sábado, mayo 02, 2020

EL AMOR MATA A RODOLFO IZAGUIRRE

RODOLFO IZAGUIRRE, AUTENTICO INTELECTUAL VENEZOLANO.
Intelectual que toma partido, escribe y es autor que explica el país y el cine desde la gracia y la ironía, la vida de Rodolfo Izaguirre es una obra de arte que integra belleza y cultura; para su fortuna, signada por el amor: “El amor me ama”.
Como contexto o elementos de reparto la arbitran un gentilicio de trópico distópico. Un clima primaveral con balas salteadas. Maravillas y dislates. Su biografía en suma, y la suma casi redondea los 90, es una sucesión infinita de valiosas postales —incluso las de contenido ingrato— que confirman su protagonismo e intensidad. Que las atesore y sean tan copiosas resulta, por lo demás, un triunfo de su prodigiosa memoria; una chistera sin fondo.
Contiene en su álbum personal un arsenal de referentes y contenidos varios tatuados en su sesera lúcida desde que está gateando o antes. Episodios de la violencia urbana y las escenas descabelladas de la guerra cíclica. La historia política y creativa de la sociedad y las ufanías afrancesadas de una ciudad provinciana. Los silencios y tics de la casa de la infancia. Las discusiones calenturientas en las peñas de arte y su afán, en la aridez, por la promoción cultural. Las anécdotas del carnaval y la puja por la corona de la belleza entre Yolanda Leal, la candidata de la gente sin real, y Oly Clemente, la representante de la gente decente. Y Belén Lobo y el perfume de su inmortal romance articulando todo. El conjunto es el banco de imágenes del que emerge el narrador que es y, sin duda, el devoto del cine. En la iconografía se incuba su vocación.
Tiene cuatro años cuando se bautiza como testigo de lo que será acaso el primer trauma en vivo de los infringidos a la identidad, la suya. Los antigomecistas —¡qué viva la libertad!— protagonizan uno de los saqueos de la larga secuencia. Historia a mano a través de la celosía de la ventana, pelaría los ojos ante el horror de golpes y porrazos, la adrenalina de gritos y consignas desplazándose por las calles sanjuaneras de su infancia. Más asombro cuando de aquella película en 3D en la que se confrontan un dictador y sus oprimidos, como ocurre en La rosa púrpura del Cairo, se desprende una pieza de la escena y entra por la puerta de la casa. Los hermanos mayores cargan con un hermoso escritorio de madera de caoba como gesto libertario. Botín de la reyerta contra las botas
El secreter de estilo, que enseguida se supo que le había pertenecido al Sapo Vallejo, el esbirro que mató al estudiante, ahora formaría parte del mobiliario de los Izaguirre. El velador donde el policía firmaba decretos y órdenes de arresto sería la mesa de trabajo de las primeras tareas escolares del pequeño Rodolfo. “Dijeron que lo compraron en 50 bolívares, lo que yo creo es que lo sustrajeron en medio del desmán”. Su casa era anzuelo de novedades o escenario a la que poblaría lo impensado. Consigna un acontecimiento del que oyó hablar siempre, cuya índole, en el extremo opuesto, le otorga un singular récord: en el patio interior de la casa se decoró ¡el primer árbol de Navidad de Caracas! “Eso fue en las festividades de 1930, una idea de mi cuñado que provocó gran revuelo en San Juan y alrededores, yo estaba por nacer”.
Rudolf Gerbis llega al país por carambola. Venía de Alemania con rumbo a Argentina, pero resuelve adelantar la aventura y se baja en la parada de Puerto Cabello. Pronto se granjeará los aplausos de los porteños. De espíritu luchador y para nada indolente, decide reparar el tren que yace desgonzado e inútil fuera del carril. ¿Cómo? ¿Qué se trae entre manos este musiú? Gerbis desarma los vagones accidentados y junta las partes de nuevo ¡encima del riel! devolviéndolo a la vida. Empujado por la buena estrella, en Caracas conocerá a una linda muchacha, Lilian Izaguirre, la hermana mayor de Rodolfo, su futura esposa.
Víspera de las fiestas decembrinas, el rubicundo Rudolf —y de quien hereda su nombre Rodolfo— ya miembro de la familia propone montar un árbol, pues. Causaría revuelo. “Los vecinos preguntaban a mamá podemos pasar a ver el árbol? y ella les abría la puerta, parece que era un desfile de curiosos todo el día”. Un año más tarde y siempre a cargo de los trabajos imposibles, el cuñado debería llevar a Trujillo la réplica de la estatua ecuestre de Bolívar de su plaza caraqueña, por caminos de recuas y empinados desfiladeros. Demoró dos meses en cumplir su cometido. Justo al llegar a Trujillo le darán la pésima noticia de la muerte de Lilian, vencida por la tuberculosis. Rodolfo Izaguirre, aun pegado a la teta materna, comprenderá que los días traen un repertorio de disparates, a veces la rumba, a veces el duelo. Que como el clima, chaparrones precedidos de sol resplandeciente, cada jornada trae sus contrastes.
A los 7 no es poco lo que ha oído e incluso vivido, toca ahora algo asombroso por ver: Lo que el viento se llevó. Sería una epifanía. Le resultará inolvidable la escena en que Scarlett O’Hara jura, arrancando una raíz de la tierra y masticándola, que nunca más pasará hambre en su vida.
