RODOLFO IZAGUIRRE, AUTENTICO INTELECTUAL VENEZOLANO. |
Intelectual que toma partido,
escribe y es autor que explica el país y el cine desde la gracia y la ironía,
la vida de Rodolfo Izaguirre es una obra de arte que integra belleza y cultura;
para su fortuna, signada por el amor: “El amor me ama”.
Como contexto o elementos de reparto la arbitran un gentilicio
de trópico distópico. Un clima primaveral con balas salteadas. Maravillas y
dislates. Su biografía en suma, y la suma casi redondea los 90, es una sucesión
infinita de valiosas postales —incluso las de contenido ingrato— que confirman
su protagonismo e intensidad. Que las atesore y sean tan copiosas resulta, por
lo demás, un triunfo de su prodigiosa memoria; una chistera sin fondo.
Contiene en su álbum personal un arsenal de referentes y contenidos
varios tatuados en su sesera lúcida desde que está gateando o antes. Episodios
de la violencia urbana y las escenas descabelladas de la guerra cíclica. La
historia política y creativa de la sociedad y las ufanías afrancesadas de una
ciudad provinciana. Los silencios y tics de la casa de la infancia. Las
discusiones calenturientas en las peñas de arte y su afán, en la aridez, por la
promoción cultural. Las anécdotas del carnaval y la puja por la corona de la
belleza entre Yolanda Leal, la candidata de la gente sin real, y Oly Clemente,
la representante de la gente decente. Y Belén Lobo y el perfume de su inmortal
romance articulando todo. El conjunto es el banco de imágenes del que emerge el
narrador que es y, sin duda, el devoto del cine. En la iconografía se incuba su
vocación.
Tiene cuatro años cuando se bautiza como testigo de lo que será
acaso el primer trauma en vivo de los infringidos a la identidad, la suya. Los
antigomecistas —¡qué viva la libertad!— protagonizan uno de los saqueos de la
larga secuencia. Historia a mano a través de la celosía de la ventana, pelaría
los ojos ante el horror de golpes y porrazos, la adrenalina de gritos y
consignas desplazándose por las calles sanjuaneras de su infancia. Más asombro
cuando de aquella película en 3D en la que se confrontan un dictador y sus
oprimidos, como ocurre en La rosa púrpura del Cairo,
se desprende una pieza de la escena y entra por la puerta de la casa. Los
hermanos mayores cargan con un hermoso escritorio de madera de caoba como gesto
libertario. Botín de la reyerta contra las botas
El secreter de estilo, que enseguida se supo que le había
pertenecido al Sapo Vallejo, el esbirro que mató al
estudiante, ahora formaría parte del mobiliario de los Izaguirre.
El velador donde el policía firmaba decretos y órdenes de arresto sería la mesa
de trabajo de las primeras tareas escolares del pequeño Rodolfo. “Dijeron que
lo compraron en 50 bolívares, lo que yo creo es que lo sustrajeron en medio del
desmán”. Su casa era anzuelo de novedades o escenario a la que poblaría lo
impensado. Consigna un acontecimiento del que oyó hablar siempre, cuya índole,
en el extremo opuesto, le otorga un singular récord: en el patio interior de la
casa se decoró ¡el primer árbol de Navidad de Caracas! “Eso fue en las festividades
de 1930, una idea de mi cuñado que provocó gran revuelo en San Juan y
alrededores, yo estaba por nacer”.
Rudolf Gerbis llega al país por carambola. Venía de Alemania con
rumbo a Argentina, pero resuelve adelantar la aventura y se baja en la parada
de Puerto Cabello. Pronto se granjeará los aplausos de los porteños. De
espíritu luchador y para nada indolente, decide reparar el tren que yace
desgonzado e inútil fuera del carril. ¿Cómo? ¿Qué se trae entre manos este
musiú? Gerbis desarma los vagones accidentados y junta las partes de nuevo
¡encima del riel! devolviéndolo a la vida. Empujado por la buena estrella, en
Caracas conocerá a una linda muchacha, Lilian Izaguirre, la hermana mayor de
Rodolfo, su futura esposa.
Víspera de las fiestas decembrinas, el rubicundo Rudolf —y de
quien hereda su nombre Rodolfo— ya miembro de la familia propone montar un
árbol, pues. Causaría revuelo. “Los vecinos preguntaban a mamá podemos pasar a
ver el árbol? y ella les abría la puerta, parece que era un desfile de curiosos
todo el día”. Un año más tarde y siempre a cargo de los trabajos imposibles, el
cuñado debería llevar a Trujillo la réplica de la estatua ecuestre de Bolívar
de su plaza caraqueña, por caminos de recuas y empinados desfiladeros. Demoró
dos meses en cumplir su cometido. Justo al llegar a Trujillo le darán la pésima
noticia de la muerte de Lilian, vencida por la tuberculosis. Rodolfo Izaguirre,
aun pegado a la teta materna, comprenderá que los días traen un repertorio de
disparates, a veces la rumba, a veces el duelo. Que como el clima, chaparrones
precedidos de sol resplandeciente, cada jornada trae sus contrastes.
A los 7 no es poco lo que ha oído e incluso vivido, toca ahora
algo asombroso por ver: Lo que el viento se llevó.
