El teatro venezolano tiene su historia, la cual arranca, más o menos, desde el año 1600, según la registran algunos documentos que reposan en el Concejo de Caracas. Pero no se cuenta con una historiografía bien hilvanada y con respaldos documentales de esos cuatro largos siglos. Hay, pues, una serie de textos que señalan acontecimientos teatrales, pero carecen de rigor y no por mala fe de sus autores y, además, ha faltado un trabajo de compilación y la respectiva investigación.
En esta centuria todavía tenemos que recurrir a relatos de testigos y/o protagonistas de las últimas siete u ocho décadas teatrales en Caracas, por ejemplo, como es el caso del dramaturgo Gilberto Pinto, a quien hemos sondeado para este reportaje, y cuya valiosa información hemos complementado con otros textos, todo con el afán de presentar unas cuantas facetas del teatro durante los últimos 200 años, más o menos entre la gloriosa batalla de La Victoria y los alzamientos populares del 27 y 28 de febrero de 1989. Esperamos que las generaciones posteriores sí le proporcionen al país una precisa saga de sus teatreros en general.
-¿Cuánto tiempo lleva a bordo del teatro?
-Desde 1948, aquí en Caracas. Saca la cuenta. Más de 50 años. Entré al curso de Capacitación Teatral, con Jesús Gómez Obregón, porque él había llegado a Venezuela en 1947, y de ahí en adelante no me he apartado jamás del teatro.
-¿Ni las enfermedades lo han alejando de la escena?
-Nada me ha distanciado del teatro, porque siempre he logrado trabajar en mi profesión, no tuve necesidad de abandonarla ni crearme otra. Ni de ocuparme de otro trabajo, sino de ese. Ha sido mi juego y decidí desde el principio jugarlo con limpieza y creo que lo he hecho hasta ahora a partir de mi manera de ver al teatro. Hay, pues, muchas maneras de ver al teatro, y yo siempre hablo de la mía.
-¿Cuál ha sido su manera de ver al teatro?
-Desde la prohibición del espectáculo
La fuerza bruta, por el gobierno del general Marcos Pérez Jiménez, ante la insistencia de monseñor Jesús María Pellín, director del periódico
La Religión, abrí los ojos y me di cuenta de que el teatro no era esa cosa romántica y mítica que yo creía que era. Cuando vi
Espectros, de Ibsen, montada por mi profesor, lo cual me embelesó, pero aún no captaba la profundidad de lo que proponía el autor, que es un auténtico hito dentro de la historia del teatro universal, yo no captaba sino que me embelesaba ante el trabajo de mis compañeros, vestidos a la época, esa iluminación y ante la maravilla del espectáculo. Pero cuando suspendieron
La fuerza bruta, montada por mi profesor, me di cuenta de que el teatro influía en la sociedad y, por lo tanto, si la sociedad está dividida en clases, el teatro también está escindido en clases. Y fue entonces cuando pensé y me asumí a la clase social a la cual pertenecía: era un pobre más, por supuesto. Sufrí mucho con la suspensión de
La fuerza bruta, por una exageración de monseñor Pellín y su anticomunismo urticante de esa época; la suspendió el entonces ministro de educación Mijares alegando “desperfectos técnicos”, pero eso era un embuste, mientras que el director de
La Religión alegaba que no era posible que se montara “una obra teatral que casi caía en lo pornográfico” para mostrarla ante los muchachitos del Instituto Pedagógico de Caracas. Ellos buscaban acallar ese espectáculo que denunciaba la explotación de los trabajadores del campo en California, donde se había escogido a un personaje sicópata para hacer más atractivo el hilo de la acción y para evitar que el teatro político se transformara en un panfleto y que estuviera incluido en una historia. Tal como se ve en las obras de Brecht, o lo que ocurre con
La muerte de un viajante de Miller, donde se muestra a una sociedad que exprime a un hombre durante varias décadas y después lo echa de lado, cual si fuese un objeto desechable, como lo preconiza el famoso liberalismo democrático.
-¿Qué pasaba con el teatro venezolano durante los años 40?
