La mente se queda corta ante la cruel realidad que revelan las fotos |
Las
potencias neoimperiales del siglo XXI, comúnmente denominadas por la jerga
dominante como “Occidente” (o más
bien accidente o catástrofe histórica), tienen impregnado en todo su
metabolismo los genes guerreristas de la muerte, heredados de las actuaciones
coloniales de sus antepasados que privilegiaban el gusto por el cañoneo
disuasivo más que por la diplomacia y la paz. Increíblemente ligeras e
irresponsables a la hora de declarar guerras, bombardear e invadir países, luego
se esconden cabizbajos ante la magnitud de la tragedia social y humana que sus
acciones injerencistas generan. Por cierto, que luego del desastre, de las
matanzas, no asumen en lo absoluto ninguna responsabilidad y mucho menos
demuestran arrepentimiento o compasión ante las muertes causadas.
La Organización
del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), con el amo guerrerista al mando, Estados
Unidos, ha demostrado que, con o sin el “permiso” de la ONU (¿acaso les importarán
las formalidades?) carecen de todo escrúpulo o empacho a la hora de tomar por
asalto un país soberano y llevarlo hasta la aniquilación y el acabose. Han
destruido completamente a países como Afganistán, Irak, Libia y gran parte de
Siria.
El modus operandi se repite
milimétricamente: socavan la gobernabilidad, atacando a las instituciones de gobierno
y toda la organización política existente; agobian inclementemente el aparato
económico, financiero, productivo y comercial; e intervienen militar y
paramilitarmente, incluso financiando abiertamente a grupos terroristas. El
resultado invariable es la inestabilidad política, el caos, la muerte y la destrucción.
La
fórmula genera alegría de tísico para los “liberados”. La prometida “salvación
occidental” se convierte en sentencia de muerte, en la desaparición de la paz,
de la convivencia social, religiosa y cultural, en pueblos cuyos acervos y
aportes culturales a la humanidad se remontan a casi 3.000 años de antigüedad.
El
resultado de la intervención Occidental (la mano maldita que todo lo que toca
lo corrompe y destruye), es la persistencia de múltiples frentes de batalla en
escenarios de guerras civiles e intervenciones extranjeras. Es la destrucción
total de los países, de su gobernabilidad. Es la ruptura del poder del Estado, de
todo su funcionamiento orgánico. Es la muerte de millones de personas.
Los
sobrevivientes huyen despavoridos. En grandes oleadas. Este es un grave
fenómeno que tiene bajo presión a los propios causantes de la tragedia: a los
guerreristas de la OTAN. Son flujos migratorios de millones de personas,
cientos de miles de familias enteras que huyen de estas guerras fratricidas
generadas por Occidente. También huyen de las precariedades económicas
generadas por la destrucción de toda la infraestructura productiva y de
servicios en sus países de origen.
Nada
más hay que leer el informe de la Agencia de la ONU para los Refugiados
(ACNUR), denominado “Direcciones
Estratégicas del ACNUR 2017-2021”, y que abre con el inquietante y muy elocuente
título “Un mundo en caos”. En este
informe se señala que “Para finales de
2015, más de 65 millones de personas en el mundo fueron desplazadas de sus
hogares debido a conflictos y persecución, frente a los 37 millones de hace
diez años, y siendo esta la cifra más alta vista en décadas”. Del análisis
realizado por la Agencia se destaca que “las
causas inmediatas de los flujos de refugiados y los desplazamientos internos
son los conflictos armados, la violencia, la inseguridad y las violaciones de
los derechos humanos”, constituyendo los niños más de la mitad de la
población en condición de vulnerabilidad.
La
impronta de este desastre humanitario se centra en Oriente Medio y todo el
Norte de África, donde la intervención Occidental ha sido descaradamente criminal
y nefasta. Los principales desplazados provienen de zonas de prolongados conflictos
armados como Afganistán, Irak, Nigeria, Pakistán, Siria, Somalia, Sudán del Sur
y Yemen. Nótese que en la mayoría de estos países tanto Estados Unidos como la
OTAN han dejado caer sus bombas “liberadoras” y han impuesto su modelo
occidental de democracia. Hoy en día, en ninguno hay paz, gobernabilidad o un Estado
nacional fuerte. Dividir para dominar es la consigna destructora de los rapiñeros
invasores.
Las
personas que han perdido sus hogares, huyen de la guerra en masa, iniciando un
incierto periplo en la busqueda de salvaguardar su integridad física. Más de
1.000.000 han arribado a Europa pidiendo asilo, tropezando con las crecientes
restricciones migratorias de la hipócrita Comunidad Europea, que hasta se
reparten cuotas como si la vida humana fuera un algoritmo. Ante las fuertes
medidas de contención por las fronteras terrestres (con deportaciones masivas
transmitidas en directo), los desesperados migrantes recurren a modernos “piratas” que en precarios y
destartalados barcos (pateras) cruzan
temerariamente el Mar Mediterráneo. Solo por esta vía, los traficantes de
miseria ocasionaron la muerte en altamar de más de 5.000 personas durante el
año 2016 y llevan más de 1.800 en lo que va de 2017.
Nadie
propone correctivos para acabar las guerras y las confrontaciones. Para la
lógica del metarrelato Occidental estos muertos son de segunda, un daño
colateral de sus guerras por el petróleo y la riqueza del mundo. No merecen la
condena e investigación de la ONU, la propia OTAN o los organismos de Derechos
Humanos. Los muertos del Mar Mediterráneo tienen poco espacio en las primeras
planas de los medios, y ya no generan estupor o escozor en la insensible y
deshumanizada opinión pública Occidental.
Veámonos
bien en ese espejo. No permitamos que nadie nos meta en la senda de la guerra
civil. No permitamos que los agentes del odio destruyan nuestro país.
Richard Canan/Sociólogo/@richardcanan
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