Nombre o titulo, en última instancia, no interesa. Lo importante es ponderar, exhaustivamente, qué pasó y por qué ocurrió y qué posibilidades hay de que una cosa así no se repita nunca más. Decimos esto, porque a 20 años de los luctuosos sucesos de los días 27 y 28 de febrero de 1989, en Venezuela, el director y dramaturgo Oscar Acosta (Caracas, 2 de abril de 1964) ha podido escribir y ver representada su importante pieza teatral, gracias al esmerado trabajo del director Paúl Salazar Rivas y su elenco Pequeño Grupo. Ahí se recuerdan “esos trágicos hechos, con los que estudiosos, historiadores y, por supuesto, artistas e intelectuales tenemos una deuda, pues son parte de una memoria aún viva y poco testimoniada, en tantos nos remite a las mayorías anónimas que son las que, a fin de cuentas, determinan el rumbo de la historia”.
Los papeles de febrero, como se denomina el espectáculo que muestra la Sala Tres del Celarg, con la sobria participación de los actores Aura D’Arthenay, José Alfredo Figueroa, Jhonathan Urrea, Marlex Martínez y Yusmary Parra, nos asombra porque logra abordar sin maniqueísmos el lado humano de esa explosión social que comenzó en Guarenas, se extendió a Caracas y después se generalizó con mayor o menor intensidad en diversas regiones del país, dejando un balance, aproximado, de más de 3.000 muertos y heridos, y cuantiosos daños a las propiedades públicas y privadas.
Acosta considera que los sucesos de febrero de 1989 son el final de una etapa de la historia venezolana y una estocada mortal a la partidocracia la cual, desde 1958, hegemonizó los poderes políticos y económicos, y además es prólogo de las asonadas militares de 1992. Lo que vino después y el actual presente serán temas para el futuro mediato.
Para nosotros, Los papeles de febrero, más allá de ser una pieza de hondo compromiso político, es una exaltación del bravo pueblo venezolano, ese que vivió el Caracazo, ese que fue tentado por el desorden, por la falta de ley, y dio rienda suelta a sus frustraciones centenarias. Acosta logra plasmarlos en sus dimensiones humanas, con todas sus aristas, tanto a soldados, policías como al pueblo mismo, atrapados en una telaraña de violencia que nunca se explicaron, ni nadie ha pretendido hacerlo.
Acosta no hace sociología teatral política, pero sí logra rescatar los perfiles de ocho venezolanos y un colombiano que fueron discretos protagonistas de situaciones violentas, sin saber lo que verdaderamente estaba pasando o se gestaba. Son situaciones límites, son personajes existencialistas entregados a su devenir sin saber que estaban poniendo la raya a sus existencias, cual si fuesen insectos capturados en una inmensa red donde son sacrificados.
El espectáculo, según la estética del director Salazar, tiene una sólida apoyatura audiovisual que ayuda a crear la siniestra atmósfera de violencia que se vivió durante los días 27 y 28 de febrero, especialmente en Caracas, pero antes se proyectan algunos detalles de “la coronación” de Carlos Andrés Pérez en el Teatro Teresa Carreño, para acentuar que “El sacudón” o “El caracazo” fue un detonador ante el derroche tercermundista. La puesta en escena, como lo recomienda el autor, utiliza decorados sencillos, es un montaje espartano, donde lo importante es la concepción de las interrelaciones de los personajes y como estos se comunican con la audiencia, que aunque tiene por delante la cuarta pared, está involucrada en cada una de las situaciones ahí recuperadas, porque es parte de la historia personal de los adultos que ahora la presencian. Es, por supuesto, híper realismo y del bueno, de ese que no deja tiempo sino para respirar y para que la imaginación viaje al pasado reciente.
Las actuaciones son sobrias, sin mayores derroches, porque se trata de un elenco joven y por ende en etapa de capacitación, salvo el caso de Aura D’Arthenay, que es toda una veterana. Sin embargo, el desempeño del jovencito Jhonathan Urrea es memorable al encarnar a un desvalido inmigrante colombiano que no quiere que lo maten ni tampoco perder a sus compañeros de infortunio, todo esto dentro de una actuación de comedia, que ayuda a soportar la tensa situación que todos ellos viven.