Sería una epifanía. Le resultará inolvidable la escena en que Scarlett O’Hara
jura, arrancando una raíz de la tierra y masticándola, que nunca más pasará
hambre en su vida.
Su padre, el de Rodolfo, mal administrador, había malgastado los
fondos del patrimonio familiar. “No faltó comida, tampoco una mesa con mantel,
pero la austeridad se convirtió en estilo”. Por eso, para curarse en salud —su
delirio del Chimborazo— parodia el rito. Corre al patio de la casa, corta una
rama, la mordisquea e imita el juramento, en su caso profético: “Ser crítico de
cine me permitió vivir, no es lo que se diga un oficio lucrativo, sin duda,
pero el cine ha sido mi vida y nos ha sostenido”, respinga. Vida de película.
No, nunca le habría pasado lo que a Bela Lugosy, el actor que,
de tanto interpretar vampiros, un día decidió no sacarse más la capa; ese que
internalizó el personaje al punto tal que se asumió, pobre, como uno de los
chupasangre que representaba: el vampiro soy yo y todo lo demás al carajo.
Rodofo Izaguirre, hombre que le rehuirá por principio a los dogmas y los
fanatismos, amará la noche incluso la Luna pero no la bohemia, no del todo, y
mucho menos la sangre. Sí amará el cine que signará su vida. Que será una forma
creativa de viajar y entender las culturas y las emociones de los otros. Pero su
condición de hombre libre le impedirá a este ser apasionado asumirse un
incondicional. Por si acaso se hiciera el remolón, pronto el llamado séptimo
arte lo seducirá con otro guiño.
Cuando es tiempo de escoger un carrera, como los hermanos que
han estudiado Medicina, Administración, Leyes, a regañadientes va a París a
estudiar Derecho. A La Sorbona. Una academia rancia, con profesores de peluca a
quienes había que reverenciar, moho. Víspera del mayo francés el irreverente
caraqueño sale despedido como corcho de limonada de aquellos salones a los que
debía acudir con corbata. La providencia lo estaba esperando a la vuelta de la
esquina. En el camino de regreso avista el museo del séptimo arte donde pasaría
horas a partir de ese día descubriendo a los clásicos europeos. El hallazgo
marca su destino. El futuro director —por 20 años, estos sí hermosos— de la
Cinemateca Nacional se convertiría, él mismo, en icono.
Le gustará para siempre ver películas y entenderlas, la
estructura del guión y las técnicas, el mensaje y las posibilidades del
encuadre y del ritmo, así que decide ser un erudito en la materia, alguien
capaz de diseccionar cada filme, el bueno, el regular, el deslumbrante y por
qué. Persuadido de que la crítica tiene que producir en el lector lo que a él
cada película, se esmerará entonces en pulir el verbo, su verbo cáustico —“no
tanto que se desgaste”—, con lo cual no solo conquistará credibilidad como
estudioso de este medio de comunicación sino un sitial como escritor.
“Desarrollo un lenguaje a favor de otro lenguaje”, dice, “el cine me lleva a
volverme escritor”.
La reciente compilación de sus tantos textos escritos en El
Nacional a lo largo de 17 años, Obligaciones
de la memoria, dan cuenta de la belleza y contundencia que adhirió
a su verbo, amén de que constituyen un suculento menú que abarca la topografía
accidentada de la realidad nacional, un viaje a la raíz. Contiene cine y todas
las imágenes producidas a media luz. Rodolfo Izaguirre conquistará además, para
que no quepa duda, el premio Arístides Rojas con la novela Alacranes,
reeditada y presentada en 2017. Sí, hay que leerlo.
Además del amor, la magia también lo prefiere. Cierta
esplendidez de carácter será su santo y seña y debe ser más sabio y más
entrañable pese a —o gracias a— las piedras del camino. Léase vivir bajo nuevas
dictaduras, como la del ‘vulgar rechoncho’ que pastoreaba niñas en La Orchila y
obligaba a denostarlo en susurros. O pasar por la pena de perder a los tantos
amigos que se han ido. O a los que se han extraviado entre la palabrería
errática que esconde la villanía, aquellos que pusieron rodilla en tierra con
la dictadura siguiente, y en eso siguen, cavando la zanja. Él, aunque aquejado,
permanece indemne. “Nací en 1931 y Belén en 1932 y no solo tuvimos una vida
fantástica sino que lo logramos pese al marco referencial, fuimos como flores
de loto en el pantano”.
Miembro de los grandes conciliábulos de la intelectualidad,
participa en los grupos Sardio y El Techo de la Ballena y se nutrirá y dejará
su impronta entre los pares pensadores y creadores que producirán el país de
sus sueños en los talleres y barras con olor a pintura y tinta. Pero no será
una ficha de la juerga o la farra, ni que fuera protagonizada por ilustres
camaradas y amigos, eso no. Consuetudinario de La República del Este confiesa
que aquello fue un ensayo del no poder, en
el país no alcanzado,
el que no fraguó y
que, en revancha, lo construyeron a escala, en Sabana Grande, entre las cuadras
de los libros y los bares. Allí, entre elecciones presidenciales y enjundiosos
debates parlamentarios de un país de café, se perdieron muchos afectos, en ese
mítico triángulo de las Bermudas. El alcohol hizo más que humedecer sus
ideales.
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