-En mi libro
Gómez Obregón y su época afirmo que la primera mitad de la década de los 40 daba la impresión de ser un desolado cortejo fúnebre en el cual, esos cuatro apacibles gatos, de los que habla el dramaturgo y novelista Guillermo Meneses, acompañaba al féretro del teatro hacia su última morada. Objetivamente, el arte dramático nacional parecía muerto y enterrado. Solo un milagro estaría en capacidad de hacerlo renacer de sus cenizas.
Agrega que la vida teatral de esos años y particularmente la de Caracas, era alimentada en un noventa por ciento por las compañías dramáticas extranjeras que a menudo anclaban en nuestro país. “Ellas determinaron, con sus prácticas continuas, lo que era y debía seguir siendo el teatro. Ya que era lógico que esa circulación internacional de ideas y códigos escénicos desfasados de la vanguardia teatral, arrastrara en su corriente a nuestros dramaturgos, directores y actores y los hiciera padecer su lamentable influencia”.
Indica Pinto que por las salas de Caracas desfilaban compañías españolas, mexicanas, argentinas, colombianas, cubanas, italianas, cuyos espectáculos consistían, primordialmente, en satisfacer el exhibicionismo de sus estrellas, por lo general propietarias de sus cuadros dramáticos, sin mayor preocupación estética y mucho menos social, reflejando en sus repertorios la mentalidad conformista de sus integrantes y, sobre todo, enfrentándonos a la representación masiva de una dramaturgia foránea que poco o nada tenía que ver con nosotros. Durante los años 50 y parte de los 40, las obras que se presentaban eran extranjeras, en su casi totalidad”.
El público abandonó las salas
Puntualiza que lo que ocurría con la programación teatral era consecuencia de los gobiernos y las revoluciones del siglo XIX, de los gobiernos títeres, del régimen de Castro y del reinado del Benemérito. “Nuestros teatreros lo que hacían era coquetear con las clases dominantes y para ello se transformaron en “divertidores” de esa clase y evadían tocar aspectos políticos, como se ve en el repertorio. Pero el público, en general, rechazó ese teatro y las salas se quedaron solas. Porque un arte escénico blandengue, que no representa al hombre de su tiempo, que no interpreta sus grandes desafíos, tiene pocas posibilidades de despertar la atención de su colectividad. Por eso, la causa principal del ausentismo del espectador la tuvo la emisión de una actividad escénica que no estaba en sintonía con la realidad de su destinatario”.
Afirma Gilberto Pinto que durante las primeras décadas del siglo XX, no se consideraba al teatro como un espectáculo público que se ofrece a una comunidad y que, por lo tanto, debe explorar, objetivar y expresar las preocupaciones de una colectividad. Y más grave aún: se olvidaba que todo arte vigoroso debe ser irritante, y se hacía todo lo posible para que no perturbara intereses o afectara susceptibilidades. Es más que sabido que un arte escénico blandengue, que no representa al hombre de su tiempo, que no interpreta sus grandes desafíos, tiene pocas posibilidades de despertar la atención de su colectividad”.
Comenta, que con escasa visión de la realidad, los hacedores de ese teatro no lograron comprender que ellos mismos eran los causantes de la retirada de los espectadores, y en lugar de rectificar su propia actuación se contentaron con echar mano al facilismo de culpar al cine de toda su desgracia. “Pero contrariamente a lo que se sostiene, la aparición del cine no precipita al teatro en una crisis. Perjudica, eso si, a un cierto tipo de teatro; justamente a aquel que desempeña las funciones del cine, es decir, el teatro ilusionista burgués. Pero nuestro teatro de entonces ni siquiera estaba cerca de ese ilusionismo, carecía de los medios idóneos (económicos, sobre todo) para satisfacerlo. Simplemente se limitaba a traficar lo más burdo de ese teatro: un “ternurismo” llorón y el solazamiento en una comicidad que no era más que moneda corriente. Es por eso –prosigue- que la causa principal del ausentismo del espectador la tuvo la emisión de una actividad escénica que no estaba en sintonía con la realidad de su destinatario. Por eso al cine le resultó fácil arrojar de las salas de teatro (Principal, Ávila, Ayacucho, Rialto y Caracas) a una manifestación artística que se había tornado fastidiosa, repetitiva, adocenada e inútil. Una producción teatral que no producía ni frío ni calor, porque –salvo contadísimas excepciones- nada tenía que ver con el núcleo social al que iba dirigida. En pocas palabras: una producción dramática totalmente artificial, grosera y casi bárbara, como dijo Copeau refiriéndose al teatro francés de principios del siglo XX”.
