Víspera de los 98 —nació el 22 de
agosto de 1922—, adelgazado de palabras y ensimismado de parlamento, el
reconocido conversador —que con su eterno don de gentes, si era menester, no le
rehuiría nunca a la polémica—, apela a la patente de corso que le da su
trayectoria y a lo tanto que ya ha dicho, escrito y compartido en tertulias y
cenáculos, para justificar su parquedad. Que hable su obra y que él, Armando
Escannone lo reitere.
Sus oídos mermados, un óbice para el
tejido verbal, demandan cierto discernimiento; buena elección suya dejar en la
orilla la cantinela de quejas por lo tanto y lo seguido —que haga o se interese
por lo que se le antoje, a estas alturas está exento de toda mirada
inquisitiva—; lamentablemente, la incertidumbre más reciente de la lista es un
susurro que lo persigue como un zumbido.
“Lo siento, no te escucho”, concede
el melómano que hospedó en su casa a Claudio Abbado y lo cubrió de las
atenciones culinarias precisas para sus dolencias; el cruzado de la causa de la
venezolanidad que compartió tantas veces mesa con José Antonio Abreu y Gustavo
Dudamel; el diletante que no se perdía un año el festival de música de Mozart
en Salzburgo —y, como quien confiesa un desliz, reconoció sentir gusto por el
estilo de los Gipsy King—; el gentil anfitrión en cuya sala han tenido lugar recitales
de cámara y ha cantado el Orfeón Universitario al que perteneció cuando el
director era Antonio Estévez. Ahora prefiere, como Beethoven, escoger con
pinzas lo que interrumpirá su silencio.
No se trata exactamente de una
metamorfosis, una que pudo ocurrir de la noche a la mañana. Este ir menos al
estudio y más al jardín para contemplar durante horas el malva de la tarde de
su montaña favorita, esta suerte de mudanza al olimpo personal al que ha
ascendido con esfuerzo y contra viento y marea tiene que ser otro cálculo del
ingeniero. Caballero del orden o de la orden de los impecables, así como su
habitación, escaleras arriba, contiene en perfectas pilas, filas y secuencias
la ropa y sus efectos personales, e igualmente, en los intervalos de la jornada
—porque eso sí, no ha perdido ni pizca el apetito y come de todo, hasta
caraotas, sus célebres caraotas dulces—, la cocina, igualmente, luce impoluta,
cada cacharro en su sitio. Es decir, pues, ha conseguido para sí una exitosa
coexistencia, incluso relación colaborativa, alma adentro, entre la razón
cartesiana y lo sentimental. Su conmovedora sensibilidad se le descubre no solo
en la añoranza por los aleros infinitos que guarecían al caminante caraqueño
del chaparrón, por ejemplo, sino en su relación primorosa con los sabores y
perfumes con que se crió. Las 742 recetas del Libro Rojo, el primero de la
serie que produce a favor de la sazón nuestra, son producto de una decisión
apasionada que activo la misma nostalgia.
Y gracias a esa síntesis, tiene lugar
esa narración cantarina y novelesca de sus recetarios. Que se siguen cociendo
en fogones locales y en los de medio mundo —el que migra no deja por nada ese
kilo de peso del manual de la identidad—, cuya compilación y reelaboración a su
manera proviene de trastear por su memoria prodigiosa y bien amoblada —Armando
Scannone la llama memoria gustativa, concepto por cierto que levantaría roncha
en la Academia Venezolana de Gastronomía por quienes creen que tal cosa no
existe—, en coyunta con un trabajo de campo y experimentación rigurosamente
científicos. Y es de manera paulatina que el profesional de obras y hacedor de
andamiajes troca o resulta en gourmand; y no cualquiera sino en el considerado
salvador de la sazón criolla, por haber rescatado, hecho acopio, y convertido
en suceso y referencia la de Caracas.
No, no hubo un día, que quede claro,
sino un siempre. Aunque 1982 es una fecha clave, no fue una epifanía, ni hubo
una revelación repentina en el corazón de quien ha mantenido de manera
equitativa ambos desempeños, la edificación y la construcción con algunas
pasiones, verbigracia la cocina vernácula, asignatura donde encontró
gratificación, motivo y raíz. La ingeniería es pinche y compinche de la
obsesión culinaria macerada por años en el hombre que por cierto ha tenido el
ingenio de inventar platillos, como la sopa de mandarina — “fue una asociación
por color, la mezcla con auyamas es maravillosa”— pero ¡no sabe cocinar! Será
maestro de ceremonias, pero no quien trinche, pique, remueva, salpimiente o
desconche nada. No es chef ni nunca intentaría serlo.