Los papeles de febrero nos recordó, una vez más, que la libertad del ser humano en America Latina es lo más parecido a la alegría que se siente cuando se logra elevar un papagayo o una cometa, como diría el colombiano que se salvó de perecer en aquellos infaustos sucesos de “El sacudón o “El caracazo”, como lo materializa Oscar Acosta
Por ahora, la dramaturgia venezolana ha evocado esos sucesos, pero tiene que seguir trabajando más y más sobre ese pasado reciente, una tarea que estimula a Oscar Acosta para seguir en la brega.
Los papeles de febrero, como se denomina el espectáculo que muestra la Sala Tres del Celarg, con la sobria participación de los actores Aura D’Arthenay, José Alfredo Figueroa, Jhonathan Urrea, Marlex Martínez y Yusmary Parra, nos asombra porque logra abordar sin maniqueísmos el lado humano de esa explosión social que comenzó en Guarenas, se extendió a Caracas y después se generalizó con mayor o menor intensidad en diversas regiones del país, dejando un balance, aproximado, de más de 3.000 muertos y heridos, y cuantiosos daños a las propiedades públicas y privadas.
Acosta considera que los sucesos de febrero de 1989 son el final de una etapa de la historia venezolana y una estocada mortal a la partidocracia la cual, desde 1958, hegemonizó los poderes políticos y económicos, y además es prólogo de las asonadas militares de 1992. Lo que vino después y el actual presente serán temas para el futuro mediato.
Para nosotros, Los papeles de febrero, más allá de ser una pieza de hondo compromiso político, es una exaltación del bravo pueblo venezolano, ese que vivió el Caracazo, ese que fue tentado por el desorden, por la falta de ley, y dio rienda suelta a sus frustraciones centenarias. Acosta logra plasmarlos en sus dimensiones humanas, con todas sus aristas, tanto a soldados, policías como al pueblo mismo, atrapados en una telaraña de violencia que nunca se explicaron, ni nadie ha pretendido hacerlo.
Acosta no hace sociología teatral política, pero sí logra rescatar los perfiles de ocho venezolanos y un colombiano que fueron discretos protagonistas de situaciones violentas, sin saber lo que verdaderamente estaba pasando o se gestaba. Son situaciones límites, son personajes existencialistas entregados a su devenir sin saber que estaban poniendo la raya a sus existencias, cual si fuesen insectos capturados en una inmensa red donde son sacrificados.
El espectáculo, según la estética del director Salazar, tiene una sólida apoyatura audiovisual que ayuda a crear la siniestra atmósfera de violencia que se vivió durante los días 27 y 28 de febrero, especialmente en Caracas, pero antes se proyectan algunos detalles de “la coronación” de Carlos Andrés Pérez en el Teatro Teresa Carreño, para acentuar que “El sacudón” o “El caracazo” fue un detonador ante el derroche tercermundista. La puesta en escena, como lo recomienda el autor, utiliza decorados sencillos, es un montaje espartano, donde lo importante es la concepción de las interrelaciones de los personajes y como estos se comunican con la audiencia, que aunque tiene por delante la cuarta pared, está involucrada en cada una de las situaciones ahí recuperadas, porque es parte de la historia personal de los adultos que ahora la presencian. Es, por supuesto, híper realismo y del bueno, de ese que no deja tiempo sino para respirar y para que la imaginación viaje al pasado reciente.
Las actuaciones son sobrias, sin mayores derroches, porque se trata de un elenco joven y por ende en etapa de capacitación, salvo el caso de Aura D’Arthenay, que es toda una veterana. Sin embargo, el desempeño del jovencito Jhonathan Urrea es memorable al encarnar a un desvalido inmigrante colombiano que no quiere que lo maten ni tampoco perder a sus compañeros de infortunio, todo esto dentro de una actuación de comedia, que ayuda a soportar la tensa situación que todos ellos viven.
Los papeles de febrero nos recordó, una vez más, que la libertad del ser humano en America Latina es lo más parecido a la alegría que se siente cuando se logra elevar un papagayo o una cometa, como diría el colombiano que se salvó de perecer en aquellos infaustos sucesos de “El sacudón o “El caracazo”, como lo materializa Oscar Acosta
Por ahora, la dramaturgia venezolana ha evocado esos sucesos, pero tiene que seguir trabajando más y más sobre ese pasado reciente, una tarea que estimula a Oscar Acosta para seguir en la brega.
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