlo. Mientras tanto, es necesario releer La fábula del tiburón y las sardinas, de Juan José Arévalo. Es doloroso, está lleno de verdades”.
Allende, la muerte de un presidente, como se denomina a dicho evento teatral, refleja las últimas horas de vida del mandatario chileno, derrocado mediante un golpe militar el 11 de septiembre de 1973. Nunca quedó totalmente esclarecido si su muerte fue suicidio o asesinato. A partir de anécdotas y pasajes reales de la vida del Jefe de Estado, el texto de Quebleen intenta desarrollar qué pensó y cómo actuó el político en esos momentos, mientras el palacio presidencial, La Moneda, era bombardeado y ardía, y él contaba sólo con dos docenas de amigos para defenderse.
Para escribir este agudo texto teatral, Quebleen se basó en grabaciones, testimonios de sobrevivientes y en el propio archivo de la Central Inteligency Agency (CIA) desclasificado en la era del presidente Bill Clinton, dando lugar a una obra de verosimilitud sorprendente. Este escritor, que empezó su carrera como periodista cuando tenía 16 años (Rosario, Argentina, en 1938), confiesa ser “estudioso obseso de figuras como Salvador Allende y Evita Perón”.
“Para mí siempre estuvo claro que él, Allende, combatía contra molinos de viento que tenían nombre propio.Nunca vislumbró el desenlace, creo que a la propia historia le tomó por sorpresa y su actitud final hizo que el violento momento de ese 11 de septiembre quedara grabado en la historia, no sólo de Chile, que aún hoy, 35 ó 36 años después, lucha por cicatrizar. ¿Murió como Presidente porque supo morir como hombre o viceversa?”, ha dicho el escritor.
“Lo bueno de esta saga es que tarde o temprano nos ofrece su juicio incuestionable. Es posible que los admiradores de Allende encuentren a este plasmado en el escenario menos idealizado en su humanidad. Sus detractores encontrarán a un personaje que podrían seguir cuestionando, pero lo primordial es que basándonos en todos los documentos y grabaciones obtenidas de ese día, aunados a los documentos de la CIA, el Allende de mi obra es un hombre trascendido por su ideal de cambio. Un hombre que las nuevas generaciones, de cualquier postura política, necesitan conocer”.
—¿Por qué un monólogo sobre el 11 de septiembre de 1973?
—Me atrapó el epílogo de la saga de ese hombre, porque su último día fue el resumen de su vida política. Todo lo que había dicho y hecho tenía una función muy específica: dignificar al pueblo chileno, rescatar lo que le pertenecía y devolvérselo. En el caso específico de los minerales, estos existían en el suelo chileno, pero no eran chilenos y quienes trabajaban hasta el agobio y hasta la muerte en las minas, para extraerlos, eran los menos beneficiados de esos sacrificios, y en varias oportunidades sus protestas fueron reprimidas por la fuerza que representaba a gobiernos al servicio de los capitales extranjeros. Allende, después de cumplir con su promesa de devolver al pueblo lo que le pertenecía materialmente, no podía defraudarlo negándole su derecho a creer en la dignidad humana, y esto significaba defender hasta la última instancia de su vida el mandato que le había sido otorgado por ese pueblo de mineros e indios mapuches. Ese mandato, según lo entendía Allende, era el de preservar las instituciones constitucionales y no era negociable, y sólo podía defenderlo con su vida, porque sabía que cuando llegara el momento final iba a estar solo, y un hombre solo únicamente tiene su vida para pelear. La vida de Salvador Allende anterior al 11 de septiembre deja de tener importancia cuando amanece ese día, porque no es un día más, es el último día y él lo sabe. Y sabe que el último día se vive hasta que llega la muerte y en su caso era la salvación de la dignidad humana de un pueblo, su pueblo. Y todo lo orienté hacia un unipersonal por cuestión de método y pensando que sería más fácil llevarlo a escena. Al fin y al cabo era mi primer texto teatral, y debía comenzar así, con el modelo más antiguo que existe de pieza teatral, el monólogo. Su antigüedad no tiene nada que ver con las dificultades que encierra. El teatro no son relatos periodísticos, son imágenes, son metáforas creadas a partir de palabras y situaciones.
—¿Cómo se gestó Allende, la muerte de un presidente?