-Algunos cronistas afirman que durante esos años 40 y 50, y hasta en los 30 del siglo XX, había una pandilla, en el buen sentido del término, de saineteros, quienes desafiando incluso a la censura trataban de reflejar en la escena algo de lo que pasaba en la sociedad.
-El sainete de esos tiempos era como un juguete teatral, como lo hacía del autor español Miguel Muñoz Seca, creador del astracán, y eso es lo que heredan Antonio Saavedra y Rafael Guinand. Lo que ocurre es que el sainete, por su condición, debe divertir sin “enrollarse”, sin ofender. Yo dirigí para la Compañía Nacional de Teatro el sainete
Yo también soy candidato, donde se advierte una discriminación racial de Guinand contra los negros o afrodescendientes, y también Saavedra hacía lo mismo con
El salto atrás, donde una familia de clase acomodada y blanca está muy preocupada porque les había nacido un niño negro en medio de un matrimonio de blancos. Guinand y Saavedra le proponían al público una humorada a partir de burlarse de los negros; pero también hay otro sainete como
El rompimiento, del mismo Guinand, donde el humor es cotidiano y superficial. Y aquí debo subrayar que cada vez que pretendían hacer una sátira al régimen de turno o a la sociedad, ellos mismos se autocensuraban. Guinand, sin saberlo, repitió con su conducta, palabra por palabra, lo que Benavente decía en España, luego que el franquismo le perdonó sus rastacuerismo. “Bastantes angustias sufre el mundo para estarle ofreciendo tragedias. Yo prefiero distraer y divertir con comedias ligeras y comedietas que, como reprochan mis detractores, son frívolas y triviales”. Y lo decía y lo hacía no como pretexto, sino porque estaba convencido de que eso era lo que tenía que hacer. Nunca se atrevió a criticar al Poder, representado en Gómez y sus seguidores. No lo hizo él ni muchos de sus colegas.
-¿Qué pasó con la gesta de Ezequiel Zamora que no aparece en la escena teatral venezolana sino pasados los años 50 del siglo XX?
-César Rengifo es el único que teatraliza la saga del general Zamora y solamente la puede llevar a la escena durante el período democrático, nacido después del 23 de enero de 1958; un “período” que llamó “democrático” a pesar de que Betancourt nos debe tres muertos al teatro: el actor César Burguillos, Oswaldo, hermano de Humberto Orsini, y el hijo de María García. En ese lapso “democrático” nosotros, los teatreros, decidimos que el teatro tenía que servir para algo, que era una arma y empezamos a utilizarlo y fue entonces cuando comenzaron nuestros choques con el Estado y uno de los primeros enfrentamientos vino por las obras
Sagrado y obsceno y
Los ángeles terribles de Román Chalbaud, y ahí comenzaron las trabas y cuantas piedras aparecieron en el camino. No era una censura abierta, pero si eran gestos mezquinos y destinados a obstaculizarnos los medios para que nos expresáramos.
-¿O sea que el teatro siempre estuvo en la mira del Poder?
-Siempre ha estado. Lo han perseguido de una u otra manera, porque el teatro es objetivo, en una primera instancia, y también es subjetivo. Y como ejemplo te pongo mi pieza
Los fantasmas de Tulemón, cuyo tema es la tortura y la tortura reelegida, porque al final de la obra aparecen los adecos para solicitar los servicios de Tulemón que es el torturador preferido de Pérez Jiménez. ¿Y qué hago yo? Comienzo a mostrar cómo era él por dentro, su familia y sus ambiciones.
-¿Por qué el teatro no se ha desarrollado en Venezuela como si ocurrió, por ejemplo, con la música?