Su padre, el de Rodolfo, mal administrador, había malgastado los fondos del patrimonio familiar. “No faltó comida, tampoco una mesa con mantel, pero la austeridad se convirtió en estilo”. Por eso, para curarse en salud —su delirio del Chimborazo— parodia el rito. Corre al patio de la casa, corta una rama, la mordisquea e imita el juramento, en su caso profético: “Ser crítico de cine me permitió vivir, no es lo que se diga un oficio lucrativo, sin duda, pero el cine ha sido mi vida y nos ha sostenido”, respinga. Vida de película.
No, nunca le habría pasado lo que a Bela Lugosy, el actor que, de tanto interpretar vampiros, un día decidió no sacarse más la capa; ese que internalizó el personaje al punto tal que se asumió, pobre, como uno de los chupasangre que representaba: el vampiro soy yo y todo lo demás al carajo. Rodofo Izaguirre, hombre que le rehuirá por principio a los dogmas y los fanatismos, amará la noche incluso la Luna pero no la bohemia, no del todo, y mucho menos la sangre. Sí amará el cine que signará su vida. Que será una forma creativa de viajar y entender las culturas y las emociones de los otros. Pero su condición de hombre libre le impedirá a este ser apasionado asumirse un incondicional. Por si acaso se hiciera el remolón, pronto el llamado séptimo arte lo seducirá con otro guiño.
Cuando es tiempo de escoger un carrera, como los hermanos que han estudiado Medicina, Administración, Leyes, a regañadientes va a París a estudiar Derecho. A La Sorbona. Una academia rancia, con profesores de peluca a quienes había que reverenciar, moho. Víspera del mayo francés el irreverente caraqueño sale despedido como corcho de limonada de aquellos salones a los que debía acudir con corbata. La providencia lo estaba esperando a la vuelta de la esquina. En el camino de regreso avista el museo del séptimo arte donde pasaría horas a partir de ese día descubriendo a los clásicos europeos. El hallazgo marca su destino. El futuro director —por 20 años, estos sí hermosos— de la Cinemateca Nacional se convertiría, él mismo, en icono.
Le gustará para siempre ver películas y entenderlas, la estructura del guión y las técnicas, el mensaje y las posibilidades del encuadre y del ritmo, así que decide ser un erudito en la materia, alguien capaz de diseccionar cada filme, el bueno, el regular, el deslumbrante y por qué. Persuadido de que la crítica tiene que producir en el lector lo que a él cada película, se esmerará entonces en pulir el verbo, su verbo cáustico —“no tanto que se desgaste”—, con lo cual no solo conquistará credibilidad como estudioso de este medio de comunicación sino un sitial como escritor. “Desarrollo un lenguaje a favor de otro lenguaje”, dice, “el cine me lleva a volverme escritor”.
La reciente compilación de sus tantos textos escritos en El Nacional a lo largo de 17 años, Obligaciones de la memoria, dan cuenta de la belleza y contundencia que adhirió a su verbo, amén de que constituyen un suculento menú que abarca la topografía accidentada de la realidad nacional, un viaje a la raíz. Contiene cine y todas las imágenes producidas a media luz. Rodolfo Izaguirre conquistará además, para que no quepa duda, el premio Arístides Rojas con la novela Alacranes, reeditada y presentada en 2017. Sí, hay que leerlo.
Además del amor, la magia también lo prefiere. Cierta esplendidez de carácter será su santo y seña y debe ser más sabio y más entrañable pese a —o gracias a— las piedras del camino. Léase vivir bajo nuevas dictaduras, como la del ‘vulgar rechoncho’ que pastoreaba niñas en La Orchila y obligaba a denostarlo en susurros. O pasar por la pena de perder a los tantos amigos que se han ido. O a los que se han extraviado entre la palabrería errática que esconde la villanía, aquellos que pusieron rodilla en tierra con la dictadura siguiente, y en eso siguen, cavando la zanja. Él, aunque aquejado, permanece indemne. “Nací en 1931 y Belén en 1932 y no solo tuvimos una vida fantástica sino que lo logramos pese al marco referencial, fuimos como flores de loto en el pantano”.
Miembro de los grandes conciliábulos de la intelectualidad, participa en los grupos Sardio y El Techo de la Ballena y se nutrirá y dejará su impronta entre los pares pensadores y creadores que producirán el país de sus sueños en los talleres y barras con olor a pintura y tinta. Pero no será una ficha de la juerga o la farra, ni que fuera protagonizada por ilustres camaradas y amigos, eso no. Consuetudinario de La República del Este confiesa que aquello fue un ensayo del no poder, en el país no alcanzado, el que no fraguó y que, en revancha, lo construyeron a escala, en Sabana Grande, entre las cuadras de los libros y los bares. Allí, entre elecciones presidenciales y enjundiosos debates parlamentarios de un país de café, se perdieron muchos afectos, en ese mítico triángulo de las Bermudas. El alcohol hizo más que humedecer sus ideales.

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