“No, no sé preparar mayor cosa, pero
quienes me han acompañado en este viaje han tenido la sensibilidad para
interpretar cada plato y el tono y el punto que he querido producir”, diría.
Armando Scannone delegó en sus históricos colaboradores, el matrimonio que
constituían Elvira Fernández de Varela y José Valera, la fiel pareja de
empleados, más bien amigos, en realidad familia —se hacía acompañar por ellos
en los teatros de Salzburgo— a quien tanto echa en falta y de un tiempo a esta
parte en Magdalena Salavarría, hacedora de las mejores hallacas del planeta,
todavía al pie del fogón. A ellos les agradece, con él están.
Como cosquillas, como chispazos
evocadores bien definidos, como delicadas tenazas para impelerlo a hacer, los
recuerdos de aquellas escenas de mujeres con pañoletas y el inconfundible
bramido de las piedras machacando ajos y cebollas se mantendrían vivas en su
imaginación desde la infancia, él ahí como observador de primera línea. Y su
repaso constante, como anzuelo seductor, sostendrían el anhelo por volver a
paladear aquél bocado de dulzor o picor específico, en la enorme mesa
compartida, o ver el acto de magia de la masa haciéndose barrigona minuto a
minuto bajo el trapito húmedo, circunstancias que una y otra vez buscó en los
platos del mismo nombre, pastel de polvorosas, negro en camisa, pero que apenas
se le acercaban al ideal, a buen resguardo en la tabla de medidas de su
retentiva. Hasta que decidió dar definitiva atención a las señales de alerta
—¿este gusto que yo recuerdo se perderá? ¿el concepto de este plato se lo
llevarán las fusiones e influencias y sobre todo el desamor y el olvido?— y
toma la sartén por el mango.
Fue, eso sí, un punto de inflexión
aquel momento cuando decidió trastear entre los álbumes de la familia y los
libros de cocina heredados, los papelitos borroneados a mano de la madre —por
cierto diabética, debía inhibirse de comer mucho de los que preparaba—, y pone
manos a la obra.
Esas ganas de tener de nuevo en sus
papilas los sabores con que fuera criado, la pasta hecha en casa, el sofrito
para las carnes y sus líquidos derramándose libres en su lengua, aquellos
manjares domésticos y sencillos que se hacían en casa, la número 55 de Santa
Teresa, cuya preparación comenzaba desde el principio, como sería en El
Paraíso: buscas el maíz, lo pilas, lo aliñas y luego haces bolas exactas para
la arepa o la hallaca. Es así como con el tesoro de los apuntes conservados
como inicia su proyecto de viaje en el tiempo, viaje a la raíz.
La iniciativa devino inevitable
pasión. No solo hizo las recetas sino que, una vez revisadas y luego de
hacerlas guiso, potajes, pasteles y platos reales, las fotocopió y distribuyó
en la familia para que repitieran el procedimiento, sus anotaciones al margen.
¿Podían, al probar los platos olvidados, los 11 hermanos Scannone verse de
nuevo correteando por los zaguanes del Centro de Caracas? ¿Los aromas son
exactos a los que perfumaban el patio? Luego que la saga se convertiría en
cofradía gustativa, las recetas impregnarán como en efecto dominó los estufas
de los amigos más cercanos. Armando Scannone da entonces el gran paso: decide
imprimir aquel vademécum.
De su bolsillo costea el arriesgado
encargo: cinco mil volúmenes con fino papel y tapa dura. Se quedó corto.
En la imprenta española, sin mucha fe, sin embargo, pegan el grito al cielo.
¿Un libro de recetas sin fotografías, solo ilustraciones? ¿Aun cuando sean del
dibujante Kees Verkaik? ¡Aquello sería un fracaso! Para aminorar el fiasco, el
que desde entonces es el libro más vendido del país, segundo después de las
Sagradas Escrituras, el regalo que no hace falta anotar en las listas de bodas,
el mismo que lleva una veintena de ediciones posteriores a aquella primera de
1982, Mi cocina a la manera de Caracas se distribuiría
en librerías acompañado, por si acaso, con una cacerola como señuelo, llévela
gratis con la compra de.
Confirman que rescatar la sazón
criolla fue una idea macerada por don Armando los cambios que hace el ingeniero
en la casa que compra en los años cincuenta, en el Country; cambios que le
arman el escenario al gourmand. La cocina medía la mitad de lo que ahora,
cuando parece un estadio, y su ubicación tenía menos protagonismo. Luego de los
cambios, el recibidor, la sala y el estudio quedan del lado izquierdo de la
entrada, y del otro, la cocina, rectangular y enorme, blanca de piso a techo,
impoluta como una sala de terapia intensiva, en realidad la sala de partos
donde gemirían los pucheros de la identidad.