-Hay una cosa que dijo el Libertador que parece ser verdad: Venezuela será siempre un cuartel, Colombia una universidad y Ecuador un convento. Con eso quiero decir que aquí siempre se les ha negado el pensamiento a los ciudadanos. Uno no se puede imaginar a Francia sin Moliere o al Reino Unido o Inglaterra sin Shakespeare, a Italia sin Goldoni o a Rusia sin Chejov. ¿Cómo vamos a crear una tradición cuando las obras más meritorias de sus dramaturgos no las recuperamos o no las estamos remontando?Y por eso no hay tradición. Es una forma gregaria de entender la historia del teatro venezolano. No hay forma de construir una tradición y tenemos valores como Rengifo, Chocrón, Cabrujas y Chalbaud y toda esa generación de autores que se dio a conocer en la segunda mitad del siglo pasado. Todo ese reventón de autores, hasta la década de los años 80, cuando no nos habían vaticinado la muerte de la palabra en el teatro, sino que nosotros seguíamos defendiendo al teatro de texto, porque es el teatro de texto el que determina la manera de pensar de los pueblos. Uno va a París y nunca se deja de ver un Moliere o un Marivaux montado por la Comedia Francesa o cualquiera otra agrupación oficial o privada, así también en Londres montan a Shakespeare o cualquier otro de los grandes autores isabelinos. Y ni hablar de lo que pasa en España con sus clásicos a pesar de las épocas oscuras como fue el franquismo. Del Siglo de Oro saltaron al franquismo y ahora una nueva generación de autores ha tratado de mejorar la escena, porque salvo García Lorca, Alberti y Valle Inclán, los demás estaban negados o prohibidos. A García Lorca lo fusilan no por homosexual sino porque era un enemigo abierto de la clase dominante, porque no podían aceptarle su teatro contra las más absurdas tradiciones, porque en el patio de butacas había millones de Bernardas Albas censurando como él las estaba mostrando. Y todo su teatro es así: una denuncia. Y la primera de las víctimas de esa sociedad que lo hizo fusilar era la mujer, porque García Lorca se inspiro en ella o en ellas para su creación teatral y los personajes masculinos eran sus victimarios. En síntesis: el teatro defiende casi siempre al más débil.
-¿Qué se puede hacer para que el teatro que tenemos en la primera década del siglo XXI contribuya a su comunidad, sea útil y no se quede solamente en las formas y tenga contenidos más acorde con los tiempos que se viven?
-El problema es que todo aquel que trata de trabajar con la verdad de las cosas y de las sociedades, como lo tienen que hacer los dramaturgos, choca con el Poder. Necesitamos dramaturgos audaces e inteligentes que puedan ir orientando a las comunidades venezolanas donde campea la incultura, que prefieren plenar los estadios o los bares, las playas o los burdeles, antes que las salas teatrales…y con el detalle que cuando van al cine lo hacen para ver un cine malo o ven mala televisión y por eso se pasan diez meses pegados ante los televisores para ver como la heroína se casa o se descasa con el galán.
-¿Pero usted le pide al Poder que se haga al harakiri o se “autosuicide”?
-No, muchos venezolanos y venezolanas como yo, le estamos pidiendo al Poder que le de rienda suelta a las confrontaciones, que no le tema, y una prueba de ello es el teatro español del Siglo de Oro donde temas como la injusticia, se planteaban y aparecían los reyes para resolverlo y se acaba así la discusión, e imperaba lo que era justo. Los dramaturgos tienen que tener habilidad e inteligencia para plantear cada uno de los problemas que hay en nuestras comunidades. Y aquí reitero que los problemas que nos atañen a ciudadanas y ciudadanos son problemas que también le atañen al gobierno, al poder. Entonces se necesita la dialéctica. La democracia necesita alguien que la cuestione para que así puedan funcionar las cosas. Y el teatro puede contribuir muchísimo, cuando lleve a escena esos problemas que acosan a la sociedad en general o en particular. Así también podrían contribuir la televisión, la prensa y la radio, y el cine por supuesto.
-¿El cine también debe contribuir en esa tarea de decirle al Poder lo que está pasando?
-Si, el cine esta tomando ese puesto o ese lugar que el teatro ha abandonado. Cuando uno ve películas como
Hermanos o
Miranda o
Boves o
Zamora, nos damos cuenta del gran poder educativo y cuestionador que se está moviendo en las pantallas y la importancia de lo que hacen. En esas películas no hay nada subversivo.
