Cada
día me convenzo más de que la muerte es un asunto del cuerpo y nada más. La
personalidad del fallecido permanece y vibra, no desaparecen sino que por el
contrario, se avivan y nos acompañan para siempre, escribió Isaac Chocrón en su novela El Vergel (2005).
Citamos
a Chocrón porque el mutis de Carlos Giménez (1993), director, gerente y esteta,
a consecuencia del Sida, y la muerte de José
Ignacio Cabrujas, dramaturgo, actor, director y guionista para televisión y
cine, son ausencias notables para el teatro venezolano. Fácil es eliminar,
difícil sustituir, pero en los casos del legendario argentino y el
inconmensurable caraqueño, no queda sino evocar sus pasiones por el arte de
Tespis
Recordamos
todo esto porque tras la muerte de Cabrujas (Caracas, 7 de julio de 1937-Porlamar,
21 de octubre de 1995) impone un arqueo, el cual hasta ahora nadie ha hecho, a pesar del gran aporte de Leonardo Azpárren, o
una justa valoración a su vasta obra intelectual, en especial la que legó al
teatro nacional, su más grande pasión.
Él,
junto a Isaac Chocrón (Maracay, 25 de septiembre de 1930-6 de noviembre de
2011), Rodolfo Santana (Caracas, 24 de octubre de 1944-21 de octubre de 2012) y Román Chalbaud (Mérida, 10 de octubre de
1934) constituyeron el cuarteto más importante
de dramaturgos venezolanos contemporáneos.
Cabrujas
salió de Catia porque le tenía pánico a la pobreza, en 1960, con su esposa
Democracia López, para procrear a su unigénito Francisco, entregarse de lleno al
Teatro Universitario, que dirigía Nicolás Curiel, y hacer realidad su sueño de hacerse escritor, lo cual lo logró
en los restantes 35 años, llegando a pergeñar y hasta dejar bocetos de no más de 20 obras de teatro,
varios guiones para televisión y cine, además de novelas y cuentos, la mayoría de
ellos inéditos.
Cabrujas
decía que muy pocos escritores podían señalar
el día y la hora en que decidieron ser escritores. “Yo sí. Fue exactamente, a
los 14 años, en el instante en que
terminé de leer Los miserables de Víctor
Hugo, cosa que hice en un mar de llanto.
No podía parar de llorar encaramado en la platabanda, de la interminable
casa que construyo mi padre en la calle
Argentina, entre la quinta y la sexta avenidas, a tres cuadras de plaza de Pérez Bonalde. Debo de haber suspirado 86
veces consecutivas. Entonces me dije: esto es lo que quiero hacer en la vida; que esas letras, esas páginas, me
hayan producido toda esa emoción es un milagro; yo quiero formar parte de esa milagro. Si las muchachas
no me querían, yo tenía que ser escritor para que me quisieran…y de alguna
manera funcionó después. Si yo iba a ser escritor, tenía que ser uno grande, famoso. Me la pasaba fabulando
con el momento en que yo, ya célebre, regresaba a Catia y las muchachas me iban
a ver pasar desde sus ventanas: allá va
José Ignacio, flaco, tartamudo, pero mira donde
llegó, ahora es un potentado. Yo ligaba la idea de la literatura al poder,
a la magnificencia. Iba a ser escritor y eso se lo dije, a partir de allí, a
todo el mundo, absolutamente a todo el mundo; al bodeguero de la equina de arriba,
al bodeguero que se suicidio, a mi amigo, a los padres de mis amigos. Respétenme,
respétenme, porque yo voy a ser su escritor,
yo no soy como ustedes, yo exijo un trato especial en esta comunidad, porque yo
soy el predestinado y voy a ser un gran
escritor. Desde luego, no lo decía así exactamente, esas cosas presuntuosas no
se podían decir en Catia, pero eso era lo que sentía y lo que, de alguna manera,
les hacía sentir, sin ser antipático, de una manera directa. No, yo voy a ir a
donde las putas ni a jugar béisbol
porque no, porque yo soy un escritor, yo no hago esas cosas”.
Cabrujas
nunca más regresó a vivir a Catia. Pasaba por ahí, más nada. Añoraba hacerlo algún
día, pero era que sus amigos se habían ido o ya estaban muertos.
Pro
la pobreza siempre persiguió a Cabrujas. Su pasión por el teatro, que en
Venezuela siempre ha desenvuelto en una atmosfera precaria, hizo que como dramaturgo
se viera obligado a desempeñar varias tareas para que su compromiso con el arte
resultara más efectivo y fuera de verdad. Fue por eso que además de autor se
convirtió en uno de los actores más prestigiosos de Venezuela y en guionista
de grandes imaginativas y creadoras para la televisión, Cabrujas brillo en
todas porque el igual que los grandes teatreros de la historia, encauzó su
descomunal talento, su curiosidad intelectual
y su entusiasmo para trabajar en la dirección que se proponía.
Como
dramaturgo, Cabrujas explora al hombre venezolano mostrando la soledad y la incomunicación
en que vive. Para conseguir su objetivo, se distanció, recurriendo a la historia
de acontecimientos pasados, como núcleo de reflexión acerca del presente, al
mismo tiempo que presentó un lenguaje operado hasta los límites de sus posibilidades
expresivas. De este modo consiguió interpretar la angustia humana y la congoja
del artista ante la dificultad de exponer toda su realidad interior.
Como también lo hizo Chalbaud, Cabrujas se enfrentó
con la desvalidez popular por medio de
las creencias religiosas de un pueblo que se ha creado un mundo se supercherías,
una religiosidad degradada, llena de creencias fantasmagóricas que lo único que
logra es alimentar la condición humana. El hombre contemporáneo se tiene que
crea fantoches para aliviar el vacío en que vive. Desde diferentes ángulos, Cabrujas
se fue dirigiendo al público venezolano,
le presentó los diferentes problemas que
afectan su vida cotidiana y que no se pueden
olvidar a su causa de trascendencia.
El
teatro de Cabrujas combatía y mientras
se le represente tendrá vigencia, porque todo lo que fuera inmovilidad, inacción,
todo estatismo es destructivo y a la larga
petrifica, y esteriliza al ser humano,
como sucede con los habitantes de San Rafael de Ejido de su Acto cultural.
Estamos
de acuerdo con el crítico Azpárren, que
Profundo, Acto cultural y El día que me quieras son sus obras que
mejor caracterizan la totalidad de su teatro;
primero, porque en ellas culminan todos sus esfuerzo que, de una manera u otra,
no logro en sus obras anteriores ni posteriores, y segundo, porque ellas rescatan
de modo definitivo lo mejor de su teatro.
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