Está en marcha un ambicioso proyecto de la Compañía Nacional de Teatro (Carlos Arroyo la comanda) para
exaltar a las nuevas generaciones de directores y creadores. Se trata del Festival Nuevos Directores Carlos Giménez, el cual se realizará durante el venidero mes de octubre.
Ese evento,
porque de eso se trata, recordará al director y gerente Carlos Giménez, sobre
quien yo escribí dos libros: Carlos Giménez:Tiempo
y Espacio y Carlos Giménez:Antes y Después.
Y como es posible que las nuevas generaciones no lo conozcan aquí les recuerdo que lo acompañé en su cena familiar del
24 de diciembre de 1992, durante la cual evocó su viaje a Moscú y a otras
ciudades rusas. La última vez que hablamos fue por teléfono, ese, 6 de enero de
1993, había publicado una crónica donde exaltaba su labor a lo largo del año anterior,
aquel inolvidable 1992, cuando el teatro había humedecido la pólvora de la
guerra civil y silenciado los Golpes de Estado. Su hermana, Ana, llamó a mi
apartamento para decir que Carlos Giménez pasaría a la bocina,
pero…ya estaba afásico y por eso dijo, a pesar de todo, tras una dura
lucha para coordinar pensamiento y palabra: gracias…tío. Nunca más
hablamos ni nos volvimos a ver.
Toda mi relación con Giménez había comenzado durante la
mañana de un luminoso día de pago, 15 o 31, no puedo precisar el mes, pero
seguro estoy que ocurrió antes de mayo de 1970.Él entró al edificio Santa Rosa
–que se erguía diagonal a la actual Casa del Artista- en la calle Real de
Quebrada Honda o el desaparecido boulevar Amador Bendayán, donde funcionaba la redacción y talleres del diario La
Verdad (La familia de los Zuluaga era su dueña) y preguntó por las columnistas Nené Arenas y Sofía Imber.
-Traigo unas gacetillas para ellas.
Lo miré de arriba abajo, mientras me
embolsillaba presuroso unas 600 bolívares de esa quincena que había
recibido ahí mismo, frente a la modesta taquilla de “caja”. Él vestía unos
raídos jeans y una manchada franela, estaba montado en unas sandalias algo
estropeadas. Y yo estrena mi primer traje comprado en Caracas, elaborado en una
tela gris que extrañamente me picaba en las piernas.
Vaya- dije para mí- he aquí una
hippie trasnochado buscando a esas periodista culturales, a quienes
precisamente nunca les veía sus caras.Volvió a preguntar y ante
su cortés insistencia opté por atenderlo y decirle que “no trabajaban en la
redacción, son colaboradoras, envían sus crónicas con el mensajero, pero puedo
recibir estas notas de prensa y se las haré llegar en el momento oportuno”.
Él se río, y ripostó, con un mareante
acento argentino:
¿Tú eres colombiano?
-Sí, ¿por qué?
-¡Vaya!, no te molestes, vos tenés un
bonito país, el año pasado estuvimos allá y nos fue muy bien, soy Carlos
Giménez, director de teatro, a tus órdenes.
En verdad que ese argentino me
desarmó y hasta me cayó bien. Lo hice seguir a la oficina de cables
internacionales de La Verdad, donde al llegar le dije:
aquí trabajo desde 1969 y además hago una página, todos los lunes, sobre las
actividades culturales del domingo.
La conversación giró sobre esa, su
segunda visita, a Caracas para instalarse a trabajar en el Ateneo de Caracas (
funcionaba en la Quinta Ramia, precisamente donde ahora un moderno edificio que
alberga a Unearte,diogonal con la plaza Morelos) donde, durante el diciembre anterior había realizado una
temporada con su grupo El Juglar de Córdoba, mostrando tres obras: una de
Federico García Lorca, otra de Eugene Ionesco y una de Fernando Arrabal.
-¿Y cómo les fue con la crítica?, pregunté.
.Nos fue bien, ¿sabes?, nos
escribieron cositas lindas. ¿Y tú por que no escribes sobre teatro en vez de esa artes plásticas y
de todas esas feas exposiciones de arte popular, de esas pinturas de domingo?