—El proceso de elaboración del monólogo fue complicado, porque inicialmente era una obra de teatro que no funcionaba. Pero yo insistía en que de una forma u otra tenía que ser un trabajo teatral, porque el teatro refleja la vida; los espectadores pueden escuchar la respiración de los personajes, ver como el sudor brota en los rostros de los actores, que en esos momentos no son ellos sino los personajes que ellos están viviendo. Por supuesto, antes de comenzar a escribir había leído varias docenas de libros y ensayos sobre Allende, su Gobierno, su familia; conversé con mucha gente que lo conoció, entrevisté a su esposa Tencha y a su compañera Payita. Después comencé a armar el diálogo y a sufrir terriblemente con la comprensión de la escritura, porque siempre era demasiado largo. No tenía demasiado material y tuve que hacer un gran esfuerzo para lograr la versión final. Lo escribí en inglés y se estrenó en Nueva York.
—¿Por qué en inglés y por qué se muestra en Estados Unidos?
—Yo vivo en Estados Unidos desde hace 44 años, soy periodista y trabajo en el diario Daily News, de Nueva York. El primer montaje de Allende, la muerte de un presidente se realizó en Nueva York y se estrenó en el Theater for the New City, el 16 de abril de 2006, con una acogida no esperada, porque durante tres semanas la sala estuvo totalmente llena noche tras noche, al punto que en la última función se decidió hacer otra temporada en septiembre, pero pocos días antes de reinaugurar se viajó a Caracas, invitados por el Tercer Festival Internacional de Monólogos y fue presentado en inglés y con subtítulos en español gracias a un teleprompter, tuvo muy buena acogida en una única función en la Sala Juan Bautista Plaza. De regreso a Nueva York se reabrió una semana después, con el mismo éxito de público, durante otras tres semanas. Incluso en las tres últimas funciones quedó gente sin poder ingresar a la sala. Estoy en deuda eterna con el actor Ramiro Sandoval y el director Germán Jaramillo, ambos de origen colombiano, quienes hicieron la primera puesta en escena de mi ópera prima. Con la temporada caraqueña de los últimos meses de 2008 y varias semanas de enero y febrero de 2009, ya vertido al español y con la magistral composición actoral de Roberto Moll, se realizó su estreno en la lengua castellana, en la lengua que habló Allende y con la cual se forjó su leyenda como íntegra figura política americana. Estoy muy agradecido con el teatro venezolano al haberme permitido estrenar aquí mi obra.
—Se estrenó en Venezuela, pero ¿qué ha pasado en Chile?
—Son dos países diferentes en su historia y sus instituciones, sin contar sus mecanismos culturales, pero debo informar que cuando en Santiago de Chile se conoció de mi obra y su temporada neoyorquina, el director de cine Fernando Valenzuela y el productor Eduardo Larraín decidieron realizar un espectáculo audiovisual sobre la base de mi pieza teatral. Viajaron a Nueva York y filmaron parte del monólogo con enfoque cinematográfico, y mezclaron todo eso con textos elegidos de El infierno, de La divina comedia, de Dante Alighieri, y un selecto pietaje basado en filmaciones de la época del golpe pinochetista. La película se estrenó el 19 de junio de 2007, con buena aceptación del público y la crítica; por ejemplo el crítico Ascanio Cavallo, de El Mercurio, de Santiago de Chile, escribió: “La pieza teatral es un esfuerzo de estilización sorprendente. Notable funcionamiento de textos clásicos en contextos nuevos e inesperados. Notable idea dramática y fílmica. Sin embargo, a pesar de todo, la mejor pregunta la formula Allende sobre un escenario oscuro: ‘Los presidentes pueden ser desplazados. Pero ¿cómo puede ser desplazado el pueblo?’. La pregunta es triste. La respuesta, todavía más”.
Fábula dolorosa y llena de verdades
Rodolfo Quebleen recuerda que en América Latina se realizaron varios derrocamientos de gobiernos elegidos legítimamente, con la participación directa o indirecta de potencias extranjeras. “La caída de Bosch en República Dominicana, el derrocamiento de Arévalo en Guatemala, el asalto contra Allende en Chile, son ejemplos. Hasta el golpe contra la Unión Popular en Chile, en 1973, existía un esquema eficaz, que se desarrollaba de acuerdo a un manual para todo uso. Los pueblos no estaban alertas, desconocían antecedentes para protegerse. Ahora Bosch, Arévalo y Allende son antecedentes, se sabe por qué ocurrieron esos desastres nacionales, se descubrió que no había conciencia de autodeterminación, que no era un común denominador. Ahora se conoce cuánto se ha perdido por esa falta de lealtad hemisférica. Ahora los latinoamericanos, más que decir que son muchos, saben que deben decir que son uno solo, único e indivisible. Hasta cuándo continuará existiendo este método de prepotencia es algo que no se puede predecir, pero sí es notorio que cada día resulta más difícil imponerlo. Mientras tanto, es necesario releer La fábula del tiburón y las sardinas, de Juan José Arévalo. Es doloroso, está lleno de verdades”.
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