-¿Qué pasa con Zamora y su presencia en el teatro o en el cine venezolanos?
-En el teatro, y ya lo hemos dicho, Zamora tuvo o tiene a César Rengifo y en la ensayística y novelística hay autores como Federico Brito Figueroa. Pero sí hay una indiferencia hasta rara en los predios teatrales, pues uno pregunta por Zamora y hay muchos teatristas que lo desconocen o aseguran no haber nunca de ese personaje, ni en la historia ni el teatro como tal. Zamora, según mi experiencia, es un personaje complicado de tratar artísticamente, como también lo es Boves, y ahí destaco lo que hizo Francisco Herrera Luque. Ya Boves y Zamora eran los grandes caudillos venezolanos: Boves contra la República naciente en el siglo XIX y Zamora contra la oligarquía de la República. Y aquí llamo la atención sobre como los movimientos sociales producen a sus líderes. Lo que falta es el hombre de teatro que tome esas realidades y las lleve al teatro.
“Y aquí yo llamo la atención porque los dramaturgos jóvenes se están escudando en la contracultura para evadirse ante la realidad de lo que pasa en Venezuela, cuando lo que tienen que hacer es enfrentar lo que acontece. Los dramaturgos estadounidenses lo han hecho siempre y no han abandonado esa línea de lucha y por eso hay obras que denuncian lo que pasa en ese país. Y como ejemplo de ello, está en la comedia musical
Cabaret donde se plantea como se deteriora un país y emerge un dictador de las proporciones de Hitler para capturar a las masas germanas, ya que los lideres nacen producidos por los descontentos sociales”.
Monte y culebra
El autor de
El hombre de la rata nació el 7 de septiembre de 1929 en una casa de vecindad de la parroquia Santa Rosalía. Su madre, Socorro, obrera que ganaba seis bolívares semanales, fue además la progenitora de sus hermanos, Lilia y Porfirio Pinto, conocido posteriormente como el teatrero Luis Márquez Páez.
La infancia de Gilberto Pinto fue marginal y sólo pudo estudiar hasta sexto grado, pero su bachillerato y universidad fueron los escenarios criollos. Fue autodidacta. Casi toda su juventud, hasta los 18 años, sintió que estaba perdido, no sabía nada, no le interesaba nada. “Vivía esa marginalidad como normal”, nos ha dicho.
Un día, unas páginas de
El Nacional abandonadas sobre la mesa del billar del club YMCA atraparon la atención de aquel muchacho. Se detuvo con curiosidad en un reportaje que Carmen Clemente Travieso le hacía al curso de Capacitación Teatral que, bajo la coordinación del Ministerio de Educación, dictaba el profesor mexicano Jesús Gómez Obregón para la juventud caraqueña de 1947. Se dirigió al edificio Casablanca, de Peligro a Puente República. Carlos Denis, un individuo que hacía las veces de secretario, lo inscribió sin mayores requisitos, no había más de 25 alumnos. Al día siguiente ya estaba estudiando teatro y desde hace un poco más de 60 años no ha parado.
“El teatro me abrió los ojos y me hizo ver una perspectiva que yo no había notado. Me quedé hasta hoy y eso me ha formado como ciudadano, como hombre de cultura, como hombre civilizado. El teatro me sacó de la jungla. Uno de los problemas de este país es que necesitamos cultura, porque estamos regresando a la jungla”.
Se ha casado tres veces y tiene tres hijos. A su lado permanece su esposa Francis Rueda, actriz, quién también ha sido su discípula. “Gilberto es mi maestro, es un hombre que compartió toda mi experiencia profesional, porque nunca faltó a ningún espectáculo que yo hacía. Al principio me dijo que no servía para ser actriz, pero luego fui una de sus alumnas más sobresalientes. Siempre estuvo muy pendiente de mí. No fallaba nunca, siempre me llamaba”, dice la dama.