-No sé, esto es lo que aquí quieren,
porque así lo hacen en los otros periódicos, y yo recién empiezo: todavía no
conozco el terreno, aquí las cosas no son tan fáciles para los colombianos,
como me le enseñó mi jefe, un generoso chileno, Rafael Fuentes Plaza. ¿No te
parece a ti?
-No colombianito, esa es una excusa, tienes que escribir sobre el
teatro, eso si hace falta aquí; se necesitan periodistas de teatro y, por
supuesto críticos. Y perdona que te haga esta propuesta, pero es que aquí no
son muy claras las cosas en la prensa cultural. No lo entiendo.
Quedé impresionado por la claridad
que tenía ese teatrero sobre lo que podía hacer con la prensa y hasta llegué a
darle, internamente, la razón. Me entregó una copia de las gacetillas
que dejaba para Imber y Arenas y se marchó, tras reiterar que me esperaba ese
domingo en la sala Metropolitana del Parque Recreacional El Conde, ubicado
frente a los primeros edificios del actual Parque Central, al cual para ese entonces le
construían su primera etapa con miras a cambiarle la forma de vivir al
caraqueño.
La invitación que portaba del desconocido Carlos Giménez era para ver el espectáculo Hecho y rehecho, un unipersonal
de otro argentino, su amigo Héctor Clotet, quien le acompañó durante varios
años en su aventura venezolana.
Después de aquí sigo para Europa, vos
verás, dijo al despedirse en el portal de La Verdad. Tenía un ensayo y debía instruir
con el ejemplo, como siempre fue su lema.
Nadie podía vislumbrar lo que se
fraguaba en aquel lejano 1970. Ambos éramos inmigrantes. Ni él ni yo podíamos
vislumbrar lo que estábamos construyendo minuto a minuto.
Me hice periodista cultural y afronté
la crítica teatral con mis propios métodos. En los años 80 lo salvé del
"destierro", de la ruina de Rajatabla, con una campaña desde El
diario de Caracas, Había caído en desgracia por “El Macondázo”,
desagradable incidente verbal, cosa muy frecuente en él, ante las mujeres de la
familia Otero Castillo. En otra ocasión, el mismo Herman Lejter (ya fallecido en este siglo XXI) hizo de
“puente de plata” para suavizar el encono que yo tenía con ese atropellador
argentino.
Él y yo siempre vivíamos en aceras
paralelas, pero en múltiples ocasiones chocábamos violentamente para después
separarnos de nuevo. Nos respetamos siempre e incluso me obligó a que respetara
a los demás. Nuestras grandes peleas fueron porque me excedía en
el uso de la palabra escrita y provocaba llegas en el alma de “esos
artistas que se equivocaron sin pretender hacerlo”.
“Moderato…colombiano insensato…te van
a matar…no ves que los estás enterrando en vida…déjalos que se mueran solitos”,
nos decía por teléfono o en persona, tras acompañarlo en una cena o en la barra
de algún bar de Sabana Grande.
Él creció de gran manera. Adquirió
muchísimo poder a consecuencia de su talento artístico y habilidad gerencial.
Se hizo tan venezolano que durante años fue “El Gran Cacique” o “El ministro
del teatro”. Cosechó la consecuencia de sus éxitos, de su tesonera labor para
crear un grupo, llevarlo por el mundo entero y traer preseas nunca antes vistas
para las artes criollas. Al mismo tiempo inicio el experimento de los
festivales internacionales para descubrir el teatro a miles y miles de
ciudadanos. Y por si fuera poco incitó al cambio de las caducas estructuras del
teatro criollo, tanto en lo estético, como en lo educativo y además en su
organización grupal. Creó asociaciones, inventó premios, renovó estilos, lanzó
proyectos y dejó que mucha gente se ganara su comida, mientras a otras personas
le enseñó a soñar. Escindió la historia del teatro en un antes y un después de
su peregrinar.
Hasta que un día cualquiera, en
medio de la aterradora soledad de los creadores, un abrazo de amor
le puso una pesada y angustiosa ancla para detener su fulgurante
carrera y obligarlo a luchar por la cura de sus dolencias corporales... y del
alma también. Murió aquel 28 de marzo de 1993.
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