La tarea que acometió es ciclópea.
Solo la jalea de guayaba consignada en el Libro Rojo la repitió ¡18 veces!
hasta dar con el punto justo en la olla, según el grosor de los hilos, y luego
de consistencia y dulzura en boca, he ahí al ingeniero. Que estudioso de
procesos y sus eficacias, propone al lector las equivalencias en medidas, según
las diferentes herramientas de preparación, de manera que tenga todas las
opciones para conseguir el objetivo, eso sí desde la precisión. O sea añada 4
cucharadas colmadas o una taza rasa o 250 gramos u ocho onzas o un cuarto de
litro. El fin del ojo por ciento. De la ñinguita. De la probadita para ver. Y
el triunfo de la matemática.
Y así en el Libro Verde, de recetas
ligeras, el Azul, de comida criolla actual, el Amarillo, que ofrece puros menús
y sus respectivas recomendaciones de vinos, el Anaranjado para la merienda
escolar y el de los clásicos de la cocina criolla, como en el exitoso Libro
Rojo, cada vez más objeto de culto, reliquia que no falta en la casa de nadie
con cédula venezolana, y fuente de sabiduría e inspiración para chefs. Es un
arduo trabajo de investigación y recolección que también es cosecha. Y aun cuando
la dulzura de Scannone es proverbial, como concuerdan los chefs Carlos García y
Franz Conde, no serían lo mismo las caraotas caraqueñas si a la receta del
hombre que siempre ha dicho que la cocina es oficio, no arte, se le resta
dulzor. Suerte de delta creativo, a este libro le han seguido
reinterpretaciones, homenajes y versiones que han mermado deliberadamente las
dosis de azúcar, en adaptación a los nuevos tiempos, menos dulces.
Tenaz defensor de Caracas y su
gastronomía —“¡la utopías de Armando!”, como dice Ben Amí Fihman, otro amador
de la ciudad desde París: concluye la tercera novela ambientada en el valle—,
Scannone, el creador de la sopa Dos tiempos, mitad crema tibia de caraotas
negras mitad crema fría de aguacate —un autorretrato— ha entendido, asimismo,
que la cocina es identidad y punto de encuentro de culturas. Territorio de
invención que así como tiene tanto de precisión en los tiempos y proporciones,
también incorpora intuición, subjetividad y sentimientos. La gastronomía
nuestra incorporó la aceituna mediterránea antes que otra en la región. Ahora
nuestras recetas, expresión de lo que somos, son dignas embajadoras de lo
nuestro.
Sus platos favoritos —el mondongo y
la hallaca— pueden, en su opinión, ser seductora punta de lanza en cualquier
parte del mundo. “Un mondongo bien preparado es exquisito”. Helmut Blumenthal,
el chef inglés que conoció el mondongo en su casa, sin poder resistir la
tentación de ver qué era aquello que despedía ese aroma inédito destapó la olla
donde hervía y suspiró: “Huele a limpio”. “Adivinó”, le respondería don
Armando. Y si un plato es un viaje, la suya, la de don Armando, es la maleta de
más variedad y magia. Con una gastronomía plural y compleja como la venezolana,
ha entendido siempre que la curiosidad es vital (hablan a dúo el ingeniero y el
arqueólogo del gusto). “No me encantó probar ni león ni jirafa, una vez basta,
en cambio no puedo prescindir de la arepa”, ese sobre en blanco donde cabe el
gentilicio, como dice Federico Tischler.
Quien fuera comensal de Joël Robuchon
en París, siempre aterriza en los sabores que lo marcaron y son su marca y las
de todos: a Scannone entre otras cosas se le atribuye que el sofrito nuestro,
el picadillo de ají dulce, cebolla y tomate, no se moliera en la licuadora,
sino que se llevara de la tabla de picar al sartén, cosas del buen gusto.
También devoto del cine, ávido
lector, enamorado de sus orquídeas, esos seres enigmáticos de
extrema belleza que no sabe si llamar flores que se mecen sobre el tapete verde
infinito junto los mijaos, va con su andadera por el concierto dilecto de
pailas y utensilios, acaso porque es hora de un tentempié, acaso porque
recuerda el libro pendiente, el rosado, el de recetas que le recomienda a las
embarazadas, que aguarda en las imprentas por su publicación. Armando Scannone,
el que dijo que el secreto de la longevidad está en tener un proyecto en marcha
que te permita confirmar cada mañana la cita concertada con el futuro, tiene
ese proyecto inconcluso entre ceja y ceja. Todos ligamos a que salga cuanto
antes a los anaqueles, a la vez, que el tiempo se estire más y más, y renueve
una y otra vez la cita. Ay los relojes, ay la merienda. La hora del postre que
llegó ya.
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