Gilberto Pinto no se arrepiente de nada, tampoco olvida las vicisitudes vividas, pero sólo tiene las cicatrices de sus operaciones. Una de sus adicciones es la lectura. Sus autores favoritos son Balzac, Stendhal, Brecht y Chejov. En cuanto a la técnica utilizada en sus obras, dice que le cuesta mucho escribir porque es demasiado detallista, metódico y fastidioso. Siempre le cuesta buscar la palabra adecuada. Francis Rueda cree que esto sucede porque es del signo virgo: “Yo no sé si es verdad eso de los signos, pero el va marcando todo, movimiento por movimiento, es una cosa impresionante y característica del virgo”.
No le disgusta la ciencia zodiacal, pero sostiene que, a pesar de su signo, es muy difícil escribir como Chejov, Shakespeare o Moliere. “Son autores de los que sólo aparecen tres o cuatro en una época. Ellos son los genios todo lo demás es monte y culebra, yo soy monte y culebra, lo que pasa es que en el país de los ciegos el tuerto es rey”. Insiste en que lo más complicado es la economía de palabras.
Claves para la convivencia
Gilberto Pinto se ha divorciado dos veces y su actual tercer matrimonio es con la actriz Francis Rueda, desde hace 31 años. Él y ella se consideran felices y la clave es -como lo dice el dramaturgo- para la convivencia, para poder tener un hogar estable y consolidar una familia, es el amor, la confraternidad y la identidad total en el arte teatral. “Yo no coarto, para nada, su libertad con su trabajo y ella tampoco a mí. Nos compenetramos y siempre hemos sido aliados y solidarios. Creo, con la experiencia que me dan estos largos 80 años de vida, que los matrimonios se mantienen más que por el natural amor que se deben tener sus miembros, se sostienen porque se comparten los mismos gustos, nada de antagonismos. Yo le doy todo lo que ella exige de mí y ella me da todo lo que le pido. En resumen, amamos las mismas cosas, y creo que eso es lo importante entre una pareja. Después de 20 o 25 años de matrimonio, los factores emotivos y pasionales se van tranquilizando, pero los gustos no son así y cada día que pasa hay algo nuevo para apreciar o valorar”.
Francis Rueda, destacada primera actriz del teatro venezolano, confiesa que su matrimonio con Gilberto Pinto es producto del profundo conocimiento que ella tiene de él. “Lo vi hace 45 años, porque fue mi maestro en la Escuela Juana Sujo, cuando yo era una adolescente. Nunca me imaginé que con el paso de los años llegaríamos a ser una pareja y además procrear un hijo, Máximo. El fue muy consecuente conmigo y con todos sus alumnos, pues veía nuestros trabajos profesionales y estaba siempre en contacto con nosotros. En 1980 empezamos una relación que se dio porque fue a ver el montaje de
Bodas de sangre de García Lorca. Él ya estaba divorciado y nos casamos. Ha sido maravilloso porque es un hombre maravilloso, buen padre, buen hijo, buen esposo y muy generoso. Nunca ha cuestionado mi trabajo, ni hemos tenido celos profesionales. Y me ha ayudado a crecer como ser humano y como profesional, porque el tiene 20 años más que yo. Nuestra relación ha sido placentera y si hemos tenido problemas, como los tienen todas las parejas, ha sido por problemas necios”.
Bibliografía
Para el investigador venezolano Carlos Dimeo, la producción dramatúrgica de Gilberto Pinto está impregnada y viene cargada de una profunda y mordaz crítica social, política e histórica. Parece una verdad de Perogrullo hacer esta distinción inicial, pero si a uno le toca escudriñar en los textos de Gilberto Pinto, no menos de 18, casi todos representados, el viene a ser uno de los pocos dramaturgos que trasciende el marco propiamente político en el teatro. Y trasciende al teatro, especialmente desde estos tres ejes, que dan una buena perspectiva de lo que significa los signos de su dramaturgia y de la dramaturgia que se hizo especialmente en la década de los setenta. Es un deber, pues, leer y representar piezas como
El rincón del diablo,
El hombre de la rata,
La noche moribunda,
Los fantasmas de Tulemón,
El confidente,
Pacífico 45,
La guerrita de Rosendo,
La muchacha del blue jeans,
Gambito de dama,
Lucrecia,
La visita de los generales y
El peligroso encanto de la ociosidad, entre otras.